Primeros Hombres
Bahía de Herendeen, península de Alaska
Kukutux estaba en la playa y vio llegar a los hombres. Waxtal iba delante, Comedor de Pescado lo seguía, Roca Dura y Foca Agonizante habían unido los ikyan y Pies Rojos estaba tendido en las proas.
Kukutux cerró los ojos afligida cuando oyó que las dos jóvenes esposas de Pies Rojos entonaban la endecha funeraria y recordó su propia angustia al enterarse de que su marido había muerto cazando ballenas.
En medio del canto mortuorio oyó la voz de Waxtal. Sus gritos fueron una descortesía que acalló las voces de las mujeres.
—Atraje a las morsas, pero dije a los Cazadores de Ballenas que no las cobraran. ¿Alguien ignora que las morsas se sienten deshonradas por los arpones para focas y otarias? ¿Existe alguien tan insensato para ofender al animal que necesita como alimento?
Foca Agonizante abandonó el ikyak, agarró los hombros de Waxtal e hizo presión con sus manos firmes hasta que las palabras del viejo se convirtieron en un susurro y tuvo que cerrar la boca.
—¿Existe alguien tan insensato como para deshonrar a los muertos? —preguntó Foca Agonizante y soltó tan rápido a Waxtal que éste se tambaleó como si lo hubiesen golpeado.
Roca Dura, Foca Agonizante y Comedor de Pescado abandonaron la playa. Roca Dura no hizo el menor comentario. Waxtal permaneció en la playa, sacó del ikyak las piedras de lastre y las vejigas con aceite y engrasó las costuras como si los deudos no existieran, como si Pies Rojos hubiese retornado vivo de la cacería y caminara como cualquier otro ser humano.
Kukutux regresó al ulaq, preparó comida y la llevó al hogar del exterior para cocinarla. Colgó la bolsa de hervir sobre el fuego, la llenó de agua y de pescado fresco y ahumado y se dispuso a esperar a Waxtal.
El viejo se acercó mascullando palabras de enojo, pero Kukutux no se dio por aludida. Waxtal descendió al interior del ulaq y volvió a salir con el bastón en la mano. A medida que caminaba, golpeaba las piedras y las matas de hierba con el báculo. Kukutux lo ignoró hasta que el bastón golpeó peligrosamente cerca de sus pies. Se irguió y dijo con tono firme:
—La comida que preparo la he buscado yo misma. Si quieres alimentarte tendrás que soltar el bastón.
Waxtal volvió a esgrimir el báculo, golpeó con la punta las espinillas de Kukutux y le produjo dolorosos verdugones.
Airada, Kukutux alzó su cuchillo de mujer y pasó el filo por los dedos de Waxtal. El viejo lanzó un grito, soltó el bastón y se llevó la mano a la boca para chupar la sangre que manaba de la herida. Kukutux buscó rápidamente el báculo y lo agarró en el mismo momento en que Waxtal estaba a punto de cogerlo. Levantó una rodilla, partió el bastón en dos, arrojó los trozos al fuego y mantuvo a distancia a Waxtal, amenazándolo con su cuchillo de mujer hasta que el báculo humeó y empezó a arder.
—¡Es un bastón sagrado! —gritó Waxtal.
Kukutux se limitó a trazar un amplio arco con su cuchillo de mujer. Waxtal retrocedió de un salto y Kukutux se agachó para recoger una de las piedras del hogar con la mano izquierda y la levantó como si se dispusiera a arrojarla.
La viuda no hizo caso del dolor del codo izquierdo, ignoró las protestas de los huesos y los músculos y dijo:
—Cazador de Focas, no creas que puedes tratar a las Cazadoras de Ballenas como a las mujeres de tu tribu. ¿Te figuras que los Hombres Cazadores de Ballenas son los únicos que cobran fuerzas después de ingerir durante años carne de ballena? ¿No crees que parte de ese poder también se transmite a las mujeres? Alégrate de que sólo haya roto tu báculo.
Waxtal abrió la boca y farfulló una protesta, pero Kukutux no se arredró, pues la piedra y el cuchillo le transmitían fuerzas. Oyó una voz y desvió lentamente la mirada. Vio que Roca Dura caminaba hacia ellos. El tono de Waxtal se tornó quejumbroso y, cuando Roca Dura se acercó lo suficiente, el viejo señaló a Kukutux y su báculo, que ardía con vivas llamas amarillas en el fuego del hogar.
—Usó mi bastón para avivar la hoguera —dijo Waxtal con tono apacible, con la voz de un hombre al que consideran sabio y al que piden consejos.
Kukutux dejó la piedra en su sitio y se limpió la mano en la suk.
—Me pegó —explicó.
Roca Dura frunció el entrecejo.
—¿Te pegó con el bastón?
Kukutux se limitó a asentir con la cabeza.
—¿Crees las palabras de esta mujer? —preguntó Waxtal.
—Sí —replicó Roca Dura.
El viejo se obligó a esbozar una sonrisa.
—¿No te parece que hay ocasiones en las que el hombre tiene que transmitir la sabiduría a golpes de bastón?
La rabia cortó la respiración de Kukutux y estuvo a punto de hablar, pero Roca Dura le hizo señas de que guardase silencio.
—No sé qué ha pasado pero, por lo visto, Kukutux ha cuidado de sí misma. Waxtal, debes acompañarme a mi ulaq, pues los cazadores quieren hablar contigo.
