Capítulo 44

Cazadores de Ballenas

Isla de Yunaska, archipiélago de las Aleutianas

Kukutux oyó voces airadas a través de las paredes del ulaq. Corrió hasta el poste de la entrada y retrocedió cuando las vigas de barbas de ballena temblaron bajo el peso de los hombres que discutían. El viejo comerciante —Waxtal— fue el primero en entrar, seguido de Búho y Huevo con Manchas. Los dos jóvenes gritaban a Waxtal palabras en la lengua de los caribúes, por lo que Kukutux no se enteraba de lo que decían.

Huevo con Manchas portaba una lanza corta y roma. La levantó por encima de la cabeza y señaló a Waxtal con la punta aguzada. Éste dirigió la mirada al poste de la entrada, se dejó caer de rodillas y se protegió la cabeza con los brazos.

—¡No! —exclamó en la lengua de los Primeros Hombres y pasó a expresarse en la de los comerciantes.

Cuando terminó de hablar, bajó los brazos y miró a Huevo con Manchas, que volvió a amenazarlo con la lanza.

Kukutux los observaba con la espalda apoyada en la pared de tierra. El cuerpo del viejo presentaba manchas de barro y su expresión era tensa y macilenta. Kukutux recordó que Roca Dura había comentado que Waxtal poseía poderes espirituales.

«Pues sí, tiene el aspecto de quien ha ayunado», pensó Kukutux.

Waxtal avanzó furtivamente hacia el poste de la entrada, pero Huevo con Manchas le dio alcance con dos zancadas y volvió a amenazarlo. Kukutux se aplastó contra la pared. Apartó la mirada de los hombres y cuando oyó un débil grito de súplica fue incapaz de mantenerse al margen. Se impulsó con el talón y se apartó de la pared. Golpeó con el hombro el lado izquierdo del cuerpo de Huevo con Manchas, le dio un buen empujón y se interpuso entre Waxtal y el joven. Fue tan certera que Huevo con Manchas perdió el equilibrio y tuvo que soltar la lanza para apoyarse en el suelo con las yemas de los dedos.

Kukutux notó que Waxtal le aferraba los hombros con manos temblorosas.

Huevo con Manchas frunció el entrecejo, se irguió y lanzó una sarta de palabras duras y estentóreas.

—No te entiende —intervino Búho y se expresó lentamente en la lengua de los Primeros Hombres.

—¡Mujer, muévete! —gritó Huevo con Manchas.

—Es viejo —replicó Kukutux—. No puede luchar. Ni siquiera está armado.

—No te metas en lo que no entiendes —advirtió Huevo con Manchas, con tono más sereno pero igualmente severo. Avanzó unos pasos y empujó a Kukutux, que se mantuvo firme, dobló las rodillas e hizo palanca con los pies en el suelo, por lo que el comerciante sólo le movió los hombros—. ¡Déjanos! —ordenó Huevo con Manchas.

Kukutux lo miró a los ojos y pensó que había sobrevivido a cosas peores. La ira de un hombre no era nada en comparación con la pérdida del hijo y el marido.

—¡Sal de una buena vez! —insistió Huevo con Manchas.

—¿Para qué? —preguntó Kukutux—. ¿Para que lo mates? ¿A quién le tocará limpiar? No he venido a este ulaq para quitar la sangre de un hombre del suelo. No he venido para que sobre mí caiga la maldición de un difunto. Según Roca Dura este hombre tiene poderes espirituales. ¿Crees que un hombre asesinado aquí no apelará a los poderes de los espíritus para maldecir el ulaq y a cuantos alberga?

—Mujer, no lo entiendes —replicó Búho con tono afable—. El viejo debe morir por lo que ha hecho. No merece tu compasión.

—Roca Dura me dijo que el viejo se fue para ayunar y rezar. ¿Por eso queréis matarlo?

—Nos robó las provisiones, todo lo que teníamos. ¿No te diste cuenta cuando entraste en nuestro ulaq? Sólo nos dejó lo que habíamos guardado en los espacios para dormir. Se llevó todo lo demás.

—¿Dónde lo encontrasteis? —preguntó Kukutux.

—¿Por qué razón tendríamos que decírtelo? —espetó Huevo con Manchas—. No eres más que una mujer. ¿Qué entiendes de las costumbres de los hombres? ¿Qué derecho te asiste a hacernos preguntas?

—Me asiste el derecho de quien está a punto de sufrir la maldición de tu lanza.

