Sonó antes del amanecer. Era una voz nueva, que Waxtal nunca había oído. Le pareció que, más que a través de sus oídos, brotaba de sus dedos y no la transportaba el viento, sino su sangre.
Al principio no entendió las palabras, que sonaron como una conversación lejana. Después se aclararon y se convirtieron en un cántico desconocido. Se refería al mar, la arena, el barro y los peces. Aludía a los cachorros de morsa, a los recién nacidos, al agua fría y al sol tibio que calentaba las rocas. Finalmente Waxtal se percató de que era el cántico de las morsas y emanaba del colmillo tallado.
El canto fluyó por sus brazos y se acumuló en su pecho. Pareció mecer su corazón con manos delicadas y elevarlo gozoso, por lo que abrió la boca y entonó literalmente las palabras que el colmillo pronunciaba.
—Para esto he venido —susurró Waxtal, interrumpiendo el cántico—. Es para lo que he venido, a pesar de la lluvia y del frío.
Se arropó con la suk y levantó los hombros para que el cuello de la chaqueta le tapase las orejas. Apoyó las palmas de las manos en el colmillo tallado y volvió a percibir la canción. Cerró los ojos y aguzó el oído. Acarició el colmillo y pensó en el poder que le proporcionaría, en los trueques que haría. Los hombres y las mujeres de todas las playas del mundo conocerían su nombre, lo honrarían y envidiarían su poderío.
En cuanto clarease se iría. No regresaría a la aldea de Roca Dura, sino a la isla de Tugix, al antiguo poblado. Comprobaría qué quedaba en pie. Tal vez el viejo Shuganan, muerto hacía muchos años, tuviese un mensaje para él. Al ver el colmillo tallado, era probable que el espíritu del anciano le traspasase otra parcela de poder. Waxtal recorrería otras aldeas hasta acumular poder suficiente para presentarse ante Cuervo. Se encontrarían y, de chamán a chamán, de comerciante a comerciante y en cuanto padre de la esposa de Cuervo, Waxtal le pediría ayuda para acabar con Samiq. Entonces todo le pertenecería.
Waxtal rio y prestó atención al canto del colmillo, que se difuminó tanto que no supo si lo que oía era canción o viento, por lo que se durmió.
Lo despertaron las palabras y al principio, atrapado en los sueños, Waxtal creyó que el colmillo volvía a hablarle. Abrió los ojos.
Búho y Huevo con Manchas estaban a su lado y ambos empuñaban el cuchillo con la mano derecha. Waxtal estuvo a punto de coger el cuchillo de la manga, pero los años le habían restado agilidad. Puede que en su juventud hubiese tenido posibilidades de vencer, pero en ese momento, contra dos contrincantes, le convenía luchar por otros medios.
Dirigió la mirada al mar. Estaba en calma y una espesa bruma cubría las aguas. Clavó los ojos en la zona más brillante del cielo, el sitio en el que el sol matinal pugna por asomar entre las olas. El brillo le dio fuerzas para entonar el cántico que le había enseñado el colmillo, el canto de las morsas que había brotado de la talla.
Vigiló por el rabillo del ojo a Búho y Huevo con Manchas. Los observó, aguardó a que los comerciantes depusieran lentamente las armas y prestaran atención y por último declaró:
—He tenido una visión.
Los trocadores permanecieron en silencio hasta que Huevo con Manchas dijo:
—Acompáñanos a la playa.
—Éste es un lugar sagrado —aseguró Waxtal—. No puedo irme sin pronunciar muchas plegarias.
—Pues reza —acotó con tono ronco y severo Huevo con Manchas—. Esperaremos junto a tu ikyak.
—Tengo muchas cosas aquí —explicó Waxtal, extendió las manos con las palmas hacia arriba y abarcó la lámpara de cazador y los colmillos.
Búho dejó escapar una desagradable exclamación y cogió el colmillo tallado. Huevo con Manchas se agachó, aferró el pellejo de foca peluda sobre el que estaba Waxtal y recogió el otro colmillo.
—No tardes —advirtió Búho.
Los comerciantes le volvieron la espalda y se alejaron a grandes zancadas.
Waxtal apretó los dedos y tocó el vacío, el sitio en el que antes habían estado los colmillos. Se incorporó, se acomodó la suk y volvió a acuclillarse. Intentó recordar un canto o una plegaria, una bendición por el carácter sagrado de la tierra, pero sólo pudo pensar en el frío que ascendía desde el suelo. De pronto recordó un canto de acción de gracias que los cazadores Primeros Hombres dirigían a los animales que cobraban. Aunque abrió la boca, en lugar de palabras de agradecimiento afloró un cántico de protección, que entonó con voz trémula. Mientras cantaba, su mente se pobló de imágenes y vio a Búho y Huevo con Manchas con sus colmillos, los vio apoderarse de su ikyak y abandonarlo en esa playa, sin alimentos ni aceite. Vio que trocaban sus colmillos y se los entregaban a alguien que le arrebataba su poder.
