Península de Alaska
Durante una luna Kiin caminó bordeando la orilla; siguió el perfil de las playas y recogió almejas y erizos. A veces divisó islotes de cuyos acantilados de piedra llegaba el sonido de los mérgulos y las urias que construían nidos. Como no podía abordarlos sin ik, volvió la espalda a los acantilados de las aves y rechazó el recuerdo del sabor de los huevos recién puestos, cocidos en agua o bebidos crudos directamente a través del cascarón.
Aquel día había caminado a pesar de la lluvia que llegaba desde el mar del Norte. La cesta de transporte mantenía seca la espalda de la suk y Shuku era un bulto cálido pegado a su pecho, pero sabía que probablemente pasaría la noche aterida, mojada y cubierta por pieles de foca que no espantarían el frío.
—Recuerda los motivos por los que caminas —dijo—. ¿Qué significa un ligero aguacero si lo comparas con que muy pronto te reunirás con los tuyos?
Entonó una canción que la ayudó a mantener el ritmo de las pisadas y al atardecer, cuando el cielo se oscureció, buscó un sitio donde resguardarse de la lluvia y el viento.
La cala estaba salpicada de piedras lisas y desgastadas por el agua, del tamaño de huevos de gaviota. Aunque las piedras dificultaban su avance, Kiin prefería desplazarse por la playa en vez de caminar por la hierba mojada, más allá de la línea de la marea alta.
Hizo un alto para mirar en todas direcciones con la esperanza de avistar un saliente rocoso. De pronto vio tres grandes cantos rodados al pie de una colina, listaban lo bastante alejados de la orilla para que el agua no los alcanzase durante la marea alta y los protegerían de la lluvia. Tal vez podría construir una tienda con las pieles de foca y así Shuku y ella no se mojarían.
Trasladó a Shuku hasta las piedras, se quitó de la frente la cuerda con la que soportaba la carga y depositó en el suelo la cesta de transporte. Shuku protestó. Kiin lo calmó y sacó las pieles de foca de la cesta. Clavó el báculo para convertirlo en poste central, lo rodeó con las pieles y creó un refugio en el interior del semicírculo rocoso. Aunque el suelo estaba húmedo, las pieles impedirían que la lluvia se colase y las piedras cortarían el viento. Había sitios peores para pasar la noche.
Kiin apartó a Shuku de su chaqueta y el rorro chasqueó los labios. Kiin rio.
—Por lo visto tienes hambre.
Habían consumido la carne disecada, pero aún contaban con pescado y raíces de rosal. Kiin dio a Shuku un trozo de pescado, se llevó un poco de raíz de rosal a la boca y lo mascó. Escupió la raíz masticada e introdujo la pasta entre los labios de Shuku. Aunque puso mala cara, el niño comió lo que su madre le dio.
—Pronto tendremos que hacer un alto y atrapar más peces —explicó Kiin a Shuku.
Evocó las islas de los pájaros y los huevos y se esforzó por ignorar los retortijones del hambre.
Shuku le respondió con una retahíla de palabras infantiles y Kiin lo sentó en su regazo y se levantó para darle el pecho. Cogió un pequeño trozo de pescado, lo mascó lentamente y lo saboreó.
—Mañana buscaremos más raíces de rosal y ugyuun —dijo a Shuku—. Si pescamos nos daremos un atracón. Debo ocuparme de que estés bien alimentado para que tu padre se enorgullezca de ti.
Kiin cerró los ojos y pensó en Samiq y en Takha. Los echaba tanto de menos que se le oprimió el corazón, como si algo se le hubiese partido detrás de las costillas.
Entreabrió la boca para ponerse a cantar pero, en medio de los sonidos del viento y la lluvia, percibió un parloteo semejante al conjunto de muchas voces. Se quedó inmóvil y aguzó el oído. Permaneció tan quieta que Shuku dejó de mamar y se apartó de su pecho.
Kiin acercó el dedo a los labios de su hijo.
—Calla, no hagas ruido —murmuró, cubrió a Shuku con la suk y salió a gatas del refugio de pieles de foca.
La lluvia se había trocado en niebla y, pese a que el sol ya se había puesto, del oeste aún llegaba suficiente luz para distinguir el perfil de la orilla. Kiin caminó por la hierba mojada hasta lo alto de la colina. Avanzó y se situó detrás de los cantos rodados. Se detuvo, volvió a escuchar con atención, rompió a reír y exclamó:
—¡Shuku, son pájaros! ¡Escucha, son pájaros!
