Capítulo 42

Cuervo recorrió de un extremo a otro los objetos de trueque que Zorro Blanco y Pájaro Cantarín habían desplegado. Como el cielo estaba despejado y parecía que no llovería, habían colocado sus mercancías en un saliente del terreno, a las afueras de la aldea. Cuervo abrió una de las bolsas de hierba y sacó una tira de carne disecada. El sabor y el olor fuertes y grasos impregnaron su boca y su nariz, pero no era tonto y sabía que la carne de morsa era difícil de digerir para los Río. Criaban incluso a los cazadores con la suave carne de los peces y la fina carne de caribú. Zorro Blanco se había opuesto a trasladar las bolsas de carne de foca que Cuervo insistió en que llevaran y aseguró que los Río no la probarían porque a la mayoría le desagradaba el sabor.

Cuervo había reído y explicado que les resultaría útil porque, si la quisieran como alimento, tendrían que trocarla bolsa a bolsa y cambiarla por una cantidad equivalente de carne de pescado o de caribú. Dadas las circunstancias, podrían venderla a piezas, como medicina para adquirir poder, como algo que se molía y se ingería con agua o se tomaba en pequeñas cantidades antes del ayuno para tener visiones.

Zorro Blanco había sonreído y Cuervo se había permitido lanzar una carcajada. La seguridad de entonces parecía haberlo abandonado y en ese momento se sentía igual que siempre antes de una sesión de trueque. Tensó el cuerpo para defenderse de las dudas que le retorcían el estómago y le golpeaban las sienes. Recordó que cada trueque comenzaba de la misma manera, con su mirada pendiente de fallos recién descubiertos, como si viera los objetos por primera vez: las pieles de foca podían ser más gruesas, las cestas tener un tejido más regular; los cuencos de madera eran demasiado gruesos o excesivamente finos; los bordes de la carne disecada mostraban el polvillo blanco del moho. Desvió la mirada y se convenció de que todo era bueno, superior a lo que ofrecían los Río, cuyo aliento, ropas y piel apestaban a pescado.

Vio que el primer grupo de hombres se aproximaba. De pronto el desasosiego se esfumó y volvió a ser Cuervo, el chamán capaz de adivinar los pensamientos de los demás por su mirada, de saber lo que sentían por la inclinación de los labios, de comprender sus necesidades por la tensión de los dedos.

Se puso en pie, los recibió con los brazos abiertos, sonrió y subió a un pequeño montículo que había descubierto antes de que los hijos de Cazador del Hielo desplegaran los objetos de trueque; el montículo era tan pequeño que nadie repararía en su existencia, pero le proporcionaría más altura. Por insensato que pareciera, Cuervo había descubierto que el hombre cuyos ojos están a mayor altura suele llevar la voz cantante durante los trueques.

La mayoría de los Río se presentaron con pescado disecado. Cuervo pensó que eran tontos, aunque se abstuvo de sonreír. No necesitaba pescado, ya que tenía alimentos suficientes para el viaje de regreso. Mientras estuviesen en la aldea comerían de lo que había en los escondrijos de Dyenen. No tendrían que preocuparse por conseguir alimentos.

El último hombre Río se acercó en compañía de una chica a la que sujetaba firmemente del antebrazo. Aunque joven, ya tenía curvas de mujer. Cuervo giró la cabeza, convencido de que su expresión pondría de manifiesto su desagrado. A menudo no valía nada la hija que un padre que necesitaba pieles o puntas de lanza trocaba por una noche de favores. Una vez en el lecho, la chica parecía una muerta o plantaba cara, pateaba y arañaba. Fuera como fuese, ese fugaz momento de placer no merecía tanto esfuerzo.

Cuervo se dijo que era una preocupación inútil. No había ido a esa aldea a comerciar los objetos ofrecidos a los Río. Ésa era la tarea de Zorro Blanco y Pájaro Cantarín. Él haría trueques con Dyenen, comerciaría con algo mucho más precioso que las cosas obtenidas por un cazador o realizadas por las manos de una mujer. Cuervo daría lo que fuera, salvo su vida, por lo que quería. Se trataba de algo que Dyenen no debía saber.

