Dyenen se presentó muy temprano, incluso antes de que Zorro Blanco y Pájaro Cantarín extendieran las pieles de foca y de que las mujeres se congregaran en las fogatas del exterior del refugio.
Con las primeras luces, el chamán parecía más viejo y débil que la víspera. Daba la sensación de que su larga nariz había sido afilada por un picapedrero. Tenía los ojos hundidos en el rostro y los párpados gruesos y pesados como las cortinas que dividen los espacios para dormir. Era alto, aunque no tanto como Cuervo, y vestía una túnica larga y rígida de piel marrón, envejecida por el paso del tiempo.
Con gran descaro Cuervo estiró el brazo y acarició la piel. Su suavidad lo dejó boquiabierto.
—Es buey almizclero —precisó Dyenen.
Zorro Blanco repitió las palabras, aunque el animal se llamaba de la misma manera en ambas lenguas. No sonaba como una palabra de los Río o los Morsa, sino como algo que dicen otros, tal vez esos hombres peludos y con rabo que, según los narradores, habitan los confines del mundo.
Zorro Blanco se acercó a Cuervo y a Dyenen. El anciano se dirigió a Zorro Blanco y declaró:
—Dile al chamán que he venido a hacer trueques. Dile que tengo pieles, chaquetas de caribú, los mejores arpones para pescar y hasta algunas puntas de lanza de pedernal que pican los hombres que viven en los bajíos del río, más al sur.
Cuervo fingió escuchar la traducción de Zorro Blanco y señaló los hatos de mercancías que Pájaro Cantarín desplegaba.
—Ayer trocamos muchos objetos, pero aún nos quedan algunas cosas —explicó Cuervo—. Tenemos pellejos, aceite de foca y carne de morsa disecada. También podemos comerciar collares, plumas de aves marinas, conchas y obsidiana. Las cambiaremos por tus pieles y puntas de lanza.
Zorro Blanco repitió las palabras de Cuervo. Dyenen replicó con un gruñido y aguardó a que Pájaro Cantarín terminase de acomodar los objetos de trueque. El anciano dedicó largo rato a estudiar las mercancías. De cuando en cuando se volvía hacia Pájaro Cantarín y le hacía una pregunta, a la que el comerciante no tardaba en responder. En lugar de observar a Dyenen, Cuervo se acuclilló, extrajo un puñado de pescado disecado de la manga de la chaqueta y se lo comió.
Cuando terminó de ver los objetos, Dyenen se acercó a Cuervo y se agachó a su lado. Cuervo le dio un trozo de pescado y comieron en silencio. Al final Cuervo se incorporó. Dyenen se chupó los dedos y se levantó lentamente.
—Tus mujeres preparan buena carne —afirmó Cuervo y esperó a que Zorro Blanco tradujese.
Dyenen asintió con la cabeza.
—Sabe mejor si se calienta sobre la llama.
Cuervo pensó que el viejo tenía razón. Había visto que los Río ponían sobre el fuego el pescado disecado y esperaban a que la piel se arrugara y se frunciese. Lo había probado y le había gustado. Por lo visto, la llama extraía el aceite del pescado y ablandaba la carne. ¿Quién tenía tiempo de encender el fuego o aguardar a que las mujeres reavivaran las brasas del hogar? Los cazadores debían comer cuando tenían hambre. Al menos ésa era la costumbre de los Hombres de las Morsas.
—Un hombre suele ver objetos que pueden serle útiles —dijo Dyenen—. Quizá tenga algo que puede trocar por esos objetos.
Cuervo suspiró mientras el viejo se explayaba. Tal vez se había equivocado al simular que no entendía la lengua de los Río. El trueque sería largo y aburrido pues tendría que oír todo dos veces. Los habitantes del pueblo del Río se expresaban con muchos circunloquios. Sus largos discursos le recordaban al lobo que sigue la huella de un caribú: va de aquí para allá, retrocede, se aleja y, por último, traza un amplio círculo antes de lanzarse sobre la presa.
