Capítulo 35

Alaska continental

Kiin caminó dos días rumbo a la aldea de los Hombres de las Morsas. La cuerda con la que soportaba la carga de la cesta de almacenamiento le había despellejado la frente y el ardor le provocaba dolor de cabeza, pero cuando miró allende las tierras bajas se dio cuenta de que había cubierto más distancia de la que se había atrevido a esperar. Se detuvo, retiró la cuerda de la frente y las tiras de los hombros —que ceñían la cesta a su espalda— y depositó la carga en el suelo. Por la mañana, cuando echó a andar, no le había parecido tan pesada, pero por la tarde la espalda y los hombros le dolían como si hubiese acarreado una cesta con piedras.

Sacó a Shuku del portacríos y lo dejó en el suelo. El niño palpó con los pies la firmeza del terreno, batió palmas, dio dos pasitos y cayó de bruces. Levantó la cabeza, divisó la cesta, soltó gorgoritos y empezó a gatear.

—No, Shuku, deja la cesta —dijo Kiin; lo cogió en brazos y rio mientras el pequeño pataleaba.

La joven volvió a dejar al niño en el suelo, se acuclilló, se rodeó las rodillas con los brazos y cerró los ojos para tomarse un momento de reposo. Pensó en la playa de los mercaderes y dirigió sus pensamientos al cielo. Tal vez algún espíritu repararía en sus deseos y guiaría sus pasos. Gracias a las charlas de Cuervo con los diversos comerciantes que habían pasado por la aldea, Kiin sabía que desde el poblado de los Hombres de las Morsas podía caminar hasta la playa de los mercaderes sin necesidad de cruzar el mar en ik o en ikyak.

La sorprendía que el pueblo Morsa —incluidas mujeres como Cola de Lemming— conociesen la tierra mejor que los Primeros Hombres. ¿Qué le Había contado su madre cuando era pequeña? Ah, que todo estaba rodeado por el círculo del cielo; dentro de este círculo se encontraban el hielo, el mar y, por último, la tierra. Cualquier hombre podía embarcar en su ikyak y remar durante días, incluso meses, sin ver el hielo, pero si se alejaba lo suficiente siguiendo las señales de las estrellas y el sol, acababa por arribar a los confines del mundo, a las grandes paredes de hielo que servían de barrera entre la tierra y las Luces Danzarinas. La isla de los Primeros Hombres era una de las muchas que trazaban una larga línea de hielo a hielo y las montañas isleñas semejaban el espinazo gigantesco de un animal que dormía bajo el mar. Cola de Lemming reía cada vez que Kiin hacía comentarios de este tipo.

«¿Alguien ignora que tu isla no es más que un guijarro en el río, como una piedra que los hombres pisan para cruzar a la otra orilla? —había preguntado Cola de Lemming—. ¿Alguien ignora que la tierra llega más allá de lo que un hombre puede caminar a lo largo de su vida y que, según dicen los comerciantes, hay pueblos que viven al otro lado de las paredes de hielo?».

Tal vez Cola de Lemming tenía razón. Los Primeros Hombres sólo hacían trueques con los Morsa y con los Cazadores de Ballenas, mientras que los Hombres de las Morsas comerciaban con los Río, los caribúes y con un pueblo que, según había dicho Cola de Lemming, habitaba una tierra de maderas erguidas, un sitio en el que gigantescos troncos —como los que a veces la tormenta arrastraba hasta la playa— asomaban en el suelo cual enormes plantas de ugyuun.

Daba igual que los Primeros Hombres o los Morsa tuvieran razón. Conocedores de los pensamientos íntimos de cada comerciante y cada cazador, quizá los espíritus los dejaban entrever lo que cada uno deseaba atisbar. ¿Quién podía decir dónde terminaban los pensamientos y comenzaban la tierra o el mar? En el caso de que fuese cierto, era una suerte que Kiin estuviese convencida de que podía regresar a pie a su aldea. ¿Había algo más importante que convivir con los suyos? ¿Había algo más importante que la seguridad de sus hijos y que se criasen con Samiq como padre?

Kiin dejó de pensar y se acordó de Samiq, evocó el sonido de su voz y su risa. Lo vio con Takha en brazos, con su hijo fuerte y robusto. Le habría gustado que Samiq pudiese ver a Shuku y saber que estaba fuerte y sano. Hizo ademán de coger a Shuku, pero el portacríos estaba vacío y le colgaba a un lado del cuerpo. El corazón le dio un brinco en el pecho y se dio cuenta de que había permitido que los espíritus la trasladasen al mundo de los sueños.

—Shuku —susurró, abrió los ojos y se incorporó rápidamente. Escrutó las hierbas altas que convertían la ladera de la colina en un ondulante mar verde. El niño no estaba allí ni en ninguna parte—. ¡Shuku! —gritó.

Aunque aguzó el oído, el viento arreció y sólo percibió su voz y el suspiro y el balanceo del mar de hierba.