Mientras Dyenen no se presentara, Cuervo observaría y averiguaría qué preferían los Río. Zorro Blanco había abordado al padre y a la hija. El padre señaló una pila de obsidiana y cogió una pieza pequeña, del tamaño del pulgar. Empujó a la chica hacia Zorro Blanco y habló con él, pero el comerciante negó con la cabeza. El padre volvió a tomar la palabra y se acercó para mirar a Zorro Blanco a los ojos, pero éste retrocedió y volvió a menear la cabeza. Cuervo reprimió la sonrisa cuando el padre se llevó la mano al interior de la chaqueta de piel de caribú y sacó un manojo de zarpas de oso. Zorro Blanco levantó las manos y el padre, sin soltar el brazo de la chica, volvió a buscar algo en el interior de la chaqueta y sacó una bolsita de medicina, hecha con piel de pájaro carpintero.

Cuervo contuvo el aliento. Todos conocían los poderes del pájaro carpintero, pequeña ave que jamás sobrevolaba las playas de los Hombres de las Morsas. Zorro Blanco sonrió e inició el trueque. Se expresó en la lengua de los Río y habló lo bastante alto para que Cuervo lo oyese mientras regateaba más noches con la hija.

Finalmente llegaron a un acuerdo: tres noches a partir del día siguiente. La chica estaba cabizbaja y con los labios apretados. Padre e hija estaban a punto de irse cuando Zorro Blanco los llamó, retuvo a la joven poniéndole una mano en el hombro y, mientras ella permanecía con la cara vuelta, le pasó por la cabeza un collar de cuentas de concha. La muchacha lo miró y lanzó una exclamación de sorpresa.

El padre hizo un ademán de impaciencia, intentó coger el collar y miró con expresión recriminadora a Zorro Blanco. La chica aferró las cuentas con las manos. El hijo de Cazador del Hielo pronunció unas pocas palabras y padre e hija no tardaron en sonreír y reír abiertamente después. Cuervo también rio como muestra de admiración ante la habilidad de Zorro Blanco. A cambio de un collar de concha Zorro Blanco había conseguido tres noches de placer… y quizá mucho más. Tal vez obtendría más cosas a cambio tan sólo de unos elogios al atractivo rostro y al cuerpo juvenil de la muchacha.

Dyenen se acercó a la caída de la tarde, mientras Zorro Blanco y Pájaro Cantarín recogían los objetos de trueque. Cuervo pidió a sus compañeros que desplegasen las pieles para volver a mostrar las cosas, pero cuando Dyenen los vio les hizo señas de que no se molestasen.

Dijo en su lengua que volvería al día siguiente y Zorro Blanco tradujo para Cuervo:

—Dice que volverá mañana.

—¡Muy bien! —exclamó Cuervo y acarició la cesta con las tallas de Kiin, que ocultaba bajo su manto de pieles de ave.

Dyenen se acercó lentamente a Cuervo y permanecieron en silencio mientras Pájaro Cantarín y Zorro Blanco trabajaban. Una vez que guardaron las mercancías, Dyenen se alejó y los Hombres de las Morsas regresaron al refugio que los Río les habían asignado.

Tres mujeres Río aguardaban con la esposa de Pájaro Cantarín. Habían preparado la comida y los lechos. Dyenen no apareció y las mujeres les ofrecieron un cuenco tras otro de pescado, carne y raíces. Los comerciantes comieron hasta hartarse. La esposa de Pájaro Cantarín se apostó al lado de su marido y observó con severidad a las mujeres del Río. Éstas permanecieron de pie entre Zorro Blanco y Cuervo, entreabrieron los labios en una sonrisa y pasearon descaradamente la mirada de un hombre a otro.

—¿Elegimos? —preguntó Zorro Blanco.

—Pregúntales si pueden quedarse —sugirió Cuervo.

Zorro Blanco se lo consultó y las mujeres lanzaron una risilla y asintieron con la cabeza. Una miró a Cuervo a los ojos. Éste sonrió, recordó la lección que Zorro Blanco le había dado, se llevó la mano al interior de la chaqueta y sacó un collar de largas cuentas de huesos de ave. Cuando la mujer cogió el collar, Cuervo la sujetó de las muñecas y la arrojó sobre el montón de pieles de su lecho. Dio la espalda a las personas que había en el refugio, se quitó las polainas y rodó sobre el lecho hasta situar a la mujer bajo su cuerpo.