—¿Quiere o no hacer trueques? —preguntó Cuervo a su compañero e interrumpió la larga sucesión de palabras que brotaban de la boca del anciano.
—Claro que quiere —replicó Zorro Blanco y con la mirada advirtió a Cuervo que fuese cuidadoso, que respetara la amabilidad.
Cuervo reconoció para sus adentros que debía ser más atento. Lanzó un hondo suspiro y expulsó la impaciencia de su boca, la apartó de su lengua.
Finalmente Zorro Blanco y Dyenen propusieron trocar unos objetos por otros. El anciano apostilló:
—También tengo una piel de lobo.
Zorro Blanco desvió rápidamente la vista y Cuervo se dio cuenta de que no quería que el viejo lo mirara a los ojos. Hacía mucho que Zorro Blanco soñaba con una piel de lobo. Las mujeres Morsa daban un ojo de la cara por una piel de lobo con la que adornar los cuellos de las chaquetas. Zorro Blanco se encogió de hombros y murmuró:
—Tengo pellejos de foca peluda.
—Tres —dijo Dyenen y levantó tres dedos.
Zorro Blanco lanzó una carcajada.
—Una.
—Tres.
Zorro Blanco negó con la cabeza, se puso de pie y se alejó unos pasos.
—Dos —negoció Dyenen.
—Una piel y dos esteras de hierba trenzadas por las Cazadoras de Focas —ofreció Zorro Blanco y se volvió para observar al chamán.
Dyenen alzó la cabeza para mirar al cielo y emitió ruidosos chasquidos.
—De acuerdo, siempre y cuando pueda elegir el pellejo.
—Trae la piel de lobo y veremos —replicó Zorro Blanco.
Dyenen se puso en pie y le mostró la mano a Cuervo, con la palma hacia arriba. Cuervo asintió con la cabeza y contempló al viejo mientras se dirigía a su refugio.
—¿No le has mostrado las tallas? —preguntó Zorro Blanco a Cuervo.
—Ya se las enseñaré —respondió Cuervo—. Dyenen es un buen comerciante, pero tú lo superas.
Aunque no hizo caso del cumplido, cuando se acercó a los objetos de trueque Zorro Blanco caminó con los hombros bien rectos y la cabeza alta.
«Claro que sí, eres un buen comerciante —pensó Cuervo—. Pero yo soy todavía mejor. Por la noche conoceré los secretos del poder de este chamán, las razones por las que ocupa el sitio que ostenta entre los Río. Los tendré a cambio de una cesta con objetos de madera y marfil».
El cántico procedía del interior del refugio. Era la voz de Dyenen, pero también sonaba otra, aguda y muy parecida a la de las mujeres. Cuervo hizo un alto en el camino y aguzó el oído. Pensó que en el interior de la vivienda había dos, quizá tres personas. Esperó. Aunque el cielo estaba bastante oscuro, todavía quedaba luz suficiente para vislumbrar la aldea y el humo blanco sucio que se escapaba de los numerosos refugios, al menos tres veces diez. En cada vivienda moraban de diez a doce personas.
Cuervo nunca había visto una aldea tan grande ni con tantos alimentos, sobre todo en esa época del año, antes de que los pájaros pusieran los huevos de primavera. A pesar de que no había sido un invierno benigno, los escondrijos invernales —tarimas colocadas sobre postes que superaban la altura de un hombre— estaban llenos de carne, pescado, bayas secas y grasa. ¿Cómo hacía un hombre para que tantos aldeanos conviviesen en paz? ¿Qué poderes transmitía a los cazadores para que los alimentaran? ¿Era un convocador, un chamán capaz de atraer a los caribúes, los osos y los alces para que su pueblo siempre tuviese carne?