Waxtal puso fin a su canto, recogió apresuradamente la lámpara de cazador, dio alcance a Búho y Huevo con Manchas y los siguió hasta el ikyak.
Kukutux se irguió, retrocedió unos pasos y cuadró los hombros. Inclinó la cabeza para observar la cesta desde todos los ángulos, comprobar la lisura de las puntadas y estudiar la inclinación de los lados.
—Está muy bien hecha —dijo y se tapó la boca con los dedos—. Por suerte estás sola. No es bueno que alguien te oiga alabar tu trabajo.
Después de alimentarse con lo que había en el escondrijo permaneció despierta hasta tarde para acabar la cesta. Era bastante grande y en ese momento, a punto de cumplirse la segunda noche, prácticamente la había terminado. Aunque durante la jornada había comido dos veces, volvía a tener hambre. Sonrió al recordar que muchos días se había dado por satisfecha con probar unos pocos alimentos. ¿Qué pensarían Búho y Huevo con Manchas si, al regresar, encontraban vacío el escondrijo? Tenía que buscar alimentos; si no encontraba erizos, al menos recolectaría almejas y tallos de ugyuun.
Se puso la suk, apagó de un soplido todas las lámparas de aceite menos una y salió del ulaq. Regresó a su vivienda, que estaba a oscuras salvo por el pequeño cuadrado de luz que se colaba a través del orificio del techo. De todas maneras, conocía muy bien su ulaq y encontró el trozo grande de pizarra gris apoyado en la pared.
Kukutux revolvió el escondrijo para alimentos en busca de una cesta de recolección. Se la colgó del brazo, cogió la pala de pizarra para recoger almejas y salió del ulaq. Equilibró la pizarra en la coronilla, la sostuvo con la mano y caminó hasta los bajíos de las almejas. El día había nacido envuelto en bruma, pero se había calentado y era una delicia estar al aire libre. Era una jornada ideal para la recolección y la pesca. Varias mujeres se encontraban en los bajíos; estaban agachadas con los recogedores de esquisto y traspalaban arena en busca de almejas pequeñas y gordas. Vio a Muchos Niños y a Chillona. Muchos Niños se acercó a Kukutux y señaló la zona de la playa próxima a la línea de la marea alta.
—Cava allí —ordenó—. Hasta ahora nadie lo ha intentado.
Kukutux se limitó a sonreír y negó con la cabeza.
—Díselo a otra —replicó, pues sabía que quienquiera que cavase en esa zona no encontraría casi nada.
Se acercó a la orilla del mar, no hizo caso de las quejas de Muchos Niños y oyó que Chillona preguntaba:
—¿Qué sentido tiene que cave en la zona de la marea alta? No busca piedras, sino almejas.
Ese comentario acalló a Muchos Niños.
Como si los espíritus estuviesen de su parte, Kukutux recogió aquel día montones de almejas, mientras que las demás mujeres sólo encontraron unas pocas. La viuda prácticamente había llenado la cesta cuando oyó que Cesta Moteada gritaba:
—¡Comerciantes! ¡He visto el ik! Las palabras golpearon el pecho de Kukutux como si de rocas se tratara. Levantó la cabeza e hizo visera con las manos para protegerse del resplandor del sol. Cesta Moteada tenía razón: el ik de los comerciantes surcaba las aguas.
—También se acerca un ikyak —dijo Kukutux.
—¿Son los mismos comerciantes u otros? —inquirió Cesta Moteada.
—Son los mismos —respondió Kukutux.
—Será mejor que regreses al ulaq —opinó Muchos Niños—. Ahora eres la mujer de los comerciantes.
Kukutux ignoró las palabras de Muchos Niños y siguió cavando. Le resultaba molesto que la mujer le dijese lo que tenía que hacer.
—Tienes que irte —terció Chillona—. Se preguntarán dónde estás.
Sin mirar a las mujeres, Kukutux se encaminó a la orilla. Bajó la cesta de recolección para enjuagar las almejas, lavó el recogedor, escurrió el agua con la mano y acomodó la herramienta en su cabeza.
Mientras caminaba hacia la playa de la aldea, pequeños espíritus colaron preocupaciones en sus pensamientos. ¿Y si a los trocadores le desagradaban sus comidas? ¿Y si no tenía almejas suficientes para llenar sus estómagos? Se acordó de los espacios para dormir y de las necesidades que, al parecer, dominaban la vida de todos los hombres.
Kukutux se preguntó qué haría si uno de los comerciantes la quería en el lecho. Aguardó como si el viento pudiera responder, como si los inquietantes espíritus portasen sabiduría además de preocupaciones. Como no obtuvo respuesta, declaró con voz firme:
—Abrigaré la esperanza de que me den un hijo.