Lo buscó hasta que el sol se convirtió en un semicírculo en el horizonte y lo llamó hasta quedarse sin voz, pero no lo encontró. El temor surgido como un pellizco en la garganta se extendió, dominó su pecho y tuvo la sensación de que, al respirar, una mano gigante le aplastaba las costillas.

Al principio corrió hacia la bahía. Sabía que, a paso vivo, cuando llegara a la orilla la noche estaría muy entrada, pero la idea de que Shuku se hubiese ahogado asaltó su mente. ¿Había alguna madre que no temiera a los espíritus del agua que atraían a los rorros y los conducían a los peñascos, donde las olas los arrastraban y los llevaban mar adentro? Durante su carrera no halló nada, ni siquiera huellas de manos y rodillas. Tampoco oyó el llanto del crío, ya que el ulular del viento lo tapaba todo.

Elevó la voz para apelar a los espíritus del viento, para protestar colérica por sus gritos, pero el viento no amainó y Kiin recordó que a menudo había dicho que le había entregado a Takha. Tal vez los espíritus se habían enfadado por sus mentiras y sus promesas incumplidas y se habían llevado a Shuku.

Siguió corriendo por la bahía, atravesó las hierbas altas, avanzó en medio del brezo de las bayas y se internó por un enmarañado grupo de sauces, pero no vio ni oyó nada. Se arrodilló, se tapó la cabeza con los brazos y entonó el lento gemido de un canto fúnebre.

En ese momento percibió una voz que durante la búsqueda había guardado silencio. Su espíritu dijo: «Kiin, levántate. Arriba, Kiin. ¿Es esto lo que has aprendido en los años de convivencia con tu padre, en medio de las palizas y los sufrimientos? ¿Sólo sabes darte por vencida, llorar y vivir sin esperanzas?».

Kiin levantó la cabeza.

—¡He perdido a mi hijo! —gritó de viva voz, súbitamente encolerizada con una voz espiritual que no la compadecía.

«Kiin —insistió severamente la voz espiritual, con el tono de la abuela que le enseña a la nieta—. Fuiste al encuentro de lo que más temías sin pensar en lo que hacías. ¿Qué distancia puede recorrer un niño, sobre todo un rorro que apenas camina? ¿Es posible que se haya alejado tanto? Regresa a la cesta de provisiones, vuelve al punto de partida y empieza de nuevo. Rodea la cesta y vuelve a girar a su alrededor. Traza un círculo cada vez más ancho. La hierba es tan alta que no verás a Shuku aunque se encuentre muy cerca».

«¡Tendría que oír su llanto!».

«¿Y si está dormido?».

«Hay pozos…».

«Es verdad. Si se cayó en un pozo ya estará muerto. ¿Y si no tropezó? ¿Lo dejarás abandonado mientras te lamentas? ¿Permitirás que los lobos se adelanten y lo encuentren? Es la luna del retorno de las aves. El sol permanece largo rato en el cielo y tendrás luz suficiente. Búscalo».

Kiin se pasó las manos por las mejillas, se irguió y atravesó las colinas hasta el sitio en el que había dejado la cesta de provisiones. Una vez allí, caminó trazando círculos cada vez más amplios. Gritó, caminó y rezó a las montañas y al viento para que le devolviesen a su hijo. Los círculos se extendieron y llegó a la cima de la colina. Hizo un alto, miró hacia las lejanas montañas y contempló la otra ladera.

El sol se acostaba en su lecho marino y, aunque la claridad disminuyó, la noche no era negra como las de invierno. Kiin siguió llamando a su hijo y sólo oyó el eco de su voz. El viento sopló a ráfagas, le heló la espalda y separó las hierbas como si sus espíritus fuesen hombres que caminaban. Kiin paseó la mirada, siguió con los ojos los senderos del viento y contuvo el aliento al ver que la hierba se inclinaba sobre un bulto oscuro, al pie de la colina.

—¡Shuku! ¡Shuku! —gritó con todas sus fuerzas.

Echó a correr y no reparó en los afilados bordes de las hierbas, que se enredaron en sus pies y le produjeron cortes entre los dedos.

Cayó de rodillas junto a su hijo. El niño tenía los ojos cerrados y la cara sucia. La sangre seca dibujaba en su mejilla una línea producida por el filo de la hierba. Kiin lo cogió y Shuku abrió los ojos, esbozó una lenta sonrisa, se estremeció y suspiró. Kiin lo apoyó en su pecho y el niño le rodeó el cuello con los brazos y se apartó para palmearle las mejillas. Kiin se irguió y regresó hasta donde había dejado la cesta de provisiones. Sacó varias pieles de foca, tumbó al pequeño, lo desnudó y comprobó que sus brazos y sus piernas estaban intactos, que no se había roto ningún hueso.

Poco después arropó a Shuku bajo la suk y le dio el pecho mientras destripaba un pescado que había atrapado el día anterior y se lo comía crudo.