Cuervo había acudido solo, a pesar de que no le había sido fácil tomar la decisión. ¿Qué era más importante, tener la libertad de hablar con Dyenen de igual a igual y comerciar de chamán a chamán, tener la libertad de realizar los trueques sin que Zorro Blanco se enterase de lo que hacía o aprovechar la ventaja de escuchar sin que el viejo supiera que lo entendía? Hasta cierto punto, la decisión no estuvo en sus manos, ya que Zorro Blanco disfrutaba de una velada con la chica del pueblo del Río, la joven que había trocado. Era mejor no interrumpirlo. De nada le serviría que el resentimiento del comerciante se posase como una nube de tormenta sobre su sesión de trueque con Dyenen.
Cuervo volvió a oír voces y el canturreo agudo de una mujer. ¿En que lengua hablaba? No era la del pueblo del Río ni la de los caribúes. Percibió otra voz, una voz masculina, juvenil, de alguien fuerte —¿un cazador?—, que también se expresó en aquella lengua desconocida. Enseguida oyó la voz de Dyenen, la de un hombre que envejece pero que aún no se ha debilitado. Cuervo permaneció largo rato en el exterior del refugio. Cuando las voces dejaron de sonar, esperó a que el hombre y la mujer saliesen, pero no apareció nadie y comprobó que en el interior del refugio el silencio era absoluto.
Cuervo se dijo que los Río tenían costumbres parecidas a los Primeros Hombres, que a veces pasaban un día entero sin dirigirse la palabra. Era un hábito que lo crispaba. Apoyó la mano izquierda en la pared del refugio y levantó la derecha para arañar el faldón de piel de caribú de la entrada, muestra de cortesía entre los Río. Las voces volvieron a sonar y, con la mano todavía apoyada en la pared, Cuervo notó que el refugio temblaba como si el viejo chamán no se comunicase con personas, sino con la vivienda.
Cuervo se hartó de esperar y de hacerse preguntas. Arañó dos veces la piel de caribú y Dyenen lo invitó a entrar. Cuervo alzó el faldón de la puerta y reptó por el estrecho túnel de entrada. En el centro del refugio avistó la hoguera de leña y el humo que se elevaba caprichosamente hacia el orificio de salida. Los ojos le escocían por el humo y Cuervo parpadeó para aliviar la irritación. Esperó a que los ojos dejaran de arderle y se acuclilló junto a la fogata. De pronto se percató de que Dyenen y él estaban solos en el refugio. No había nadie más, nadie que respondiera a las voces que había oído.
—¿Estás solo? —preguntó Cuervo y no tuvo la amabilidad de saludar al anciano, elevar las manos u ofrecerle alimentos.
—¿Hablas la lengua de los Río? —preguntó el chamán.
—Un poco, pero no muy bien.
—La hablas mejor de lo que me diste a entender.
Cuervo sonrió.
—Llevo tres días en la aldea y aprendo rápido. —Se encogió de hombros y de pronto recordó que, en lugar de levantar los hombros, los Río extendían las manos y señalaban con los dedos hacia arriba—. Ignoro las costumbres de cortesía.
—Me he dado cuenta —comentó Dyenen.
—Zorro Blanco ha descubierto las… las delicias de tus mujeres —añadió Cuervo.
Dyenen no respondió y actuó como si no lo hubiera oído. Cuervo se tragó la sonrisa. Los hombres Río no hablaban de las mujeres, ni siquiera en broma, a pesar de que éstas con frecuencia parecían deseosas de meterse en el lecho de los comerciantes.
—Aquí había… he oído a un hombre y a una mujer —reconoció Cuervo.
El comerciante giró la cabeza para escrutar las sombras del refugio, para comprobar si sus ojos empañados por el humo no los habían visto o si la vivienda contaba con otra salida; pero allí no había nadie, ni siquiera otra puerta.
Dyenen volvió a ignorar las palabras de Cuervo y le ofreció un plato con pescado disecado y las hojas de la planta que los Hombres de las Morsas llamaban lengua de ganso. Cuervo cogió un poco de cada alimento y se lo llevó a la boca.
