Capítulo 36

Kiin dejó que la luna llena guiara sus pasos y cruzó de noche la aldea de los Hombres de las Morsas. El espíritu le había aconsejado que caminase en la oscuridad, antes de la salida de la luna. A medida que avanzaba oía su voz interior, una voz firme que le hablaba como una madre regaña a su hijo: «¡Los cazadores te verán! ¡Los cazadores te descubrirán! Ya sabes que las noches de luna llena están atentos a la presencia de caribúes».

«¿Qué es peor, que un cazador Morsa me descubra y me devuelva a la aldea o caer en un pozo? Los Morsa saben por qué me marché. Les diré que perdí el ik en las rocas del campamento de salmones y que decidí volver andando a la aldea», replicó Kiin.

El espíritu guardó silencio y Kiin siguió su camino. Avanzó por un sendero que sus pies reconocieron, abierto por las mujeres que salían a recolectar bayas y raíces.

Casi había superado la aldea cuando el viento acarreó voces de mujeres, niños, abuelas y cazadores; sus canciones incluían palabras de duelo y de celebración, como si los sonidos de muchos días se hubieran mezclado y el viento los acercase. El frío la caló a pesar del abrigo de la suk. Rodeó con los brazos su cuerpo y el de Shuku y se agachó en medio de la hierba.

—Aquí no hay nadie —murmuró Kiin—. Sólo oyes el viento y los latidos de tu corazón.

Experimentó un escalofrío, como si alguien estuviese a su lado.

«Son los espíritus —anunció su voz interior—. Los Hombres de las Morsas están aquí desde tiempos inmemoriales. Han entregado muchos niños al viento, muchos ancianos a las Luces Danzarinas, hombres al mar y mujeres al parto. ¿Te resulta extraño que los espíritus moren en las colinas que dominan la aldea?».

Kiin se irguió y tuvo la sensación de que los espíritus que la rondaban parecían niños curiosos que esperaban a ver qué hacía. Se preguntó cuál sería su propósito. ¿Era mejor simular que no notaba nada, que las heladas manos espirituales que tocaban su rostro no eran más que el viento, que sus voces sólo eran los susurros del roce de las hierbas?

Kiin respiró hondo y reanudó la marcha. Miró la luna, muy alta en el este. La luz había retrocedido y se había convertido en una brillante bruma que rodeaba su faz. Los cazadores la llamaban luna de tormenta y mantenían los ikyan varados y firmemente sujetos a los anaqueles. Kiin abrazó a Shuku, al que transportaba en el portacríos. Tendría que buscar un refugio, un lugar en el que esperarían a que la lluvia y el viento amainasen.

«La tormenta llegará dentro de dos o tres días», musitó su espíritu.

«Tienes razón», confirmó Kiin y volvió a mirar la luna.

El viento trazaba giros en torno al rostro lunar y le apretaba los párpados con sus fríos dedos.

Kiin pensó que los espíritus eran circulares, como el claro de luna.

Cuando salió a recolectar bayas y a buscar raíces nunca había percibido su presencia, y se preguntó por qué la acompañaban esa noche.

«Quizá porque también trazan círculos ante la tormenta. Tal vez quieren proteger la aldea», replicó su espíritu.

«¿De qué quieren protegerla?», inquirió Kiin.

La voz espiritual no respondió y Kiin recordó que Cuervo había aludido muchas veces a la seguridad del emplazamiento de la aldea de los hombres Morsa. La bahía la protegía del oleaje y el viento. Kiin pensó en Aka y en Okmok, las montañas sagradas. ¿Acaso su cólera se había extendido y los dedos de las montañas habían llegado hasta la aldea de los Morsa?

Kiin apretó el paso, pero los espíritus no dejaban de acosarla. Les aseguró que no tenía miedo.

«Puede que no tengas miedo, pero recuerda que los espíritus ven lo que tú no percibes. Su mundo no es igual al tuyo», advirtió su voz espiritual.

A Kiin se le aceleró el pulso como si una voz repitiera: «Camina rápido, camina rápido, camina rápido, camina rápido».

Se obligó a hacer un alto y a escuchar. Tal vez uno de los espíritus necesitaba hablar con ella.

«Sigue adelante —le aconsejó su espíritu—. No puedes hacer nada. Es imposible torcer los caminos que ya se han elegido».

Kiin reanudó la caminata y al avanzar oró por los habitantes de la aldea de los Morsa, por cada hombre y cada mujer. Sus pasos fueron firmes, como si sus pies extrajeran fuerzas de las piedras, el suelo y la hierba. Mientras rezaba, Kiin entonaba sus canciones de celebración, de alegría por el calor del sol, las guijas grises de la playa, los trinos de los pájaros. Al canturrear Kiin notó que los espíritus se apartaban, como si sus palabras los devolviesen a su lugar en los alrededores de la aldea, como si sus palabras fueran exactamente lo que necesitaban.