Capítulo 59

Después del sueño, a Kukutux le resultó imposible apartarse del mar. Tuvo la sensación de que una voz la llamaba y pareció ahondarse la pena que sentía desde la muerte de su marido y su hijo.

Se preguntó qué hacía allí y movió la cabeza para que el viento se llevara sus palabras y las alejase de los oídos de los hombres acuclillados al amparo de los anaqueles de los botes y de las mujeres que vadeaban las aguas de la marea menguante para arrancar buccinos de las rocas. Volvió a preguntarse qué hacía en la orilla cuando en su ulaq había tantas cosas pendientes.

Recordó el brezo de los arándanos que, gracias a los largos días del estío, crecía generosamente en las colinas. Había llegado el momento de quitar el brezo viejo de los suelos del ulaq y reemplazarlo por el nuevo. Pensó en los peces que cogería y en la suk que estaba cosiendo. Tendría que alejarse playa abajo y recoger buccinos en las rocas más distantes de la aldea y dejar las próximas a las ancianas y a los niños. Puede que incluso encontrara algunos erizos dejados por las nutrias que en ese momento abarrotaban los lechos de kelp cercanos a la orilla.

Algo la retenía en la playa y la mantenía vigilante como si, más allá del agua y del cielo, pudiese vislumbrar algo que le permitiría desentrañar el sueño que había tenido.

Al final se obligó a volver la espalda al mar y a retornar a su ulaq. Habían transcurrido cuatro días desde que Roca Dura y Foca Agonizante regresaron a la aldea con el difunto Pies Rojos. Llevaban cuatro días de duelo. Aunque habían celebrado el entierro y apilado piedras sobre Pies Rojos y los restos de su ikyak, los cazadores aún hablaban con voz queda, como si temiesen llamar la atención de los espíritus. Nadie sabía cuál sería el siguiente en morir durante una cacería.

Las mujeres seguían a sus maridos con el miedo en los ojos y encontraban todo tipo de excusas para vigilar la playa y el mar desde lo alto de los ulas. Estaban atentas a pesar del frío y del viento, como si el mero hecho de observar pudiera espantar a los espíritus capaces de provocar la muerte.

«Quizá sólo se debe a lo que percibo en los que me rodean —pensó Kukutux—. Tal vez son sus miedos y sus preocupaciones los que me atraen a la playa».

Revivió las imágenes del sueño: algo rojo que se encontraba en el mar. ¿El cuerpo de un hombre? ¿Otro Cazador de Ballenas muerto? Una voz inquietante se coló en su mente y se desgañitó aludiendo a temores demasiado grandes para poder expresarlos con palabras.

Waxtal bostezó y se desperezó en lo alto del ulaq. Aunque había tenido la intención de levantarse con los Cazadores de Ballenas y saludar al sol con ellos, las pieles del lecho eran muy acogedoras y, por alguna razón, la vejiga no lo había arrancado del reposo. Parpadeó a causa del resplandor y de la niebla blanca que poco a poco abandonaba la playa. Rascó con la uña las legañas pegadas en los rabillos de los ojos y las lanzó al viento; sintió un escalofrío y entró en el ulaq en busca de la suk.

El viento era frío, demasiado frío para asearse en el arroyo, pero sin mujer en el ulaq no le apetecía orinar en la cesta nocturna, pues no quería tomarse la molestia de vaciarla todos los días o de almacenarla, como hacían los Hombres de las Morsas, para que madurase, momento en que la empleaban para quitar el aceite de los cueros y la grasa del pelo y para fijar los colores de los tintes.

Waxtal se rascó la tripa, se puso la suk y salió. Escrutó la playa y vio que Kukutux caminaba en dirección a los ulas.

La mujer hizo un alto y miró el mar con la expresión rígida e incólume de una máscara.

