Waxtal acarició el colmillo tallado que tenía en el regazo. Lo notó frío. Todo estaba frío: el viento, el suelo, la hierba. Aunque acercó las manos a la lámpara de cazador, cuando sus dedos rozaron la lengua de fuego no percibió calor.
Pensó que semejaba un espíritu. Anhelaba calor, pero no era capaz de disfrutarlo. Como si esa idea le hubiese dado una nueva perspectiva se preguntó: «¿Y si estoy muerto? ¿Es posible que el frío y el hambre me hayan arrancado la vida?».
Se puso a temblar. Una vez más acercó las manos a la lámpara de aceite, pero el calor no le llegó. Tal vez los mismos espíritus que el primer día del ayuno tallaron el colmillo le arrebataron la vida a cambio del trabajo. A Waxtal se le cerró la garganta y el corazón se le estremeció en el pecho.
Reflexionó y se dijo que los muertos no oyen los latidos del corazón, y súbitamente se percató de que no estaba atrapado en el mundo de los difuntos, sino inmerso en una visión.
«¿Por qué temo aquello por lo que he rezado? —se preguntó—. Los espíritus me han concedido lo que pedí».
Había planeado un ayuno de cuatro días con sus noches. El cuatro era el número sagrado de la tierra y de los vientos. Contaba con cuatro vejigas de agua, una para cada día. Vio que dos estaban vacías. Cogió la tercera y, mientras bebía, se preguntó: «¿Los espíritus beben?».
Sacó el cuchillo de tallar y lo sostuvo sobre el colmillo. ¿Existía momento más oportuno para tallar que durante una visión?
Cerró los ojos y dejó que sus pensamientos discurriesen libremente. Talló a medida que su mente se poblaba de diversas imágenes: un magnífico y amplio ik de comerciante, un manto de plumas de cormorán, un collar de zarpas de oso, una máscara de madera pintada de vivos colores, un gran ulaq con escondrijos para alimentos pletóricos de carne y aceite.
Roca Dura instó:
—Di lo que has venido a decir.
En lugar de mirar a Kukutux, el jefe utilizó el cuchillo de la manga para cortar un trozo de carne de foca disecada y desmigarlo en un cuenco lleno de aceite hasta la mitad.
Kukutux no podía apartar la vista de la carne. Se le retorció el estómago y se le hizo un nudo en la garganta, por lo que tuvo miedo de no poder hablar. Por la mañana había salido a buscar erizos, pero no tuvo suerte; oyó que los hombres comentaban que varias familias de nutrias vivían en los lechos de kelp cercanos a la orilla. La desesperación la asaltó. ¿Qué mujer tenía posibilidades de conseguir erizos si había tal abundancia de nutrias?
«Arrancaré raíces», se había dicho Kukutux, ignorando la voz interior que le advertía que moriría de hambre. Le darían muy buen sabor al pagro que sin duda pescaría por la tarde. Durante la marea baja recogería almejas.
No había pescado nada y sólo había recogido un puñado de almejas. Incluso le costó encontrar raíces, ya que la ceniza había agostado la mayoría de las plantas. No era de extrañar que los Cazadores de Focas se hubieran trasladado a otra playa. Los Cazadores de Ballenas habrían corrido mejor suerte si hubiesen hecho lo mismo.
Claro que los Cazadores de Focas capturaban esos animales prácticamente en cualquier parte y los de Ballenas no podían abandonar su isla y seguir atrapándolas. Esa isla era el sitio por el cual pasaban las ballenas cuando, en primavera y otoño, se desplazaban entre los mares del Norte y del Sur.
Roca Dura eructó y Kukutux tomó la palabra:
—He decidido hacer lo que me pides.
Roca Dura la miró, enarcó las cejas y palmeó el suelo, a su lado.
—Ven, siéntate y come.
Le entregó el cuenco con aceite y carne de foca. Kukutux acercó el borde del cuenco a sus labios y se llevó un trozo de carne a la boca. Le devolvió el cuenco y se limpió la barbilla.
—¿Quieres más? —ofreció Roca Dura. Kukutux volvió a coger el cuenco y aceptó otro bocado—. De manera que has decidido entenderte con los comerciantes…
—No —replicó Kukutux y se lamió la mano y el aceite que empapaba sus labios—. No me queda otra opción. Si no atiendo a los comerciantes moriré de hambre.
—Cuando hablamos, ¿no te diste cuenta de que era así?
Kukutux se encogió de hombros.
—Las nutrias se han comido casi todos los erizos. Las bayas y los bulbos aún no están a punto. No tengo ik en el que salir a pescar o ir a los acantilados de las aves.
—Te reunirás con los comerciantes. ¡Cuánto me alegro! —exclamó Roca Dura y se puso en pie—. Se lo diré.
Kukutux alzó la mano.
—Espera. —Roca Dura volvió a acuclillarse. El delantal trenzado rozó el suelo. Apoyó los codos en los muslos y miró a la mujer, que preguntó—: Si me reúno con los comerciantes, ¿cuánto aceite le darás a Chillona?
—¿Por qué razón Chillona recibiría aceite? —preguntó Roca Dura y rio.
—¿Me tomas por tonta? —insistió Kukutux—. ¿Crees que no conozco a la mujer que durante tres veranos fue la esposa de mi hermano? ¿Crees que Chillona es tan sensata como para impedirme averiguarlo? —Kukutux remedó la risa descortés de Roca Dura—. Los comerciantes te ofrecieron aceite a cambio de una mujer que se ocupara del ulaq y les calentara los lechos. Hablaste con Chillona y le ofreciste una parte de aceite si te ayudaba.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Roca Dura.
—Chillona es jactanciosa. No cuesta nada averiguar lo que hace. Siempre hay alguien dispuesto a contártelo.
—¿Quieres su parte?
—Sí —respondió Kukutux—. Quiero su parte: dos estómagos de aceite.
—¡Chillona miente! —aseguró Roca Dura—. Su parte es un estómago.
Kukutux se encogió de hombros y añadió:
—Bueno, un estómago.
—¿Quieres que te lo entregue ahora?
—No. Guárdalo. Empezaré a organizar el escondrijo de alimentos para el invierno. Aquí estará más seguro que en mi ulaq, pues mientras no esté cualquiera podría entrar y llevárselo.
—Recuerdo los tiempos en que los únicos ladrones eran las gaviotas que asaltaban los anaqueles de pescado —murmuró Roca Dura con ternura.
Kukutux lo miró y se preguntó si Roca Dura esperaba respuesta, pero el hombre tenía la mirada perdida. La viuda no dijo nada y aguardó a que el jefe se incorporase.
Yo también robaría… para dar de comer a mis hijos. Tal vez lo que estoy haciendo es por mis hijos, por los hijos que algún día tendré.
Roca Dura caminó hasta el poste de la salida como si no la hubiera oído. Kukutux lo siguió. Cuando llegó a lo alto, el jefe se detuvo y se volvió para mirarla.
—¿Quién te contó lo del aceite?
—La gente habla —respondió Kukutux y sonrió.