Kiin reanudó la marcha y no le importó que la hierba mojada le cortara los pies o que la bruma le empapase la cabellera. Desde la cima de la segunda colina avistó un escarpado acantilado gris que se elevaba a pico desde el mar, un acantilado que se extendía hacia el cielo y que estaba pletórico de vida gracias a los murmullos de las urias en sus nidos.
—¡Huevos, Shuku, huevos! —exclamó, y bailó trazando un círculo mientras su hijo reía escondido en la pechera de la suk.
La mañana estaba despejada y hacía un día excepcional, de sol brillante y límpidos cielos azules. La niebla se elevaba desde los puntos bajos de las colinas, como si en todos los valles ardieran fuegos de secado. Kiin abandonó el refugio de pieles de foca, con Shuku sentado en su cadera. De sus brazos colgaban sendas cestas de red. No podía conservar los huevos enterrándolos en aceite y arena, de modo que los herviría y así durarían muchos días.
El ascenso no fue arduo. Aunque el acantilado se elevaba bruscamente desde el mar, las colinas situadas tras la cala formaban una ligera pendiente que conducía a lo alto de la pared rocosa. Cuando iba a recolectar huevos con otras mujeres, utilizaban un arnés y cada una bajaba a otra. En solitario, Kiin tuvo que asomarse y estirar el brazo hasta el más alto de los salientes donde anidaban las aves. Se agachó en el borde, se asomó para mirar y dirigió la vista al lugar donde el saliente se encontraba a un palmo del acantilado.
—Ahí están —explicó a Shuku—. Como ves, desde aquí puedo coger los huevos.
Retrocedió del borde, pisoteó la hierba y, con ayuda de una roca que había acarreado desde la playa, clavó en el suelo un palo de madera flotante y ató un sedal de kelp. Dejó a Shuku en el suelo, le dio un trozo de pescado, le pasó el sedal por el pecho, le rodeó con éste el hombro izquierdo, lo deslizó entre las piernas del niño y volvió a anudarlo para que no se soltase.
—Shuku, te quedarás aquí mientras voy a buscar huevos —dijo Kiin. Caminó hacia el acantilado y no se volvió cuando Shuku protestó—. Más tarde, cuando comamos los huevos, te pondrás muy contento —gritó Kiin.
La joven caminó hasta el borde del acantilado, clavó en el suelo otro palo de madera flotante, le ató un sedal de kelp y se lo pasó por la cintura. Se tumbó boca abajo y estiró el brazo para apartar a las urias de la estera de plumas y fibras vegetales situada debajo de cada huevo.
Cuando las aves la regañaron y le picotearon la mano, Kiin dijo:
—Ocupaos de poner más huevos. Aquí no recolectaré nada más. Vosotras tendréis vuestras crías y mi hijo y yo dispondremos de alimento.
Depositó cada huevo en la hierba, a su lado, y a medida que trabajaba dejó una pequeña estela en el borde del acantilado. Los sollozos de Shuku se convirtieron en una cancioncilla quejumbrosa, que entonó siguiendo el ritmo del hipo y los temblorosos suspiros.
—Shuku, sólo cogeré tres huevos más —aseguró Kiin.
Mientras se estiraba para coger otro huevo miró por encima del hombro y en ese momento notó el doloroso picotazo de una uria en los frágiles huesos de sus dedos. Apartó bruscamente la mano y resbaló en la hierba mojada. Intentó retroceder, pero no consiguió recuperar el equilibrio.
Sucedió muy rápido y, a medida que caía, Kiin lo vio todo. Vio el ave que le picó la mano, la uria con las alas extendidas, las plumas del pecho ahuecadas y los círculos oscuros de los ojos tan pequeños como la punta de una lezna. Vio el huevo verde salpicado de manchas oscuras. Al cabo de unos instantes sólo divisó el acantilado gris oscuro. Kiin intentó acercarse a la pared de piedra, la agarró con los dedos, se arañó la piel y se destrozó las uñas en el intento de frenar la caída. El sedal de kelp la sujetó y la hizo trazar un arco, por lo que los huesos de su columna parecieron chocar entre sí.