El viejo siguió la mirada de la mujer pero no percibió nada. Recordó lo que Roca Dura le había contado acerca de la viuda: los ojos de Kukutux eran como los del águila, su vista era más aguda que la de la mayoría de las personas; incluso de niña había sido la primera en avistar el retorno de los cazadores. Era la que advertía de las tormentas que se acumulaban en el horizonte o de la presencia de bancos de peces que nadaban hacia la playa de los Cazadores de Ballenas.

Waxtal se dispuso a esperar con la mirada atenta en el mar, como Kukutux, y al cabo de un rato divisó algo en medio de la rompiente, algo que rodaba y saltaba. Al principio lo confundió con un leño que las corrientes arrastran hacia la playa. Se percató de que era de color rojo y se le aceleró el pulso. ¿Se trataba de un hombre? ¿Tal vez el ik de Búho y Huevo con Manchas había zozobrado? Era harto probable que las corrientes los condujesen a la playa.

Se dio cuenta de que era demasiado voluminoso para tratarse de un hombre.

Mientras observaba, repentinamente Waxtal supo de qué se trataba y, como si volviese a ser joven, corrió hasta el ulaq de Roca Dura y trepó al orificio del techo. Recobró el aliento y dijo:

—Soy Waxtal. ¿Está Roca Dura?

El propio Roca Dura respondió y habló como si tuviera la boca llena. Se acercó al poste de la entrada, miró hacia arriba y vio a Waxtal. Roca Dura mascó lo que tenía en la boca y preguntó descortésmente:

—¿Qué quieres?

Waxtal sonrió y repuso:

—Los Cazadores de Ballenas habéis sido generosos conmigo. He decidido haceros un regalo. Durante los últimos cuatro días de duelo he convocado algo a esta playa. Pronto llegará. Utilízalo como quieras.

El viejo se alejó y regresó junto a Kukutux que, en compañía de otras mujeres, seguía con la vista fija en el agua.

—La he llamado yo —afirmó Waxtal en voz baja, hablando al oído de Kukutux—. La he convocado.

Kukutux retrocedió unos pasos.

—¿Por qué? ¿Qué has convocado?

—La morsa —respondió Waxtal.

—¿La de Pies Rojos? —inquirió Kukutux y se tapó la boca con la mano.

—No sufras —aconsejó Waxtal—. No permitiré que su espíritu te haga daño.

—¿La has atraído? —insistió Kukutux con el entrecejo fruncido y los labios apretados—. ¿Para qué?

—Todo cazador debe quedarse con la última pieza que cobra… y entregarla a su familia —contestó Waxtal y se encogió de hombros—. ¿No crees que sus esposas se sentirán menos tristes si saben que el cazador se preocupa tanto por ellas que les envía carne?

Dos mujeres depositaron en el suelo las cestas de recolección y pidieron a los hombres que se reunieran en el anaquel de las embarcaciones. Roca Dura se acercó a Kukutux y a Waxtal.

—Es la morsa —afirmó Waxtal y observó a los hombres que se metieron en el mar.

Tres cazadores portaban aguzados anzuelos, un cuarto el báculo y varios más acarreaban zaguales.

—¿Pueden tocarla? —preguntó Roca Dura.

—Sólo para arrastrarla hasta la orilla —repuso Waxtal—. Alguien debe orar y entonar los correspondientes cánticos Morsa antes de despedazarla y dividirla.

—¿Conoces los cánticos?

—Sí. —Waxtal vio que los cazadores arrastraban la morsa hasta la playa y se volvió hacia Kukutux—. Ve al ulaq funerario y pide a los deudos que se acerquen a ver qué han enviado los espíritus.

Kukutux se acercó al ulaq y, por el orificio del techo, llamó hacia el interior lleno de humo. No obtuvo respuesta. Volvió a llamar y esperó hasta oír una débil voz. Poco después vio el rostro surcado de arrugas de Muchas Manos, la madre del que había muerto.

