Primeros Hombres
Bahía de Herendeen, península de Alaska
Con una voz estentórea que resonó en el pequeño ulaq, Huevo con Manchas preguntó:
—¿Esto es lo que nos traes?
Kukutux levantó la cabeza y miró con descaro a los dos comerciantes. Eran jóvenes y, por lo que le había contado Muchos Niños, formaban parte del pueblo de los caribúes. Huevo con Manchas era alto y de hombros anchos. Aunque los narradores siempre se referían a la notable estatura de los hombres caribúes, no era el caso de Búho. De todas maneras, parecía una persona delicada, de las que escuchan antes de hablar y ven más allá de las palabras. Kukutux pensó que Búho era el que le caía mejor, aunque no podía estar segura de que fuese así. Los pómulos de ambos comerciantes formaban una especie de saliente y Búho tenía tatuajes en las mejillas, como las líneas que los chicos Cazadores de Ballenas dibujan en sus mentones cuando alcanzan la edad de empezar a cazar.
Los ojos de los comerciantes eran redondos, y el pecho, grueso y sólido, típico de los hombres que dedican mucho tiempo a remar y que necesitan mantener el viento cerca del corazón para protegerse del mar.
—Es fuerte y trabajadora —declaró Roca Dura y señaló a Kukutux con la barbilla.
Búho inclinó la cabeza sobre la labor. Utilizaba una lezna y un trozo de tendón rígido para unir dos trozos de cuero de otaria y hacer un paquete de almacenamiento. Huevo con Manchas se puso de pie, caminó alrededor de Kukutux y se estiró para pasar las manos por la espalda de la suk de nutria y cogerle las puntas de la corta cabellera.
—Te has cortado el pelo —dijo.
—Estoy de duelo —replicó Kukutux.
Aunque la mujer se apartó, Huevo con Manchas se inclinó, le sujetó los brazos y añadió:
—Quítate la suk.
El tono del comerciante enfureció a Kukutux. Estuvo a punto de replicar con descortesía, pero miró a Roca Dura, que sin emitir sonido alguno formó con los labios la palabra aceite. Kukutux apretó los dientes y se tragó la respuesta. Se quitó la suk y se detuvo ante los comerciantes, cubierta por los delantales y los collares que su marido le había regalado antes de que se convirtiese en su esposa.
Huevo con Manchas volvió a trazar un círculo a su alrededor y asintió con la cabeza. Le miró el brazo izquierdo, se detuvo, la cogió delicadamente de la muñeca y separó la extremidad del cuerpo. Estudió el codo con atención y pasó el dedo por las tres cicatrices irregulares que iban del brazo al antebrazo.
—¿Te lo hiciste cuando las montañas…? —Kukutux asintió con la cabeza—. ¿Te duele?
Kukutux estuvo a punto de sonreír y espetó:
—Y a ti, ¿qué te importa? No puedes sentir mi dolor.
Búho lanzó una risilla despectiva y la expresión de Huevo con Manchas se ensombreció.
—Utiliza el brazo —explicó velozmente Roca Dura—. Pesca, rema y cose como cualquier mujer.
—¿Y en la cama? —quiso saber Huevo con Manchas.
—Yo decidiré si me meto en tu cama —puntualizó Kukutux—. He accedido a cocinar, coser, pescar, buscar huevos y recoger almejas, pero no prometo nada más.
—¿Esto es lo que nos traes? —repitió Huevo con Manchas.
Kukutux se puso la suk por la cabeza, lo que le permitió ocultar la cara cuando el comerciante la insultó. Bajó la chaqueta y la acomodó sobre los pechos y el vientre. Clavó la mirada en el rostro de Huevo con Manchas y lo rodeó de la misma forma que el comerciante había hecho con ella. Emitió un ligero chasquido, meneó la cabeza, deambuló por el ulaq y echó un vistazo a los espacios para dormir.
—Tal vez no necesitáis una mujer —comentó—. Sería mejor traer golondrinas de mar y gaviotas. A nadie le hace gracia limpiar este desorden.
Búho volvió a reír con mofa y Huevo con Manchas preguntó:
—¿Esperas que limpiemos nosotros? Somos comerciantes. Waxtal se encargaba del trabajo de las mujeres, pero se ha ido… —Huevo con Manchas se encogió de hombros.
«De modo que el viejo no está con ellos», pensó Kukutux. Muchos Niños le había contado que era uno de los Cazadores de Focas que plantaron cara a los Bajos. Claro que había ocurrido hacía muchísimo tiempo, antes de que Kukutux alcanzara la edad de saber y, por mucho que antaño hubiera sido un gran guerrero, ahora semejaba una raíz reseca, oscura y llena de arrugas. Daba la impresión de que sus ojos no albergaban sabiduría y, si no la tenía, ¿de dónde extraía fuerzas el viejo? Muchos Niños decía que tallaba, pero nadie había visto sus obras. Kukutux pensó que tal vez portaba la sabiduría en las manos. Quizá se había apresurado al juzgarlo por la mirada. Además, era una suerte que en el ulaq sólo hubiese dos comerciantes y no podía quejarse: menos trocadores significaban menos trabajo.
