Pueblo del Río
Río Kuskokwim, Alaska
Cuervo aceptó el alimento que le ofrecían e hizo una señal de agradecimiento a la esposa de Dyenen: una vieja de espalda encorvada y con la vista reducida por la bruma blanca que cubre los ojos de los muy ancianos.
—Mis comerciantes te llaman Saghani —dijo Dyenen en la lengua de los Río.
Aunque el tono fue amable, Cuervo percibió la inquietud del viejo. Dyenen permanecía con la espalda rígida y con la mano derecha acariciaba el cuchillo de la manga.
¿Qué niño ignoraba los cuentos del pasado remoto, cuando los pueblos de los Morsa y de los Río eran el mismo? ¿Qué niño no había oído las historias del enfrentamiento, de la matanza que los separó, cuando una tribu siguió el curso de los ríos mientras la otra se asentó a orillas del mar del Norte? De todas formas, no había por qué aceptar que la ira de hombres muertos hacía mucho tiempo destruyese a los vivos. Cuervo simuló que no reparaba en el nerviosismo del anciano.
A pesar del enfrentamiento que los dividió, los Río y los Morsa siempre habían sido comerciantes y dejado de lado sus disputas para visitar las aldeas e intercambiar bienes. Aunque había realizado varios viajes de trueque a la aldea de los Río y comprendió la mayoría de las palabras que Dyenen pronunció, Cuervo se giró hacia Zorro Blanco y aguardó la traducción. Era conveniente que Dyenen no se enterase de que lo entendía.
¿Qué decían los narradores? Afirmaban que la sabiduría oculta es el poder de los hombres fuertes.
Zorro Blanco repitió las palabras de Dyenen. Cuervo asintió con la cabeza y lenta, muy lentamente, pronunció:
—Saghani s’uze’ dilaen.
Saghani significaba Cuervo. Evidentemente era su nombre, pero no estaba dispuesto a limitar su poder sólo a un nombre. Hacía mucho tiempo, durante la búsqueda de la visión, se había convertido en cuervo. Había emprendido el vuelo, mirado la tierra desde lo alto y visto la pequeñez de los hombres que se movían a sus pies. Después de semejante visión nadie volvía a ser el mismo.
El chamán rio, meneó la cabeza y miró a los demás cazadores Río reunidos en el refugio. Éstos también rieron y alzaron las manos con los dedos separados para mostrar que les agradaba que Cuervo intentase hablar su lengua.
La esposa del chamán se inclinó para poner más comida en los cuencos, volvió la cabeza, rio y arrojó una vaharada de aliento maloliente a la cara de Cuervo. Éste se obligó a sonreír. Con el propósito de apartarla, le entregó el cuenco lleno hasta la mitad y exclamó:
—¡Bueno!
Zorro Blanco repitió la palabra en la lengua de los Río:
—Ugheli.
—¡Ugheli! —gritó Cuervo y volvió a provocar las muestras de admiración de los cazadores Río.
El chamán entornó los ojos y Cuervo percibió el fugaz instante de duda, por lo que se estiró, palmeó el brazo de Zorro Blanco, señaló con la barbilla al cazador que hablaba y se inclinó para que su compañero le tradujese lo que decía. Esas palabras no tenían la menor importancia; simplemente se trataba de una pregunta acerca de cuál de los cazadores había proporcionado la carne que servía la esposa del chamán. Cuervo asintió con la cabeza y bajó la mirada mientras escuchaba a Zorro Blanco, como si esas palabras tuvieran trascendencia.
El anciano chamán desplazó la mirada hacia el hombre Río y, satisfecho, volvió a contemplar a Cuervo.
Cuervo se dijo que ya estaba bien; no volvería a pronunciar las palabras de los Río hasta que decidiera que Dyenen podía saber que hablaba su lengua. El viejo había aprovechado sus muchos años y la sabiduría guiaba su mirada. Cuervo se quitó del cuello un collar de dientes de lobo y se lo entregó al chamán.
—Dyenen, es una muestra de respeto a tu sabiduría —explicó Cuervo.
