Capítulo 45

Pueblo del Río

Río Kuskokwim, Alaska

Por la mañana Dyenen esperaba a Cuervo. El anciano se cubría con una magnífica chaqueta de piel de caribú, con adornos de piel de zorro blanco y gris en las mangas y la capucha. El pelo de alce teñido de rojo estaba cosido y formaba largas líneas erizadas en las hombreras de la chaqueta. Temeroso de que su mirada revelara un exceso de admiración por la chaqueta, Cuervo alzó la vista al cielo.

—Hoy hay sol —comentó y señaló con el báculo la espesa bruma asentada sobre el río.

Dyenen protestó y murmuró:

—Saghani, te dije que trajeras la piel de lince.

Cuervo cerró la boca para detener la sarta de palabras que se acumularon en su lengua. El viejo no le había pedido que llevase la piel de lince. Lo cierto es que era muy mayor. Nadie podía pretender que recordase todo lo que decía o dejaba de decir. Cuervo asintió con la cabeza y regresó al refugio que compartía con los hijos de Cazador del Hielo. Los dos jóvenes seguían con la ropa de dormir. Pájaro Cantarín estaba acurrucado junto a su esposa.

Cuervo pensó que la mujer era perezosa porque, en lugar de preparar la comida, prefería quedarse en el lecho de su marido. Zorro Blanco dormía en el otro extremo del refugio, con los brazos y las piernas extendidos en el sitio que la muchacha Río había ocupado la noche anterior. Aunque la joven se había ido, indudablemente retornaría si Zorro Blanco la había tratado bien. Cuervo sonrió. Cualquier hombre entregaba fácilmente su cuerpo a una mujer, disfrutaba de una noche con ella y la olvidaba al cabo del día siguiente; pero la mujer parecía ligada por la misma entrega y casi siempre regresaba.

Cuervo había escondido la bolsa de las medicinas bajo el bulto de las ropas del lecho. Introdujo la mano, la extrajo, se la colgó del hombro y volvió a reunirse con Dyenen.

El sol estaba lo bastante alto para iluminar los bordes escarchados de la hierba y los sauces ribereños; los gorjeos de los pájaros sonaban entre los refugios de la aldea.

—Es un buen día para aprender —dijo Cuervo a Dyenen.

El anciano le volvió la espalda y caminó hacia el río.

Marcó el camino con el extremo del báculo y cambió de rumbo para bordear la orilla, con la vista fija en el suelo. Cuervo adaptó sus pasos al lento avance de Dyenen y también miró el suelo, al tiempo que se preguntaba qué esperaba encontrar el viejo. Deambularon hasta que el sol derritió la escarcha del musgo que acolchaba la tierra entre los saucedales y las píceas oscuras y delgadas.

Dyenen apoyó las manos en los troncos de los árboles y tensó los dedos sobre los sauces amarillos y grises, ninguno de los cuales era más grueso que la muñeca de un hombre. Cuervo también apoyó las manos en los troncos fríos y resistentes: ondulantes sauces y píceas negras, escamosas y pegajosas a causa de la resina. Las ramas oscuras e irregulares de las píceas semejaban las lengüetas de los arpones de los Cazadores de Ballenas.

Dyenen carraspeó y Cuervo se dispuso a escucharlo, pero el anciano no hizo el menor comentario.

Cuervo notó que la impaciencia se acumulaba en su pecho y finalmente preguntó:

—Viejo, ¿no entonas cánticos? Los chamanes de los Hombres de las Morsas emplean cánticos y plegarias.

—¿Algún chamán comparte sus cánticos? —inquirió Dyenen sin dejar de caminar.

—No olvides lo que te di en trueque —espetó Cuervo, que avanzaba cabizbajo y con la vista fija en el suelo, deseoso de ver algo que valiese la pena.

—¿Hay alguien que comercie con las plegarias? —preguntó Dyenen—. Son dones de los espíritus, con los que honran al que se prepara mediante muchas horas de ayuno, súplicas, alabanzas y una mente dispuesta a ver la belleza de la tierra.

—¿Entonces lo único que das es una piel de lince? —dijo Cuervo y su tono fue más tajante de lo que pretendía.