La viuda se dirigió al escondrijo para alimentos y descorrió las cortinas. Se sorprendió al ver que estaba casi vacío y se dijo que nadie sabía dónde guardaban sus provisiones los comerciantes. Retiró un recipiente de almacenamiento a medio llenar de pescado disecado. Sacó el cuchillo de mujer y picó el alimento. En el fondo del escondrijo encontró una cesta de tejido fino con bayas secas y otra de grasa solidificada. Utilizó los dedos como cuchara, cogió un puñado de bayas y partió un trozo de grasa. Mientras la cortaba en rodajas finas preguntó:
—¿Encomendáis a vuestro padre el trabajo de las mujeres?
Aunque no miró a Huevo con Manchas, Kukutux percibió su ira.
—Waxtal no es… no es… —masculló y se le trabó la lengua.
—Comprendo por qué se marchó —añadió Kukutux, reprimió la sonrisa y habló deprisa para que Huevo con Manchas no tuviese tiempo de decirle lo que ya sabía: que Waxtal no era su padre—. Nosotros, los Cazadores de Ballenas, tratamos con respeto a nuestros mayores —añadió y miró a Roca Dura, como si esperara que el jefe confirmase sus palabras. Guardó el cuchillo y volvió a meterse en el escondrijo—. No tenéis muchos alimentos —apostilló y se le quitaron las ganas de reír.
Se preguntó si los comerciantes estaban tan hambrientos como los Cazadores de Ballenas. Tal vez por eso se habían detenido en la isla. Quizá era la razón por la que se habían quedado.
—Waxtal no es nuestro padre —aseguró Huevo con Manchas—. Somos caribúes. Nadie sabe a qué aldea pertenece el viejo ni quiere saberlo.
Kukutux miró a Roca Dura, que tenía la boca abierta como si se dispusiera a hablar, pero permaneció en silencio.
Deshizo las bayas secas con los dedos y, con el filo del cuchillo, las mezcló con la grasa y el pescado. Buscó cuatro cuencos de madera, repartió el alimento, dio un cuenco a cada hombre y se quedó con el cuarto. Se acuclilló, se acercó el cuenco a los labios y se llevó la comida a la boca.
Cuando los hombres terminaron de comer, Búho ladeó la cabeza y señaló a Kukutux.
—La mujer está bien —comunicó a Roca Dura. Se dirigió a Kukutux y añadió—: Sabemos lo que hay en el ulaq y esperamos que lo cuides mientras no estemos. Come lo que necesites y pon aceite en las lámparas, pero todo lo demás tiene que estar aquí a nuestro regreso.
Aunque estuvo a punto de preguntarle a dónde iban, Kukutux se dio cuenta de que era el momento de mostrarse cortés y respetuosa con los otros. Por añadidura, el hombre no la había tratado mal. Asintió con la cabeza y finalmente preguntó:
—¿Cuándo regresaréis?
Búho se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? —repuso y pronunció las palabras de los Cazadores de Ballenas con el acento de los caribúes.
El ritmo fue tan distinto que a Kukutux le costó disimular la sonrisa.
—¿Os iréis pronto? —preguntó Roca Dura.
—Madero Largo y Vieja Gansa han reparado nuestro ik —explicó Búho.
—Si salimos enseguida tendremos más posibilidades de alcanzar a Waxtal —intervino Huevo con Manchas y se volvió hacia Kukutux. Levantó el cuenco y añadió—: Prepara más. Es muy sabroso.
Kukutux puso manos a la obra mientras los hombres recogían sus cosas. Antes de que se fueran les entregó una vejiga de foca con la mezcla de pescado, grasa y bayas. Huevo con Manchas y Roca Dura abandonaron el ulaq. Búho no tardó en seguirlos. Al llegar a lo alto del poste, se volvió para mirar a Kukutux y comentó:
—En mi espacio para dormir hay hierba para trenzar cestas recogida en las playas de los Morsa. Me han dicho que en esta isla hay poca hierba. Úsala si te apetece.
Búho salió del ulaq.
Kukutux esperó un rato. Como los hombres no regresaron, dio un repaso a los espacios para dormir, contó las pieles y las esteras, las apiló y se cercioró de que sabía qué poseían los comerciantes. Encontró la delgada y resistente hierba para trenzar, blanca y suave, la mejor para esos menesteres. Fue a su ulaq, recogió útiles de trenzar cestas y de costura, pieles del lecho, anzuelos y sedales y los acarreó a la morada de los comerciantes.
Guardó sus pertenencias en el único espacio para dormir disponible. Encontró un trozo generoso de carne de foca disecada en el escondrijo para alimentos. Se lo metió en la boca para ablandarlo y puso manos a la obra con la hierba para trenzar cestas y un cuenco de agua tibia.
Ya se ocuparía de los comerciantes cuando regresasen. De momento todo iba bien. ¿Podía desear algo más que alimentos, aceite, un ulaq tranquilo y un montón de hierba para trenzar?