Primeros Hombres
Bahía de Herendeen, península de Alaska
Samiq retiró el ikyak del anaquel.
—No deberías salir solo.
Samiq se volvió y vio que el que había hablado era su padre, Kayugh.
—No tengo intenciones de cazar. —Kayugh estiró el brazo y tocó uno de los arpones que Samiq había sujetado al ikyak—. ¿Acaso algún hombre sale sin arpones? Podría avistar una foca o una otaria. —Miró a su padre a los ojos—. Durante muchos años fuiste jefe de esta aldea. La gente acudía a ti para hablarte de sus problemas, de modo que supongo que comprendes mi necesidad de orar.
Kayugh se dio la vuelta, alzó la cabeza y señaló con el mentón las colinas que se alzaban tras los ulas de los Primeros Hombres.
—¿En las montañas no hay sitio para que un hombre se quede solo y hable con los espíritus?
Samiq acarició el ikyak y replicó:
—Esto es mejor para mí.
Kayugh asintió con la cabeza.
—Entiendo que hay momentos en los que el hombre debe estar solo, pero no deberías cazar en solitario. Será mejor que escojas un compañero de caza.
—Tienes razón, lo elegiré —replicó Samiq.
El joven transportó el ikyak hasta la orilla, montó en la embarcación y, con ayuda de las manos, se internó en el oleaje. Remó hacia la desembocadura de la bahía hasta que dejó de oír las voces de su pueblo y de ver el humo gris y delgado que emanaba de los ulas y el perfil de su padre, de pie en la orilla.
Llegada la primavera, Samiq necesitaba un compañero de caza. El verano anterior, después de la muerte de Amgigh, Samiq apenas había cobrado piezas. ¿De qué servía cazar con una mano que no podía lanzar el arpón? Pero había practicado lo suficiente para cazar de nuevo. Jamás volvería a ser lo que había sido, aunque obtendría carne. Además, podía pescar y rezar y de esta forma daría fuerzas a la aldea.
A medida que remaba analizaba quién podía ser su compañero de caza. Su padre y Grandes Dientes ya eran compañeros y Primera Nevada solía salir con ellos. Por lo tanto, quedaba Pequeño Cuchillo. A veces Kayugh se llevaba al muchacho y otras iba con Primera Nevada, pero lo mejor era salir siempre con el mismo compañero, con alguien que conocía tus fuerzas y también tus flaquezas.
«Deberías salir con Pequeño Cuchillo», se dijo Samiq y repentinamente se avergonzó de no haberlo llevado antes.
Samiq decidió que esa misma tarde, si el cielo no se encapotaba, saldrían juntos. Por lo general no era aconsejable que padre e hijo se convirtieran en compañeros de caza. Sus habilidades casi nunca se combinaban porque al principio el padre aventajaba al hijo y luego quedaba rezagado. Claro que en el caso de una aldea pequeña no había muchas opciones.
Samiq hundió el zagual en el agua. Era agradable notar el frío del mar a través del ikyak. Resultaba reconfortante percibir la resistencia de las olas en el zagual. Evocó un cántico que Kayugh le había enseñado y se puso a tararear. Gradualmente el canto se convirtió en un rezo y no elevó sus plegarias a las montañas o a las ballenas, sino al espíritu creador, al que en su fuero interno denominaba «misterio». ¿No era ese gran espíritu el que el otoño anterior había dirigido las ballenas hasta la bahía? Las ballenas proporcionaron el aceite y la carne que durante el invierno mantuvieron vivo y sano a su pueblo.
Samiq rezó y dio gracias por la existencia del cielo y la tierra, de la carne y el aceite. Oró para que naciesen niños que algún día se convertirían en cazadores. Rezó por cada hombre, mujer y crío de la aldea y también por Kiin y Shuku, que se encontraban en la playa de los Hombres de las Morsas. Finalmente imploró por sí mismo… pero sólo pidió sabiduría. Cuando terminó de rezar vio, como casi siempre, la grandeza de la tierra, lo fuerte y hermosa que es la creación. Comparativamente sus problemas eran tan nimios que llegó a la conclusión de que podía afrontarlos sin temores.
—Necesito un compañero de caza —dijo Samiq a Pequeño Cuchillo. El muchacho apartó la vista del trozo de madera que tallaba y permaneció muy quieto—. Sé que es difícil que un hijo se asocie con su padre, pero podemos ayudarnos mutuamente. Aunque mi mano es débil, mis conocimientos son sólidos y puedo enseñarte a cazar ballenas. Eres Cazador de Ballenas y debes saber lo que tu pueblo aprendió después de muchos años de seguir a las ballenas.
—Soy Cazador de Ballenas y también Primer Hombre. Me enorgullezco de pertenecer a ambas tribus —afirmó Pequeño Cuchillo—. Considero un gran honor convertirme en tu compañero de caza.
Era una respuesta digna de un hombre hecho y derecho. Samiq percibió el brillo en los ojos de Pequeño Cuchillo y se alegró de que no exteriorizara su entusiasmo con los brincos y los chillidos de los niños.
Como muestra de camaradería Samiq le dio un cuchillo de obsidiana, una de las hojas picadas por Amgigh. Salieron y bordearon la bahía en busca de otarias y focas moteadas. No avistaron animal alguno y el sol estaba a punto de ocultarse cuando Samiq señaló la playa del otro lado de la bahía.