Permanecieron en silencio y contemplaron las llamas de la hoguera. Cuervo no dejaba de parpadear para defenderse del humo y finalmente admitió:
—He venido a hacer trueques.
Dyenen estuvo callado largo rato. Comió, se inclinó para añadir leña al fuego, volvió a masticar varios bocados y por último respondió:
—Ya he hecho mis trueques. Tengo lo que necesito.
Cuervo sacó de debajo del manto la cesta con las tallas de Kiin.
—No lo has visto todo. Tengo objetos para trocar de chamán a chamán.
Cuervo levantó la cabeza para cerciorarse de que Dyenen lo miraba; se puso de pie, se quitó el manto de plumas negras de los hombros y lo extendió en el suelo del refugio, entre el viejo y él. ¿Había algo mejor para destacar la blancura de los marfiles de Kiin, el amarillo y el gris de sus tallas de madera?
Cuervo volvió a acuclillarse, sujetó con las manos la cesta de hierba con tapa y la abrió lentamente. En primer lugar sacó la talla más grande: una morsa larga como la mano de un hombre. Kiin había tallado el cuerpo a partir de un diente de ballena y los largos y afilados colmillos eran curvas de marfil de morsa. Aunque no miró al chamán, Cuervo oyó el suspiro que lanzó: una queda exclamación. Junto a la morsa, Cuervo depositó tres aves marinas, la más pequeña de las cuales tenía el tamaño de la última articulación del meñique; estaban talladas con las alas extendidas, como si quisieran atrapar el viento. También colocó focas de marfil, algunas con brillantes ojos de obsidiana, y una nutria marina tumbada boca arriba, con un cachorro sobre el vientre. Había un hombre en un ikyak, un frailecillo prácticamente del mismo tamaño que la morsa, lemmings y un lobo —la más bella de las tallas—, animal que Kiin no había visto hasta que visitó la aldea de los Hombres de las Morsas. El lobo estaba sentado sobre las ancas y con la cabeza echada hacia atrás; Cuervo lo apoyó en el manto para que mirase hacia arriba, como si el orificio para el humo fuese la luna.
—Tengo la sensación de que lo oigo cantar —reconoció finalmente el anciano y con un dedo nudoso señaló el lobo.
Estuvieron callados largo rato y Dyenen contempló atentamente las tallas. Esta vez el silencio no perturbó a Cuervo porque era el de las alabanzas, casi mejor que las palabras. Por último Cuervo cogió el ave marina más pequeña, una gaviota con las alas desplegadas y la cabeza ladeada. Se la entregó al chamán sin pronunciar palabra. Las manos del anciano temblaron cuando tocó el ave. La estudió con atención, acarició la talla con las yemas de los dedos y la movió para que captara las diversas intensidades de la luz de la hoguera.
—¿Has hecho tú estas tallas? —quiso saber Dyenen.
—No.
—¿Por qué me las muestras?
—Para hacer trueques.
El anciano abrió desmesuradamente los ojos y se chupó las mejillas hasta que su cara pareció de hueso más que de carne.
—No puedo darte nada —añadió Dyenen—. No estás dispuesto a aceptar pellejos ni pescado seco.
—Es verdad, no estoy dispuesto.
Dyenen devolvió la talla a Cuervo.
—Tengo siete hijas —añadió el chamán—. Una es todavía una niña y hay otra que acaba de nacer. Las cinco restantes tienen marido. No tengo a nadie a quien ofrecerte en matrimonio.
—Tengo esposas.
—¿Qué es lo que quieres?
—Somos chamanes —replicó Cuervo. Eligió las palabras con sumo cuidado, las repasó mentalmente en la lengua de los Morsa y luego las convirtió en los chasquidos y los sonidos guturales de la lengua de los Río—. Poseo poder, y poder te ofrezco con estos objetos. —Abarcó con la mano las tallas de Kiin—. Es lo mismo que te pido en el trueque.