Con la esperanza de que algún espíritu la escuchase, Kiin rezó para rogar que el kelp resistiese.
Su corazón latía con tanta rapidez que tuvo la sensación de que un pájaro del saliente de los huevos estaba atrapado entre sus costillas. Levantó lentamente la cabeza y se estiró para aferrar el sedal. Lo apretó, miró hacia arriba y comprobó que se había arrancado dos uñas de la mano derecha y una de la izquierda. Tenía despellejado el antebrazo derecho y de sus dedos colgaban jirones de piel.
El acantilado era escarpado, liso, con pocos asideros, y en las proximidades no había más saliente que el de los huevos, situado cinco o seis palmos por encima de su cabeza. Las urias retornaron al saliente en silencio, por lo que Kiin sólo oyó el viento, el mar y el crujido de la cuerda de fibra de kelp al rozar la piedra.
«Escala —dijo la voz espiritual de Kiin—. Si permaneces quieta el borde del acantilado raerá el sedal».
Kiin contempló las olas del mar del Norte, que rompían contra el acantilado en medio de una lluvia de espuma blanca, y tuvo la sensación de que el aire que respiraba se acumulaba en su pecho. Giró la cabeza hacia arriba y mantuvo la mirada en el saliente de los huevos con la misma firmeza que si lo agarrara con las manos.
«Trepa, trepa», la animó la voz de su espíritu.
Kiin aferró el sedal de kelp y lo tensó. La delgada cuerda parecía el filo de un cuchillo que se clavaba en su piel. Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero levantó la mano izquierda y la colocó un poco por encima de la derecha.
«Puedo hacerlo», se dijo a sí misma y a los espíritus del viento que la arrojaban contra las rocas. Subió lentamente por el acantilado poniendo la mano derecha por encima de la izquierda y vuelta a empezar. Por último apoyó los pies, tensó las piernas haciendo palanca en la roca y caminó por el acantilado, agarrándose con los dedos a pequeñas grietas y salientes.
Las gotas de sudor rodaban por su entrepierna y sus axilas y su corazón parecía un tambor que resonaba en el hueco de su pecho. Las manos le ardían y tuvo que apretar los labios para impedir que el dolor encontrase una voz con la que expresarse. Volvió a levantar la mano derecha, pero en esta ocasión sus dedos no respondieron y le resultó imposible asirse. Permaneció inmóvil, colgada de la ladera del acantilado. Alzó la mirada hacia el saliente, con la esperanza de que estuviese cerca; aunque el tramo de sedal que colgaba demostraba la distancia recorrida, el saliente de los huevos parecía tan lejano como cuando inició el ascenso.
«Está cada vez más cerca —susurró el espíritu de Kiin—. El dolor te hace pensar que está muy lejos. No mires hacia arriba ni hacia abajo, limítate a escalar, sigue trepando».
Puso una mano encima de la otra y subió poco a poco. El dolor de los hombros se combinó con el ardor de las manos. Volvió a poner una mano encima de la otra y ascendió. El viento marino arreció y la aplastó contra la pared rocosa. Se le acalambró la pierna derecha y no tuvo más remedio que hacer un alto.
Kiin pensó que no podía seguir escalando.
«¿Quién eres para darte por vencida cuando estás tan cerca del saliente de los huevos? ¿Por qué no levantas la cabeza y compruebas lo poco que te falta?», preguntó su espíritu.
Kiin miró hacia arriba y comprobó que el saliente estaba muy próximo. Si se estirara lo rozaría con las yemas de los dedos.
«Unos pasos, unos pocos pasos más —la animó su espíritu—. Cuando te encarames al saliente descansarás y luego no te resultará difícil llegar a lo alto del acantilado».
Kiin levantó la pierna derecha para dar otro paso, acomodó la mano izquierda y luego la otra. Volvió a sufrir un calambre en la pierna derecha, tan intenso que gimió de dolor. Levantó la pierna, la flexionó hasta pegarla al pecho e intentó estirarla, haciendo presión sobre los músculos contraídos. El calambre menguó y Kiin respiró hondo. Lentamente apoyó el peso del cuerpo en la pierna derecha, avanzó la izquierda, desplazó la mano derecha en el sedal de kelp y jadeó al notar otro calambre.