Dyenen hizo un alto en el camino y volvió lentamente la cabeza para mirar a Cuervo.

—Te ofrezco lo que contiene la bolsa de las medicinas —repuso—. Cada hombre ha de buscar el poder por sí mismo. Si se lo merece lo recibirá. Esa bolsa alberga el poder de ayudar a tu pueblo, de que tu aldea crezca y de que sus habitantes vivan en paz. Es lo que deseas, ¿no?

—Es lo que deseo —confirmó Cuervo—. ¿Tengo que caminar eternamente para conseguirlo?

—¿Acaso eres un niño? ¿Te cansas más rápido que un anciano?

Cuervo apretó los dientes para no responder a los insultos de Dyenen. Miró los árboles y dirigió la vista más lejos, hacia el río, cuyas orillas en sombras estaban cubiertas de una delgada capa de escarcha y cuyas aguas aún arrastraban remolinos de cieno pardo provocado por el deshielo. Una nutria de río —cuyo cuerpo era, sobre todo, un oscuro manchón peludo— afloró a la superficie y volvió a desaparecer. Cuervo apretó el paso y adelantó a Dyenen.

Supuso que por su actitud el viejo se enteraría de quién era el hombre y quién el niño.

La respiración de Dyenen se tornó agitada. Cuervo sonrió y volvió a apretar el paso. Llegó a un sitio donde la orilla del río ascendía y formaba una loma. Las píceas y los sauces dieron paso a árboles de corteza frágil que bailoteaban en jirones a causa del viento. Cuervo se detuvo y se volvió. Dyenen ya no estaba a sus espaldas. Cuervo se acuclilló y esperó.

Entonó un canto de los cazadores Morsa, palabras que los hombres Río —comedores de pescado de músculos fofos— no conocían. Cuando terminó de cantar comprobó que Dyenen aún no había llegado. Contrariado, Cuervo desanduvo lo recorrido y se abrió paso por la arboleda hasta que vio que las huellas de Dyenen se alejaban del río.

Cuervo siguió las pisadas hasta dar con el viejo.

Dyenen estaba agachado, con la espalda apoyada en uno de los tres sauces que crecían muy juntos. Miró a Cuervo y dijo:

—Hace muchísimo tiempo había un cuervo muy veloz. Se burlaba del puerco espín, un animal lento, y cada día lo retaba con mofa a una carrera. Diariamente el puerco espín rechazaba la propuesta. Harto de las pullas del cuervo, en cierta ocasión el puerco espín accedió. Decidieron correr la carrera siguiendo el curso de determinado río. Aunque sabía que tendría que caminar toda la mañana, el puerco espín decidió que merecía la pena porque, una vez terminada la carrera, el cuervo lo dejaría en paz. Además, al final del río había una corteza muy sabrosa, la preferida del puerco espín. Cuando comenzó la carrera, el puerco espín empezó a caminar. El cuervo emprendió el vuelo, se alejó, trazó círculos y espirales en el cielo, voló de aquí para allá y se perdió de vista. En lugar de observar al cuervo, el puerco espín siguió avanzando y no se detuvo. Finalmente avistó el final del río, el punto donde se ensanchaba y formaba un lago. Agachó la cabeza como hacen los puerco espines y caminó hasta llegar a la meta. Miró a su alrededor y no vio al cuervo. No se preocupó. Trepó a un árbol y se dedicó a comer corteza. Al final divisó una diminuta mancha negra en el cielo. El punto se agrandó y el puerco espín se dio cuenta de que era el cuervo. El pájaro se posó y declaró que había terminado la carrera. El puerco espín rio desde lo alto del árbol y el cuervo supo que había sido derrotado. Emprendió el vuelo y nunca más molestó al puerco espín.

Dyenen miró a Cuervo y sonrió. Del paquete que colgaba de su cintura sacó dos trozos de carne seca y entregó uno al comerciante. Cuervo lo aceptó y preguntó:

—¿Acaso soy un niño al que se le cuentan historias?

El anciano desenfundó el cuchillo de la manga para cortar una delgada loncha del trozo de carne. La apoyó en la hoja del cuchillo, la apretó con el pulgar y se la llevó a la boca.

—Desde luego —replicó Dyenen y mascó la carne.