Montaron el campamento, utilizaron pieles de foca y los ikyan como refugios y se calentaron con las llamas de las lámparas de cazadores. Comieron carne disecada y Samiq le contó anécdotas de los cazadores Primeros Hombres: Kayugh, Grandes Dientes y el padre de Kayugh, hombre al que Samiq sólo conocía a través de los relatos. Se explayó sobre sus éxitos y fracasos durante las cacerías y sobre lo que habían aprendido de los animales que cobraban.
Cuando terminó la narración, Samiq se quedó callado. Pequeño Cuchillo rompió el silencio y dijo:
—He oído hablar a las mujeres, que te consideran sabio. ¿Puedes responder a una pregunta?
Samiq sonrió.
—A menos que la oiga, no se si podré responder. Vamos, pregunta.
—¿Qué es lo máximo que un hijo puede hacer por su padre?
Samiq estuvo largo rato sin dar con la respuesta. Finalmente recordó sus plegarias y replicó:
—Hallar la sabiduría.
—¿La sabiduría?
—La sabiduría es madre de muchas cosas buenas: el respeto, el honor, el conocimiento, el afecto…
Pequeño Cuchillo miró hacia el suelo y asintió con la cabeza.
—¿Cómo encuentra un hijo la sabiduría?
—Ha de orar, estudiar la tierra y aprender las costumbres de los animales.
—¿Lo máximo que un padre puede hacer por sus hijos es darles sabiduría?
—El padre no puede darles sabiduría. Cada persona ha de buscarla por sí misma.
—Entonces, ¿qué es lo máximo que un padre puede hacer por sus hijos? —repitió Pequeño Cuchillo—. ¿Alimentarlos?
Samiq volvió a cavilar la respuesta y repuso:
—Erase una vez una aldea cuyo jefe era un gran cazador. Los habitantes no tenían nada que hacer, salvo preparar las piezas que cobraba. Engordaron gracias a la carne y el aceite que les proporcionaba. Al final el gran cazador envejeció y murió y ya no había quién cazase. Los habitantes murieron uno tras otro y la aldea se redujo hasta que dejó de existir. Lo máximo que un padre puede hacer por sus hijos es enseñarles lo que tienen que saber para cuidar de sí mismos. Lo mejor que un padre puede hacer por sus hijos es permitir que cobren fuerzas.
Pequeño Cuchillo no respondió y, en medio del silencio, Samiq buscó una vejiga con agua en su mochila de cazador. Le quitó el tapón de marfil, bebió y se la pasó al muchacho.
Pequeño Cuchillo aferró la vejiga con las manos, la inclinó y bebió un buen trago de agua.
—Nuestra aldea es muy pequeña, no contamos con suficientes cazadores —afirmó el muchacho.
Las palabras de Pequeño Cuchillo sorprendieron a Samiq. ¿Por qué el chico se preocupaba por esa cuestión? Pero Samiq se dijo que Pequeño Cuchillo ya no era un niño, sino un hombre, un cazador. Dio una respuesta sincera y no intentó adornar la realidad.
—Tienes razón, es demasiado pequeña.
—Si otra tribu nos atacara —dijo Pequeño Cuchillo—, como ocurrió cuando los Bajos agredieron a los Cazadores de Ballenas antes de que yo naciera, si sucediera…
—Lucharíamos por defender a nuestras mujeres y niños —añadió Samiq con voz baja.
—Pero moriríamos.
—Es posible, pero debes recordar que a veces la lucha más intensa no se libra con armas, sino con palabras.
—Las palabras no matan.
—A veces matan el espíritu.
—Mi abuelo Cazador de Ballenas decía que los espíritus no mueren.
—Si un hombre no se preocupa por nada, no se interesa por sí mismo, por los demás, por la tierra o por los animales, su espíritu está muerto —declaró Samiq.
—Tienes razón —admitió Pequeño Cuchillo—. ¿Estás aprendiendo a luchar con palabras?
Samiq hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—También debo ser capaz de combatir con el cuchillo.
Pequeño Cuchillo levantó la mano derecha.
—¿A pesar de que tienes mal la mano?
—Sí.
—¿No es suficiente luchar con palabras?
—Algunos hombres no son lo bastante fuertes para combatir con palabras. Dada su debilidad, emplean armas y tengo que estar en condiciones de utilizarlas.
Pequeño Cuchillo asintió con la cabeza y preguntó:
—¿Cómo aprenderás? —Desenfundó el cuchillo de la manga y lo sostuvo en alto—. Lo que te pregunto es cómo aprenderás a luchar con el cuchillo.
—Estuve pensando en la manera de conseguirlo —replicó Samiq y miró al joven a los ojos—. ¿Estás dispuesto a ayudarme?
Pequeño Cuchillo guardó el cuchillo y ahuecó las manos encima de la lámpara de cazador.
—Sí —respondió.
Permanecieron en silencio. Cuando el aire frío entumeció su cuerpo, Samiq se giró y sacó dos pieles del ikyak. Se envolvió con una y lanzó la otra a Pequeño Cuchillo.
—Duerme —aconsejó Samiq—. Mañana tenemos mucho que hacer.