¿Sería tan terrible convivir con los Cazadores de Ballenas? ¿Le resultaría insoportable tener una esposa joven y hermosa? Waxtal se apoyó en la pared del espacio para dormir y suspiró. Por la mañana temprano Búho y Huevo con Manchas habían abandonado el ulaq. Sus voces estentóreas lo habían despertado y se había ocultado bajo la ropa del lecho, con cuchillos en ambas manos, a la espera de que fueran a buscarlo a él o a sus colmillos.
No se habían presentado. Ni siquiera los había oído pronunciar su nombre. Era lo más conveniente. Algún día les plantaría cara, pero sería mejor que lo hiciese cuando fuera jefe de una aldea, con todos los poderes del chamán y con jóvenes —tal vez sus propios hijos— que lo defendieran.
Sólo tenía que esperar. Esperar a que la mujer volviese al ulaq esperar la comida que le prepararía y luego esperar para hablar con Roca Dura y ver qué estaba dispuesto a darle a cambio de la vida de Samiq.
Kukutux se limitó a mirar mientras Búho y Huevo con Manchas celebraban la última sesión de trueque en la playa. Huevo con Manchas exhibió unas polainas de piel de caribú. Los laterales estaban adornados con flecos de pelo tieso teñidos de color rojo oscuro. Los aldeanos mostraron paquetes con agujas de huesos de pájaro, anzuelos articulados de mandíbula de ballena, cuchillos de obsidiana y redes para cazar aves. Huevo con Manchas deambuló entre los hombres, se decantó por uno de los ofrecimientos y entregó las polainas a Pájaro Picudo. A cambio, éste le dio dos anzuelos, una chigadax de piel de lengua de ballena adornada con trocitos de esófago de foca en las costuras de los hombros y en la pechera y la hoja de obsidiana de un dardo para cazar aves.
Kukutux meneó la cabeza y apartó la vista. Pájaro Picudo no necesitaba polainas de piel de caribú. Con la chigadax podía cazar ballenas, con el dardo atrapar aves y con los anzuelos pescar. ¿De qué le servirían las polainas? Bastaría que se las pusiera una vez y viajase en el ikyak o recorriera la playa para que se mojasen, se ablandaran y se rasgasen fácilmente al rozar las rocas. Si alguna de sus esposas no les quitaba la sal, se endurecerían y se agrietarían. Las polainas requerían muchos cuidados y no le servirían para obtener alimentos. Cualquier mujer se alegraría de ponérselas cuando subiera a las colinas a recolectar bayas. La hierba alta era aguzada. Nadie permitiría que una mujer se pusiese una prenda trocada por una chigadax de piel de lengua de ballena.
Kukutux se acuclilló en la orilla y dejó de interesarse por los trueques. Se alegraría cuando los dos comerciantes se fuesen. En cuanto partieran era probable que los Cazadores de Ballenas volvieran a vivir como siempre: dedicados a la caza de ballenas, a la recolección de bayas y a la búsqueda de alimentos en las playas.
Estaba cansada. La víspera no había conciliado el sueño después de compartir el lecho con Huevo con Manchas. No pensaba más que en el ofrecimiento del viejo. ¿Había sido sincero, se lo había propuesto de corazón? ¿Quería que fuese su esposa mientras permaneciera en la isla de los Cazadores de Ballenas o para siempre? Cuando el anciano se marchara, ¿estaría dispuesta a irse con él? ¿Qué significaría visitar muchas aldeas y aprender las costumbres de los comerciantes? ¿Estaría dispuesta a que el anciano y ella arrostrasen los mares en un ik o un ikyak? El temor la dominó y pensó en las diversas maneras en que Búho y Huevo con Manchas podían hacer daño al viejo antes de marcharse.
Al final se durmió, pero tuvo muchos sueños y por la mañana, al despertar, tuvo la sensación de que vivía inmersa en las pesadillas. Salió, se dirigió al hogar, preparó caldo de pescado y lo espesó con bulbos de raíces amargas. Cogió la piel de cocinar del sitio donde colgaba, encima de las llamas, la trasladó al interior del ulaq, la sujetó a las vigas y sirvió un cuenco de caldo para el viejo. Se introdujo en su espacio para dormir y habló con voz muy baja por temor a que Búho o Huevo con Manchas la viesen. Al clarear el día la luz se coló por el orificio del techo del ulaq, los miedos de Kukutux desaparecieron y pensó en la noche de pesadillas y preocupaciones de la misma forma que las mujeres recuerdan los problemas de la infancia: con una sonrisa por haberse inquietado por tonterías.
Dio de comer a Búho y Huevo con Manchas, preparó alimentos y agua para la travesía y los trasladó al ik. Por fin los comerciantes abandonaron el ulaq y partieron sin cruzar una palabra con el anciano, sin dirigir una sola mirada a su espacio para dormir. Kukutux los siguió hasta la playa, donde ahora estaba, luchando contra el sueño que amenazaba con doblegar su resistencia.
Se incorporó, sacudió la cabeza, hizo un esfuerzo por abrir los ojos y se dijo que dormiría en cuanto Búho y Huevo con Manchas partieran.
De pronto las mujeres que la rodeaban se apartaron y cedieron el paso a Búho, que se aproximó.
—Quiero hacer un último trueque —dijo Búho con el extraño tono canturreante de los caribúes.
El comerciante se detuvo junto a Kukutux y la miró de arriba abajo. Le mostró un collar, muy distinto a los pequeños que ella había escogido la noche anterior, adornos que sin pesar había trocado por aceite y carne. Búho le ofreció un collar de piedras de color azul claro, separadas por minúsculos abalorios tan brillantes y amarillos que semejaban un trocito de sol redondeado, agujereado y colgado del tendón.
—No tengo nada para cambiártelo —dijo Kukutux y le mostró las manos vacías.
Búho le colgó el collar de los dedos y le acarició las manos.
—¿No quieres venir conmigo? —preguntó y la miró a los ojos tan intensamente que Kukutux desvió la cabeza—. No viajo siempre. Tengo un buen refugio y necesito una esposa.
El recuerdo de los placeres que las manos de Búho le habían dado inundó la mente de Kukutux, pero contempló la isla de los Cazadores de Ballenas, la pendiente de las colinas que se alzaban más allá de la playa, las montañas envueltas en nubes y las personas con las que había compartido su vida. Un gran dolor atenazante le cerró la garganta. No podía abandonar su hogar, no sabía nada acerca de ese hombre.
Kukutux pensó en Waxtal. Si se iba, tal vez el viejo no se mostrara dispuesto a compartir sus poderes con los Cazadores de Ballenas. Quizá se encolerizaría y no anularía la maldición que había estado a punto de destruir a su pueblo.
—No puedo —replicó Kukutux finalmente y apartó sus manos de las de Búho.
El comerciante levantó el collar, abrió el círculo de piedras azules, lo introdujo lentamente por el cuello de la mujer y con dedos suaves acarició la piel de nutria de la suk.
—Es tuyo —aseguró Búho quedamente y le volvió la espalda.
Cuando los comerciantes introdujeron el ik en el mar, Kukutux abandonó la playa, regresó al ulaq, se detuvo en lo alto y miró hasta que el oscuro perfil del bote de los comerciantes se fundió con el oleaje.