—Madre, en la playa hay algo que sería bueno que vieras —dijo Kukutux con ternura, empleando palabras amables para demostrar que estaba preocupada.

—¿Cómo quieres que sea madre si todos mis hijos han partido a las Luces Danzarinas? —preguntó la vieja con acritud. Se apartó del poste de la entrada y se sumió en las sombras del ulaq—. No iré a la playa. Prefiero quedarme aquí. Tal vez los espíritus se compadezcan de mí y me permitan morir.

Kukutux volvió a oír un suave murmullo, sin duda la voz de Pagro, la primera esposa de Pies Rojos y la madre de su pequeño hijo, aunque también podía tratarse de Pescadora, la segunda esposa del muerto.

—¿No quieres venir a pesar de que uno de tus hijos te ha enviado un regalo, un don que en este momento está en la playa? —preguntó Kukutux, que se había arrodillado para acercar la cara al orificio del techo a fin de que todos los presentes en el ulaq la oyesen.

La anciana giró lentamente y, a pesar de la oscuridad, Kukutux vio sus ojos enrojecidos y las huellas que las lágrimas habían dejado en sus mejillas.

—¿Es de Pies Rojos? —preguntó Muchas Manos y Kukutux oyó un siseo, una súplica que la defendía de la mención del nombre del difunto. La vieja se apartó del orificio y añadió con tono fuerte y tajante—: Me da igual si regresa. Me da igual que nos lleve a todos a las Luces Danzarinas.

—Mi hijo es pequeño —respondió la voz suave—. Necesita años para aprender a cazar. Necesita pasar varios veranos en el ikyak y unos cuantos inviernos para conocer las historias de nuestro pueblo.

—¿Qué sabes tú? —espetó Muchas Manos—. Sólo eras su esposa.

La vieja trepó por el orificio del techo. Kukutux le ofreció las manos para ayudarla a salir. Pagro también salió, con su hijo en el portacríos. También asomó Pescadora, con la gran tripa del embarazo. Siguieron a Kukutux a la playa y Muchas Manos, aferrada a la espalda de la suk de Pescadora, cerraba la fila.

En cuanto vio la morsa, Pagro levantó la voz en señal de duelo, gimió como si fuera el primer día de la pérdida y apartó a Kukutux cuando ésta intentó cogerla de los hombros.

—No la quiero, no la quiero —dijo.

La madre de Pies Rojos avanzó vacilante por la playa y se acercó a la morsa. El animal pardo rojizo era más corpulento que el más grande de los hombres. Apoyó firmemente los pies junto a la morsa y declaró:

—Es la última pieza que mi hijo cobró y me pertenece, lo mismo que la primera que cazó. La carne es mía y no la compartiré con nadie.

Roca Dura se apartó del corro de hombres, se acercó a Muchas Manos, se acuclilló, apoyó las manos en las rodillas y contempló el rostro arrugado de la anciana.

—Abuela, no puedes comerte una morsa entera. Compártela con los aldeanos y tu hijo podrá mantener la cabeza en alto y sentirse orgulloso entre los cazadores de las Luces Danzarinas.

La vieja suspiró, alzó las manos y las dejó caer a los lados del cuerpo.

—La compartiré —afirmó y se apartó de la morsa muerta.

Roca Dura se dirigió a las mujeres reunidas en la playa, la mayoría de las cuales esgrimían cuchillos de despiece:

—El chamán dice que hay que orar.

—No es chamán, sino comerciante —declaró Muchas Manos y miró a Waxtal con los ojos entornados.

—Atrajo la morsa a nuestra playa —insistió Roca Dura.

—¡Es un regalo! —chilló la vieja—. Lo envía mi hijo. Es un regalo. —Levantó una mano crispada y señaló a Waxtal—. ¡No es obra suya!

—Tiene grandes poderes —afirmó Roca Dura—. Habla con los espíritus y…

Waxtal se acercó a Muchas Manos, se quitó del cuello un collar de huesos de pájaro y lo deslizó por el de la mujer.