Lentamente el chamán Río alzó la cabeza y apartó la vista de las tallas.
—¿No notas su poder? —inquirió Cuervo y las señaló con las barbilla.
—Atraen firmemente la mirada —reconoció el chamán.
—Atraen el alma —precisó Cuervo.
El chamán se acomodó en medio de las pieles. Contempló las llamas, respiró hondo y ahuecó las manos en medio del humo de la hoguera, como si tuviera la capacidad purificadora del agua.
—El poder no es objeto de trueque, hay que ganárselo —afirmó Dyenen.
—¿No deseas más poder para… para ayudar a tu pueblo? —Cuervo tuvo que hacer esa pausa mientras buscaba las palabras que necesitaba para expresar lo que pretendía.
—No deseo lo que no puedo tener.
Cuervo cogió la talla de la morsa, acarició el marfil del diente de ballena y por enésima vez se preguntó cómo conseguía Kiin tanta suavidad con el filo del cuchillo.
—Tienes una aldea grande —declaró Cuervo—. Necesitas este poder. Tu pueblo lo necesita para seguir siendo fuerte.
—¿Has venido por mí más que por ti mismo? —inquirió Dyenen y sonrió irónicamente.
—¿Qué comerciante acude en defensa de otro, sea o no chamán? —preguntó Cuervo—. Vengo por mí mismo, por mi propio poder.
—Ah —murmuró Dyenen.
—Conozco tu poder —añadió Cuervo—. Tu poder está aquí, en esta aldea. —Cuervo abrió los brazos y los movió como si pudiese ver la aldea de los Río a través de las paredes de piel de caribú del refugio—. Hay muchos habitantes, comida para todos y estáis en paz.
—¿Por qué compartiría mi poder? —quiso saber Dyenen.
Cuervo puso la mano sobre las tallas como si las acercara al fuego y replicó:
—Si no lo sientes no lo necesitas.
—Si trocas las tallas conmigo, ¿qué será de tu poder? —preguntó Dyenen.
—Tengo mis propias tallas y no las trocaré.
—Si a ti no te hacen falta, ¿por qué razón las necesito yo?
Cuervo extendió las manos con los dedos hacia arriba y se obligó a sonreír, pero las palabras del jefe de los Río lo golpearon interiormente.
—Si no lo sientes no lo necesitas —repitió Cuervo y entregó al chamán la talla de la morsa.
Por el rabillo del ojo observó al anciano mientras sostenía la talla con las manos y, con los ojos cerrados, entonaba un lento cántico. A pesar de que la impaciencia lo consumía, Cuervo se obligó a esperar.
—Sí, haré el trueque —aceptó finalmente Dyenen.
Cuervo apretó los labios para impedir que la risa escapara de su boca.
—Poder por poder —precisó.
—Poder por poder —accedió Dyenen.
El anciano se puso en pie, avanzó un paso para equilibrarse y se acercó a una cortina de piel de caribú situada a un lado del refugio. La descorrió y buscó algo en el oscuro interior. Regresó junto a Cuervo con un pellejo que depositó respetuosamente a sus pies.
—Esto es por las tallas —afirmó.
Se trataba de la piel de un animal que Cuervo no conocía. Era grande, larga como el brazo de un hombre, y estaba entera, incluidas la cabeza, las patas y la corta cola negra. Como habían quitado el cráneo, la piel de la cabeza se plegaba a la altura del cuello al igual que el faldón de un refugio.
Cuervo se estiró para tocar el pellejo, detuvo la mano a poca distancia y, como Dyenen no puso reparos, la hundió en la piel suave y tupida. El animal tenía el color amarillento de la hierba seca y manchones negros en las orejas.
Dyenen se agachó y alzó la cabeza del animal. Cuervo se dio cuenta de que la piel del cuello no estaba cosida, por lo que todo el cuerpo de la bestia formaba una bolsa. Dyenen introdujo la mano y sacó paquetes de piel de caribú fruncida, anudados con tiras de colores.