Huevo con Manchas puso los ojos en blanco y, colérico, lanzó una parrafada en caribú hacia las vigas del ulaq. Finalmente replicó:

—Lo encontramos en una isla cercana, situada al este y al norte de aquí.

—La isla de la bella montaña —explicó Waxtal con voz baja.

—Es una isla a la que muchos van a orar —comentó Kukutux—. ¿Estaba rezando cuando lo encontrasteis?

—Estaba rezando —repuso Waxtal y Kukutux se volvió para mirarlo—. Estaba rezando —repitió el viejo—. Llevaba casi cuatro días de ayuno y los espíritus me concedieron una visión.

—Te llevaste nuestros objetos de trueque, cosas que no te pertenecían —lo acusó Huevo con Manchas.

—Hice exactamente lo mismo que os proponíais hacerme —dijo Waxtal.

Kukutux miró a Búho y a Huevo con Manchas. Aunque ambos estaban a punto de decir algo, apretaron los labios, giraron la cabeza y se dedicaron a contemplar la hierba que acolchaba las paredes del ulaq.

Kukutux lanzó un suspiro y se acercó al gancho en el que había colgado la cesta de almejas recogidas por la mañana. La descolgó y dijo a Búho:

—Tengo que preparar la comida. Si queréis matarlo, hacedlo afuera.

Cesta Moteada y Vieja Gansa habían hecho fuego en el foso humeante bordeado de piedras y todas las mujeres acercaron las cestas con almejas. Cuando las llamas se apagaron, Vieja Gansa retiró las cenizas de las piedras y las mujeres depositaron las cestas en el foso. Cesta Moteada cubrió las almejas con varias capas de algas húmedas y el mujerío se acuclilló y se dispuso a charlar y reír mientras los moluscos se cocían.

Kukutux sumó sus almejas a las de las otras y, aunque se quedó junto al fuego, no participó de la conversación. Pensaba en Waxtal y los comerciantes. No entendía que un ikyak con objetos de trueque pudiera desatar tantas iras y amenazas. ¿Qué importancia tenían los collares, las zarpas de oso y las polainas de piel de caribú? El aceite era lo que contaba. El aceite representaba alimento y calor, pero un collar no valía nada comparado con la vida de un hombre. ¿Acaso había que honrar las cosas más que a las personas? ¡Qué insensatez!

Una vez cocidas las almejas, Kukutux retiró la cesta con un palo ahorquillado y la trasladó, caliente y humeante, al ulaq. Búho y Huevo con Manchas estaban de pie junto al poste de entrada y hablaban quedamente. Kukutux pasó junto a los trocadores como si no existiesen.

El centro de la estancia principal estaba atiborrado de hatos de comerciante y estómagos con carne disecada y aceite. Junto a una de las paredes reposaban dos largos colmillos de morsa. Kukutux suspiró, se abrió paso en medio de las cosas y se dirigió al escondrijo para alimentos. Sacó cuencos y un pellejo con aceite. Vertió una pequeña cantidad de aceite en cada cuenco y ofreció uno a Búho y otro a Huevo con Manchas.

Arrojó una pila de almejas humeantes a los pies de los comerciantes.

—¿Dónde está Waxtal? —preguntó.

Huevo con Manchas se encogió de hombros y Búho señaló uno de los espacios para dormir. Kukutux advirtió que los hombres la seguían con la mirada mientras llevaba almejas y un cuenco con aceite al espacio para dormir.

—Te traigo alimentos —anunció. El anciano no respondió y un escalofrío recorrió las entrañas de la mujer—. ¿Lo has matado? —preguntó y miró por encima del hombro a Huevo con Manchas.

Huevo con Manchas lanzó una risotada y replicó:

—Si lo hubiera matado estaría afuera, convertido en alimento para aves.

—Kukutux, no padezcas —intervino Búho amablemente—. No lo matamos.

Kukutux abrió la cortina con el codo y vio que el viejo estaba sentado en el lecho, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el regazo.

—Te traigo comida —susurró Kukutux.

Waxtal abrió lentamente los ojos y explicó con parsimonia:

—No puedo probar bocado. Prometí a los espíritus que, a cambio de mi vida, ayunaría un día más.

Kukutux cerró la cortina. Cogió las almejas y el cuenco de aceite y se sentó en el otro extremo del ulaq, lo más lejos posible de Búho y Huevo con Manchas. Comió sin dejar de pensar en el anciano.