La pierna derecha resbaló en la roca y la izquierda, que aún no estaba afirmada, perdió el contacto con el acantilado. Kiin cayó y las manos soportaron la fuerza del peso del cuerpo.
Momentáneamente aguantó, pero la cuerda se deslizó entre sus dedos. La sangre perdida durante el ascenso había tornado resbaladizo el sedal de kelp, como si estuviera aceitado, pero Kiin logró frenar la caída. Miró la cuerda y por las manchas de sangre supo cuánto había descendido.
—¡Estaba a punto de llegar! —gritó y el viento se llevó sus palabras y las estrelló contra el acantilado.
«Escala, vuelve a trepar», aconsejó su espíritu.
—¡No puedo! —respondió Kiin de viva voz, y no luchó por reprimir las lágrimas que afloraron a sus ojos.
«Si no te mueves morirás —advirtió su voz espiritual—. Incluso en este momento el viento balancea la cuerda. El filo de las piedras de la pared rocosa cortará el kelp y caerás al mar».
—¡Y moriré! —gritó Kiin y sus palabras resonaron a pesar del viento y del oleaje, pues rebotaron contra el acantilado gris—. No me importa.
«¿Eres capaz de decir que no te importa después de haber sobrevivido a las maldiciones y a la esclavitud? ¿Y qué me dices de tus seres queridos… de tu madre, Chagak, Kayugh, Samiq y Takha?».
Kiin apoyó la cabeza en el hueco del codo y gimió por el dolor que sentía en las manos mientras se aferraba al sedal de kelp.
«Aguza el oído. Escucha y dime qué oyes», pidió la voz de su espíritu.
Al principio Kiin sólo escuchó el viento, los cantos de las aves y las olas que rompían contra las piedras. Poco después, como un cántico que se elevaba por encima de los murmullos de la tierra, oyó a Shuku, que parecía llamarla con voz aguda.
—Shuku… —musitó.
«Sí, es Shuku», confirmó su espíritu.
Kiin se agarró con todas sus fuerzas al sedal de kelp, apoyó los pies en la pared del acantilado y volvió a ascender.
Cuando llegó al saliente de los huevos, Kiin apoyó los talones en la piedra, se quedó quieta y dio un descanso a los músculos de las piernas. La escalada había desgarrado la piel de los dedos de los pies y la sangre goteaba por las plantas y manchaba las plumas de los nidos de las urias.
«El sedal, el sedal —la azuzó su voz espiritual—. El sedal puede romperse. Sube, sube».
—Calla —dijo Kiin—. Déjame en paz, necesito descansar.
Kiin comenzó a trepar. El temor de que la cuerda se partiese y la arrojara al mar le dio fuerzas y subió hasta apoyar firmemente los pies en el saliente y descansar el torso en lo alto del acantilado.
Como no había soltado la cuerda, decidió estirarse y agarrarla por encima del trozo desgastado por el roce con el borde del acantilado. Permaneció largo rato inmóvil, hasta que los gritos de Shuku se abrieron paso en medio de su embotamiento. Trepó por el borde de la pared rocosa y se tendió sobre la hierba y las piedras. Respiró hondo, firmemente sujeta al sedal de kelp, como si sus manos sólo supieran asir y tironear.
Notó que los gritos de Shuku sonaban más fuertes y que el sonido del oleaje perdía intensidad.
—¡Shuku! —lo llamó Kiin—. ¡Shuku!
El gimoteo del crío cesó, pero enseguida volvió a chillar. Kiin se puso a gatas y se arrastró hacia su hijo.
El pequeño estaba rojo y tenía las manos y las mejillas sucias de tierra. En cuanto vio a su madre lloró con más energía y le tendió los brazos. Kiin lo sentó en su regazo, se tumbó de lado sobre la hierba y se levantó los jirones de la suk para amamantarlo. La joven no fue capaz de mirarse las manos. El dolor no era tan intenso como la tersura de la piel de Shuku junto a la suya.
Kiin suspiró, dirigió la mirada hacia el acantilado del mar del Norte y vio los moteados huevos de uria, alineados en el borde como si un niño gigante jugase una partida de conchas y guijarros. A pesar del dolor y del cansancio, súbitamente se echó a reír.
—¡Ay, Shuku! —exclamó Kiin—. Tenemos huevos, muchísimos huevos, los suficientes para alimentarnos hasta llegar a la playa de los mercaderes.