—Preguntabas cómo hace el chamán para que tantas personas vivan en paz, con suficientes animales de caza y peces —dijo Dyenen—. Preguntabas cuál es mi poder. —Extendió los paquetes junto a las tallas—. Aquí tienes mi poder. Pensaba entregárselos a un hijo, pero mis esposas sólo me han dado hijas. Al llegar a la vejez todo hombre debe transmitir sus conocimientos antes de que los espíritus vengan a buscarlo. De lo contrario, lo que ha aprendido pierde valor. Es mejor compartir los conocimientos con quien honra los espíritus que con alguien que no comprende los poderes que superan los propios.
Cuervo observó los paquetes. Había dos veces diez, tres veces diez en total, y ninguno superaba el tamaño de su mano.
—¿Puedo abrirlos? —preguntó el comerciante y rozó con las yemas de los dedos los nudos del paquete que tenía al lado.
—Pierde poder el hombre que abre los paquetes sin conocer sus secretos —declaró Dyenen.
Aunque experimentó fugazmente el peso de la desilusión, Cuervo apartó las manos. No quería correr el riesgo de anular el poderío que estaba a punto de conquistar.
—¿Los trocarás por las tallas?
El anciano asintió con la cabeza y replicó:
—Por todas las tallas.
—Por todas las tallas —repitió Cuervo—. Debes revelarme los secretos ocultos en los paquetes.
—Por supuesto, pero has de hacer lo mismo por mí. —Dyenen señaló las tallas.
Cuervo levantó la cabeza y reflexionó. Por lo que recordaba, Kiin no daba un tratamiento especial a las tallas ni le había dicho que debía respetar determinados tabúes. Se acordó de que la muchacha se había enfurecido cuando Cola de Lemming introdujo una talla en agua y le advirtió que había que limpiarla con aceite. Cuervo añadió:
—Si el hombre honra sinceramente cada una de las tallas y cada tanto las frota con aceite… aceite de animal marino, nunca sebo de un animal terrestre… si actúa así las tallas siguen conservando sus poderes.
Dyenen asintió con la cabeza; dejó la morsa sobre el manto de plumas y cogió sucesivamente cada talla, la estudió, la giró entre los dedos y la acercó a la luz del fuego.
Cuervo esperó largo rato y observó al anciano mientras acariciaba las tallas. El sueño estuvo a punto de vencerlo y finalmente preguntó:
—¿Me dirás lo que necesito saber?
Dyenen lo miró sorprendido.
—Los paquetes albergan tanto poder que es imposible transmitirlo con pocas palabras —explicó—. Tendrás que estudiar conmigo muchos días… una luna y la mitad de la siguiente. —El viejo guardó los paquetes en la bolsa de piel y se la dio a Cuervo—. Llévatela y trátala con respeto. Este animal, el lince, tiene poderes. Es una bestia medicinal que guarda cosas buenas en el vientre. Llévatelo y no abras los paquetes hasta que te enseñe lo que tienes que saber.
Dyenen se incorporó, cogió las tallas de una en una y las colocó en las ataduras de la estructura de sauce del refugio. Se acercó al túnel de entrada y aguardó a que Cuervo recogiera el manto y saliese.
Una vez fuera, Cuervo dirigió la mirada al firmamento iluminado por una ancha banda de estrellas. Según los Hombres de las Morsas, los astros eran los fuegos de los difuntos. Se preguntó si los muertos Morsa conocían a los Primeros Hombres difuntos que, como le había explicado Kiin, danzaban en las luces. Se preguntó dónde estaría su propia luz cuando muriese. Abrazó la piel de lince.
Cuervo se dijo que no tenía sentido pensar en la muerte. Más le valía reflexionar en el poder al que no tardaría en acceder, en la aldea que un día tendría, una aldea tan grande y fuerte como la de los Río.