Waxtal acompañó a Roca Dura a su vivienda. Kukutux los observó a medida que se alejaban. Los pasos del jefe de los Cazadores de Ballenas eran lentos y apoyaba el peso del cuerpo en los talones, pero Waxtal caminaba tan ligeramente que la hierba que pisaba no tardaba en volver a erguirse.
Cuando los hombres entraron en el ulaq de Roca Dura, Kukutux utilizó un palo ahorquillado para trasladar brasas a su vivienda, que se encontraba vacía y a oscuras. Tanteó con los pies el poste de la entrada y se dirigió a las lámparas de aceite. De las cuatro, dos tenían aceite suficiente para que las mechas siguieran encendidas. Kukutux depositó las brasas en una de las lámparas vacías y regresó a la hoguera. Usó dos palos gruesos para quitar la piel de hervir del trípode de madera flotante que la sostenía sobre las llamas. La trasladó con gran cuidado a su propio ulaq en lugar de introducirla en el de los comerciantes y la colgó de las vigas, encima de una de las lámparas encendidas.
Realizó tres viajes al ulaq de los comerciantes y recogió sus pertenencias: pieles del lecho, esteras, hierbas para trenzar, cestas, estómagos con aceite y carne disecada, vejigas con agua. Las llevó a su ulaq. Entró en el espacio para dormir de su difunto marido y buscó las pocas armas que no se había llevado a las Luces Danzarinas: una punta de arpón rota, el asta torcida de una lanza para cazar aves, un anzuelo para peces de río y una lanza infantil. Depositó las armas a su lado y se sirvió un cuenco de caldo y carne. Si Waxtal iba a buscarla, no la encontraría con las manos vacías.
—¿Qué otra cosa podía hacer? —inquirió Waxtal—. Convoqué las morsas y las acerqué a vosotros, los cazadores. Os dije que no las atraparais con arpones para focas. ¿Acaso pensáis que las ballenas son los únicos animales que los cazadores deben honrar respetando los tabúes? —Emitió un sonido grotesco con la boca y expulsó aire entre las nalgas. Roca Dura frunció la nariz a causa del mal olor y Waxtal añadió—: Las morsas aún perciben el hedor de vuestra insensatez. —El viejo se incorporó y paseó la mirada por los reunidos. Cuando de joven había acudido a la isla para ayudar a los Cazadores de Ballenas a luchar contra los Bajos, en la aldea había tantos hombres que no cabían en un ulaq. ¿Cuántos quedaban ahora? Los contó con la mirada: ocho, tal vez diez, en su mayoría viejos. Señaló descortésmente a Roca Dura—. La maldición que el hombre llamado Samiq os impuso sigue aquí.
Roca Dura exhaló aire rápida y ásperamente.
—Ese hombre ha muerto. ¿Con la mención de su nombre pretendes que otra maldición caiga sobre nosotros?
—Hay cosas que yo sé que ignoras, cuestiones que los espíritus revelan a quienes los honran —replicó Waxtal—. He convocado las morsas… animales buenos por su carne, sus pieles y su aceite. He convivido con los Hombres de las Morsas. Mi hija es esposa de un chamán Morsa. Conozco sus costumbres de caza y sé cómo se honra a las morsas. Os he proporcionado carne y me acusas de desatar una maldición. El maleficio que pesa sobre vosotros es el de Samiq. ¿Imaginas que su maldición os abandonará? ¿Crees que su espíritu seguirá el camino de todos los espíritus… y partirá a las Luces Danzarinas? No sabes nada y le vuelves la espalda a quien puede ayudarte.
El murmullo de las voces de los hombres fue en aumento. En un rincón del ulaq el hermano y el padre de Pies Rojos alzaron la voz con expresión de cólera. En otro, Pájaro Picudo —el esposo de Cesta Moteada— levantó las manos y pidió a todos que mostrasen un poco de comprensión.
Waxtal los ignoró. Les volvió la espalda y trepó hasta el agujero del techo del ulaq. Cuando llegó a lo alto del poste de la entrada los miró.
—Nada os obliga a vivir con la maldición. Sé cómo hacerla desaparecer. Os entregué las morsas y no pedí nada a cambio, pero me culpáis de la muerte del cazador que violó los tabúes. No os daré nada más. Pensad en qué tenéis para trocar. Si el cambio me satisface, os diré cómo anular la maldición. —Levantó la mano y la extendió hacia el padre de Pies Rojos—. Tendréis que decidiros pronto, antes de que esta aldea se convierta en un poblado de mujeres y niños.
Esa noche, mientras dormía, Kukutux vio que era grande y se balanceaba con la resaca. Despertó sobresaltada. Aunque la visión aludía a la plenitud de la vida, no sabía claramente qué había visto. ¿Podía tratarse de otro muerto?
Se incorporó en el lecho y sacudió la cabeza. Se dio cuenta de que no había vislumbrado un hombre e hizo esfuerzos por evocar la imagen que había poblado su mente. No, ningún ser humano tenía forma de pez. No, ningún ser humano tenía la piel del color de los arándanos montañeses.
Volvió a acostarse y apoyó la mejilla en el suave pellejo de foca peluda que había colocado bajo su cabeza. Acarició la lanza que reposaba a su lado.
«Estás a salvo —se dijo convencida—. Vuelve a dormirte».