Kukutux recorrió con la mano las mullidas pieles que cubrían el espacio para dormir de Búho.
—Te daré el aceite y la carne aunque no quieras visitar mi lecho —dijo Búho—. Pero no puedo decir lo mismo en nombre de mi hermano.
—Cumpliré mi palabra —respondió Kukutux.
La mujer observó a Búho y enseguida apartó la mirada. La expresión del comerciante era intensa y Kukutux percibió su poderío, como si se hubiese estirado en el espacio para dormir para tocarla. Desató las cintas de sus delantales, pero el trocador meneó la cabeza y dijo:
—Túmbate boca abajo.
Kukutux lo miró inquisitiva. Búho acomodaba y estiraba la ropa del lecho como si fuese una mujer. Kukutux se tendió con los músculos tensos. Búho le apoyó los dedos en la espalda y trazó círculos a la altura de sus hombros. Kukutux se relajó.
—Trabajas mucho —comentó Búho.
Esas palabras la sorprendieron tanto que estuvo a punto de lanzar una carcajada.
—¿Y quién no trabaja mucho… sea hombre, mujer o niño?
—Kukutux, Waxtal no trabaja mucho —respondió Búho—. Será mejor que no lo olvides. Eres una mujer de corazón tierno. Recuerda que no todos merecen tu solidaridad. ¿No tienes muchos pesares?
—¿Qué sabes de mis pesares? —preguntó Kukutux.
Búho dejó de mover las manos.
—¿Crees que no me doy cuenta de que estás triste? De todas maneras, eres una mujer fuerte y cualquier hombre se consideraría afortunado de tenerte por esposa. —Kukutux se dio la vuelta para mirar a Búho a los ojos—. Ha pasado bastante tiempo. Si quieres, ya puedes visitar a mi hermano.
—No —replicó Kukutux—. Cumpliré mi promesa.
Búho respiró hondo y se inclinó para quitarle los delantales. Le temblaron las manos cuando la tocó. Le acarició el vientre, los senos, la piel suave del interior de los muslos. Le separó las piernas y la poseyó sin dejar de mimarla. Búho le apretó los hombros con las manos mientras se movía rítmicamente.
Kukutux no había estado con hombre alguno desde la muerte de su marido y una parte de su cuerpo deseaba fundirse en el abrazo de Búho y sentir placer mientras lo notaba moverse en su interior. Otra faceta de su ser, centrada en el pecho, pareció gemir de pena y sólo le permitió pensar en el cazador con el que había compartido tantas noches.
Su piel recordaba las caricias de Piedra Blanca, sus manos grandes y delicadas. Permaneció inmóvil y rechazó todo placer surgido de la necesidad. Aunque envolvió con los brazos y las piernas el cuerpo prieto de Búho, Kukutux se sintió rígida y fría, como si se mantuviese apartada y sólo viera lo que otra mujer hacía.
Búho se tensó, la estrechó en su pecho, se relajó y posó el peso del cuerpo sobre Kukutux, como si fuera una piel del lecho. El sudor de los cuerpos erizó la piel de Kukutux, que no se movió hasta que la respiración del comerciante se hizo más profunda y comprobó que estaba dormido. Lo apartó delicadamente, se secó los pechos y la entrepierna con una de las pieles y salió del espacio para dormir.
Estaba desnuda, pues había dejado el delantal cerca de la cortina. Metió la mano en el espacio para dormir, rescató el delantal y se lo anudó a la cintura. Nadie sabía qué espíritus acechaban desde lo alto del ulaq, espíritus dispuestos a introducir enfermedades o conflictos a través de los tres orificios que tenía entre las piernas. Se acercó a la lámpara de aceite que había dejado encendida y se calentó los dedos con la llama.
—Sólo falta uno —murmuró. Se dio el gusto de mirar hacia el escondrijo para alimentos y ver el aceite y la carne que Búho había dejado—. Sólo falta uno —repitió, cuadró los hombros y se dirigió al espacio para dormir de Huevo con Manchas.
Kukutux lamentó que Huevo con Manchas no la hubiese reclamado primero, porque ahora ya habría terminado con él y sólo le quedaría reunirse con Búho, que era el más apacible y delicado de los dos. Búho la había tratado bien y no sabía qué pasaría con Huevo con Manchas.
Se acercó a la cortina del espacio para dormir de Huevo con Manchas y estaba a punto de abrirla cuando en el otro lado del ulaq sonó una voz suave y susurrante:
—¿Por qué te reúnes con él?
Kukutux se volvió y vio a Waxtal sentado delante de su espacio para dormir.
—¿Tienes hambre? —preguntó y fue espontáneamente amable.
—¿Por qué te reúnes con él? —repitió Waxtal.
Kukutux soltó la cortina, se volvió, se acercó al viejo y se acuclilló a su lado.
Me ha dado aceite y carne, lo que me permitirá vivir varias lunas.
—¿No tienes marido? —inquirió el anciano.
—No.
—Necesito una esposa —declaró.
A Kukutux se le cortó la respiración y replicó:
—En esta isla hay varias mujeres que necesitan marido.
—¿No estás dispuesta a aceptarme como esposo? Soy buen cazador. —En un primer momento Kukutux negó con la cabeza, pero se quedó quieta cuando el viejo añadió—: Tengo poder para anular la maldición que pesa sobre esta isla. Si no me crees recuerda mis tallas. Acuérdate de los relatos sobre el viejo chamán Cazador de Focas cuyo poder contribuyó a derrotar a los Bajos. Él me enseñó a tallar. Es quien me bendijo con estos poderes. Pregúntale a Roca Dura. Yo estaba junto al anciano chamán cuando murió y recibí sus bendiciones.
Kukutux permaneció callada largo rato. Finalmente respondió:
—Ya hablaremos mañana. Ahora debo reunirme con Huevo con Manchas.
Se dirigió al espacio para dormir del comerciante y no se permitió volverse para mirar al viejo. Abrió la cortina y suspiró cuando Huevo con Manchas la sujetó, le quitó el delantal y le acarició rápida y bruscamente el interior de los muslos. Kukutux se sumió en sus pensamientos, en lo bueno y en lo malo de ser esposa de un comerciante. Una vez satisfecho, Huevo con Manchas se tumbó sobre ella, con la boca abierta y babeante mientras dormitaba.