Al cabo del tercer día, Kiin encontró un buen sitio en la ladera de una colina, un lugar resguardado del viento y oculto por la alta vegetación. Aplastó la hierba para que Shuku jugara mientras cosía botas de piel de foca, a fin de proteger sus pies de las afiladas briznas.

Sabía que si se dirigía al oeste y seguía la trayectoria del sol arribaría a la bahía de los Hombres de las Morsas. Al coronar cada colina, el día anterior había avistado la bahía refulgente como el hielo azul. Temerosa de que las mujeres se adentraran en esa zona en busca de raíces o de brezo, por la mañana había caminado hacia el este, internándose en las colinas, casi hasta llegar al pie de las montañas que protegían la aldea de los Hombres de las Morsas. Decidió dedicar la jornada siguiente a coser y a recolectar raíces. Sólo le quedaban dos trozos del pescado capturado en la bahía del campamento de salmones y no sabía cuánto tendría que caminar para alcanzar otra playa. En cuanto arribara al mar, recogería erizos y buccinos, pescaría pagros y buscaría almejas.

—No moriré de hambre —aseguró, dirigiéndose a cualquier espíritu que la viera—. Ya he sobrevivido sin la ayuda de un cazador.

No encendió una hoguera. El calor le habría sentado bien, pero no quería arriesgarse a que alguien divisase el humo blanco sobre el cielo gris. Cobijó a Shuku y cubrió a su hijo y a sí misma con pieles de foca y un pellejo de foca peluda.

Por la noche los lobos la despertaron, pero no se asustó porque el sonido de sus cantos y sus voces le llegaba de lejos. Durante su estancia en la aldea de los Morsa había oído muchas veces los cánticos de los lobos. Volvió a conciliar el sueño y cuando despertó el cielo estaba casi claro y el sol calentaba tanto que recordaba el verano.

Se puso a coser, se ciñó las botas a medida que trabajaba y utilizó restos de piel para confeccionar otras polainas para Shuku. En el refugio de Cuervo el niño solía estar con las piernas al aire y a menudo se paseaba desnudo, como la mayoría de los críos. Como en las colinas el viento arreciaba, necesitaba prendas de abrigo, sobre todo cuando no estaba protegido por la suk de su madre. El día anterior se había mojado las polainas y al cabo de la jornada tenía las piernas enrojecidas y agrietadas. Si contaba con dos juegos de polainas, Kiin secaría uno mientras el rorro llevaba puesto el otro. Cuando llegasen a un arroyo podría lavarlas y, si las ablandaba mascándolas y untándolas con aceite, no irritarían las piernas de su hijo.

Cuando el sol se ocultó, Kiin se puso las botas nuevas, guardó sus cosas en la cesta de almacenamiento y comenzó a caminar. Después del crepúsculo los Hombres de las Morsas se retiraban a sus refugios o iban a la playa, por lo que se reducía el peligro de que la viesen mientras atravesaba las colinas de lo alto de la aldea. Se cuidó de no descollar en las cumbres para que nadie percibiese sus movimientos y se le ocurriera acercarse con la esperanza de cazar algo.

El ritmo de los pasos de Kiin pareció serenar a Shuku, que durmió hasta el alba. Cuando el niño despertó, Kiin hizo un alto para descansar y mondó y comió parte de las raíces que había recogido el día anterior. Después de amamantar a Shuku, se agachó, lo cogió de las manos y lo hizo caminar, con la intención de cansarlo para que luego durmiese. A medida que transcurría el día, Kiin tuvo la sensación de que el pequeño no volvería a conciliar el sueño. Saltó sobre su cadera cuando lo puso en el portacríos y protestó a gritos cuando intentó acomodarlo bajo la suk para darle el pecho.

A mediodía Kiin se permitió comer parte de la carne disecada que llevaba, pero ni siquiera la carne de foca le dio fuerzas para seguir moviendo los pies y tuvo que detenerse. Se quitó la cesta de almacenamiento de la espalda y se acuclilló. Tuvo la sensación de que un espíritu molesto se entremetía en sus pensamientos. Los sueños se encajaron entre sus ojos y sus párpados, la atraparon como la voz de un narrador y la alejaron del mundo del viento y la hierba. En cierto momento mantuvo los ojos cerrados tanto rato que Shuku se alejó a gatas y Kiin tuvo que incorporarse para saber dónde estaba.

—¿Cuándo dormiré? —preguntó en voz alta, como si a su alrededor hubiera otras personas capaces de responder a la pregunta.

Oyó el suave murmullo de su voz espiritual: «Te has enfrentado a problemas mucho más graves».

Kiin recordó que tenía un sedal de kelp que había sacado del ik de Cola de Lemming. Cortó un trozo y anudó un extremo a su muñeca y el otro al tobillo de Shuku. El crío tironeó del sedal e hizo pucheros, pero Kiin le dio un trocito de carne de foca disecada y el niño se olvidó de que estaba sujeto.

Kiin volvió a acuclillarse, apoyó la cabeza en las rodillas y se quedó dormida.