—Hablé con tu hijo —explicó—. En los días de duelo, antes de que marchase a las Luces Danzarinas, escuché lo que me dijo. Quiere que conserves este collar. Quiere que recolectes bayas y recojas erizos para alimentar a su hijo. —Waxtal miró a Pagro, que permanecía de pie con el rorro apoyado en la cadera—. Quiere que tú, sus esposas y los miembros de la aldea os quedéis con la morsa. Me pidió que la atrajera a la playa en su nombre. Le hice caso. —El viejo carraspeó—. Sólo tengo los poderes de un chamán, por lo que mi llamada duró cuatro días, pero la morsa por fin ha llegado y su carne es para todos.

La anciana aferró el collar de huesos de pájaro, se apartó de Waxtal y murmuró con voz temblorosa:

—Quédate con la parte del cazador.

Waxtal sonrió y Kukutux experimentó un escalofrío. ¿Era Waxtal tan poderoso como afirmaba? ¿Podía hablar con los difuntos y librarse de su influjo, por lo que no era arrastrado a las Luces Danzarinas? ¿Cómo podría haber llegado la morsa de no ser por su poderío?

Pero Kukutux sólo vio codicia en la mirada, en los dientes apretados y en las palabras lisonjeras de Waxtal. Mientras permanecía bajo la bóveda celeste, Kukutux tuvo la impresión de que todo —el mar, la playa, los ulas y hasta los ikyan situados en los anaqueles— se sentía atraído por Waxtal, como si tuviera poder para introducirlos en su alma con la misma facilidad con que otro bebe un cuenco de caldo.

Waxtal se acercó a la orilla, ahuecó las manos para recoger agua, la trasladó hasta donde estaba la morsa y la dejó caer sobre el animal. Repitió cuatro veces la operación. Dijo a las mujeres:

—Necesito algo del mar, un mejillón o una almeja. —Una de las mujeres sacó de la cesta un buccino articulado, cuya concha oscura casi formaba un círculo—. Perfecto —dijo Waxtal.

El tallista cogió el buccino y lo introdujo en la boca de la morsa. Entonó un cántico en una lengua que Kukutux desconocía y que era demasiado cortante para ser caribú, la que empleaban Búho y Huevo con Manchas.

Cuando terminó de cantar, Waxtal estiró la mano y una mujer le entregó el cuchillo de despiece. El viejo se inclinó sobre la morsa, hizo el primer corte y presionó para atravesar el grueso pellejo. Se detuvo, extendió la mano hacia otra mujer, cogió otro cuchillo afilado y abrió el animal del cuello al ano, a lo largo de la panza.

Waxtal se dirigió a Muchas Manos como si ésta acabara de hablar, como si él no se hubiera dedicado a los cánticos y los ritos.

—No, la parte de cazador te corresponde. No la quiero ni la necesito. Debes compartirla con las esposas de tu hijo.

—Pues entonces quédate con la parte del jefe —insistió la anciana.

Pagro abrió desmesuradamente los ojos, miró a Roca Dura y se llevó las manos a la cara.

Kukutux se preguntó cómo reaccionaría Roca Dura. La vieja no podía regalar la parte del jefe de los cazadores. De todas maneras, Roca Dura no hizo el menor comentario.

Waxtal negó con la cabeza.

—No aceptaré parte alguna, ni un bocado de carne. No es para mí, sino para la aldea. —Caminó varios pasos hacia el ulaq, pero se volvió y acarició los colmillos de la morsa. Sonrió a la anciana, que permanecía con el cuchillo en la mano, ya que le correspondía cortar y dividir el animal—. Los colmillos de la morsa son muy hermosos.

Waxtal se alejó playa arriba, sin mirar a nadie y sin hablar. Kukutux giró la cabeza y lo vio trepar hasta el ulaq de los comerciantes y perderse en el interior.