En lugar de esperar a que Zorro Blanco tradujese, se incorporó y se quitó una sarta de cuentas de concha. Se apartó del corro de hombres sentados en torno a las brasas de la hoguera del centro del refugio, caminó por detrás de ellos para no ofenderlos y se acercó a la esposa de Dyenen. La anciana estaba en el fondo del refugio de piel de caribú, cerca de la puerta, para poder salir rápidamente a la hoguera exterior en busca de comida. Cuervo le pasó el collar por la cabeza. La vieja no se sorprendió; se limitó a levantar la mano para acariciar las cuentas con un dedo nudoso. Cuervo escrutó el rostro de la anciana para tratar de averiguar qué posición ocupaba en la aldea. ¿Recababan sus consejos o los tomaban a la ligera? ¿Los cazadores la trataban con honor o con tolerancia? Las brumas de los ojos de la vieja le impidieron escrutar su alma, por lo que el regalo no sirvió más que para conseguir otro cuenco de carne.
Cuervo volvió a su sitio junto al chamán del pueblo del Río. Cogió el cuenco y comió mientras atendía a fragmentos de las conversaciones de los cazadores. Aunque entendía la lengua, los cazadores hablaban demasiado rápido para que comprendiese hasta la última palabra. Además, las delgadas paredes del refugio de piel de caribú permitían que las palabras escapasen y se mezclaran con el viento, pues se agitaban como hojas de sauce en medio de la tormenta. Como si le adivinara el pensamiento, de repente el viento arreció, presionó una pared del refugio e hizo que el humo de la hoguera, que escapaba por el agujero del techo, diera de lleno en los rostros de los cazadores.
Los hombres Río no se inmutaron, pero la mirada de Cuervo se cruzó con la de Zorro Blanco y la de Pájaro Cantarín. Los tres se ciñeron las chaquetas de piel de foca. Cuervo se preguntó por qué razón los Río moraban en refugios tan inclementes. Estaban formados por una doble piel de caribú tensada sobre una cúpula de ramas de sauce curvas y sujetos al suelo mediante palos aguzados y un círculo de piedras fluviales. Echó de menos las sólidas paredes de tierra de su vivienda y el humo dulce que producían las lámparas de aceite, mucho más aromático que el humo espeso e irritante de la madera que quemaban los Río.
Uno de los cazadores Río agitó las manos para apartar el humo de sus ojos, rio y dijo a gritos:
—Es viento de primavera. Qué suerte que podamos abandonar los oscuros refugios invernales, ¿no?
Los restantes cazadores rieron para manifestar su acuerdo. Cuervo estuvo a punto de sumarse, pero se acordó de que tenía que mirar a Zorro Blanco para que le tradujese. En cuanto Zorro Blanco terminó, Cuervo rio y pensó en alabar los refugios de primavera de los Río. Pensó en algo bueno, algo que le gustaba a pesar del humo y el frío: la claridad de las paredes de piel. Elevó la voz por encima de la vocinglería de los cazadores y preguntó:
—¿Qué cazador Morsa no aprecia la claridad de la tienda de primavera de los Río?
Zorro Blanco se le acercó y dijo en voz baja:
—Las tiendas pertenecen a las mujeres.
—Repíteles lo que he dicho —pidió Cuervo.
—Es un insulto —masculló Zorro Blanco—. Estás pidiéndome que les diga a los cazadores que son mujeres.
—Repíteles lo que he dicho —insistió.
—¿Pretendes que los insulte?
—No, dales una explicación. Transmíteles lo que quiero decir y lo que he dicho en su lugar.
Zorro Blanco habló con Dyenen y se expresó lenta y precisamente. A medida que hablaba, el rostro del chamán se ensombreció y de pronto se echó a reír. Asintió con la cabeza y lanzó una nueva carcajada cuando Zorro Blanco terminó de explicarse.
—Bien hecho —dijo Cuervo a Zorro Blanco.
Cuervo abrió desmesuradamente los ojos, se encogió de hombros y se dio el lujo de sonreír mientras Dyenen explicaba a los suyos lo que Cuervo había dicho. Los cazadores rieron y se carcajearon cuando Zorro Blanco añadió que los Hombres de las Morsas eran dueños de sus refugios.
Cuervo vigiló a Dyenen por el rabillo del ojo. No percibió recelo ni atisbos de inquietud en la expresión del anciano.
«¡Qué bien! —se dijo Cuervo—. Por fortuna cree que sus poderes lo sitúan fuera de mi alcance; que se ría y que me considere tonto. ¿Quién duda cuando se trata de comerciar con un tonto?».