Búho se desperezó y se rascó la barriga.
—Anoche no hizo mucho ruido, a pesar de que durante todo el invierno no estuvo con una mujer —comentó a Huevo con Manchas y señaló el espacio para dormir de Waxtal.
—Los dos son viejos —replicó Huevo con Manchas y lanzó una risilla como un resoplido, que escapó por su nariz—. Tal vez sólo quería dormir. Sea como fuere, no merece estar con una mujer después del trueque que cerró con Roca Dura. Cambió tres estómagos de foca con aceite por cuatro puntas de arpón rotas.
—Dos estómagos de aceite.
—Eso dice. Nos mintió acerca de la mujer. ¿Qué le impide mentirnos sobre el aceite?
—No debimos permitir que nos acompañara. Si lo hubiésemos rechazado no habríamos llegado a esta isla maldita. Estaríamos en una aldea de Cazadores de Focas, disfrutando de mujeres gordas y carne fresca. —Huevo con Manchas hundió el dedo en el aceite de la lámpara y lo chupó. Búho puso mala cara—. Está rancio. Se huele desde aquí.
Huevo con Manchas se encogió de hombros, se acercó al escondrijo para alimentos y abrió la cortina de hierba trenzada, apartándola bruscamente.
—Las Cazadoras de Ballenas no saben tejer.
—A nosotros nos da igual —espetó Búho. Había cogido la chaqueta del gancho de la pared, pasaba el pulgar por los puntos y aplastaba las pulgas de cuerpo gris que se habían instalado en el valle de cada costura—. Las Cazadoras de Focas nos obsequian con esteras, mientras que las Cazadoras de Ballenas nos dan pulgas.
Huevo con Manchas se acuclilló, introdujo las manos en el escondrijo, lanzó una sorda exclamación y se sentó bruscamente en el suelo.
—¿Qué pasa? —inquirió Búho y dejó de mirar su chaqueta.
—El escondrijo está casi vacío —respondió Huevo con Manchas con voz muy baja.
—¿Qué?
—Mira.
Huevo con Manchas sostuvo la cortina.
Búho cruzó el ulaq, sujetó la cortina con una mano y la arrancó. Se introdujo en el escondrijo y sacó un estómago de otaria que contenía un poco de aceite, una vejiga plegada y una piel de foca con pescado disecado.
—Todo ha desaparecido salvo lo que había cuando llegamos —concluyó Huevo con Manchas.
Búho se dirigió al espacio para dormir de Waxtal, del que también arrancó la cortina. Muchos Niños gritó, se irguió y aferró varias esteras y pieles para dormir.
—¿Dónde está Waxtal? —preguntó Búho. La mujer respondió atropelladamente. Búho entró a gatas en el espacio para dormir, la sujetó de los brazos y la obligó a ponerse en pie—. Mujer, habla despacio. No puedes pretender que comprenda tu absurda lengua si no te expresas despacio.
Muchos Niños se zafó de sus manos y correteó por el espacio para dormir. Recogió su suk de nutria, aspiró una gran bocanada de aire, pasó como un suspiro junto a Búho y corrió hasta el centro del ulaq. Miró a su alrededor y preguntó a Huevo con Manchas:
—¿Dónde está Waxtal?
—Es lo que mi hermano te preguntaba —replicó Huevo con Manchas y pateó la piel de foca con pescado disecado—. Ha desaparecido todo lo que había en el escondrijo: nuestros hatos, nuestros alimentos, nuestro aceite. Sólo queda lo que tu marido nos dio cuando nos ofreció este ulaq.
—¿Acaso tengo que saber dónde está Waxtal? —preguntó Muchos Niños—. Fui suya durante una noche… como propuso mi marido, el alananasika. Eso es todo.
Muchos Niños se puso la suk, que se acumuló en gruesos pliegues sobre sus pechos, y la bajó de un tirón.
—¿No lo viste salir?
—Estaba dormida. —Búho la sujetó de los hombros y Muchos Niños le clavó la rodilla en la entrepierna. El comerciante se dobló de dolor y cayó lentamente al suelo. Muchos Niños corrió hacia el poste de la entrada y gritó—: ¡Si me pones un dedo encima, mi marido te matará!
Huevo con Manchas la amenazó con el puño y advirtió:
—Dile a tu marido que tengo muy mala opinión de los Cazadores de Ballenas. —Se acercó a su hermano y se agachó a su lado.
—No estoy herido —aseguró Búho con los dientes apretados.
Huevo con Manchas meneó la cabeza, cogió su chaqueta, se la puso, trepó hasta lo alto del ulaq y desde arriba dijo a su hermano:
—Iré a la playa para comprobar si Waxtal dejó nuestro ik. Ven a buscarme cuando puedas.
Waxtal se acomodó sobre el pellejo de foca peluda y acercó las manos a la tenue llama de su lámpara de cazador. El colmillo de morsa tallado se encontraba a su derecha y el virgen a su izquierda. Estaba en un islote al este de la isla de los Cazadores de Ballenas y había encontrado un saliente en la ladera de la montaña que se elevaba por encima de la playa en la que había varado el ikyak. Estableció el campamento en un sitio desde el que avistaba el agua sentado sobre el pellejo de foca peluda. Soplaba viento de mar, frío y húmedo, por lo que acabó calado hasta los huesos.
Como vestía su suk de plumas de los Primeros Hombres, se irguió, dio unos pasos para que la lámpara le quedase entre las piernas y se agachó hasta que el borde de la suk rozó el suelo. El calor de la lámpara se extendió por sus piernas. Se le puso la piel de gallina y cerró los ojos cuando la tibieza llegó a su vientre y a su pecho.
Volvió a sentarse en el pellejo de foca peluda y entonó un cántico de alabanza con el que esperaba satisfacer a cualquier espíritu que lo rondase. Hacía tanto frío que tenía los labios amoratados y su voz sonó tan aguda como la de una mujer.
¿Por qué los espíritus se lo ponían tan difícil? ¿Por qué enviaban lluvia y frío el mismo día que iniciaba el ayuno? ¿Qué hombre podía sobrevivir sin comer en medio de la ventisca que le arrancaba el calor del cuerpo? Ya era arduo sobreponerse al estómago vacío. ¿Quién podía concentrarse en los rezos mientras tiritaba de frío?
Waxtal ahuecó las manos sobre la lámpara de aceite y prosiguió con el cántico. Era una canción de agradecimiento al mar y a los animales marinos. El canto brotó de su pecho, escapó de su boca y el viento se lo devolvió. Las palabras retornaron a sus oídos y evocaron imágenes de nutrias esbeltas y veloces, de focas oscuras y gordas, de otarias robustas e intrépidas. Vio morsas, ballenas, aves marinas y peces. Finalmente imaginó los dones que esos animales conllevaban: cueros y pellejos peludos, carne, grasa, aceite, dientes para collares, huesos como combustible, marfil para tallas.
Apoyó las manos en los colmillos situados a su derecha e izquierda. Estaban tibios, como si recordasen el calor del ulaq de los Cazadores de Ballenas. Con los dedos de la mano derecha Waxtal palpó los dibujos que había tallado. El poder se transmitió de la mano a la muñeca y de ésta al antebrazo, en una estela cálida que llegó hasta sus hombros y su corazón.
Volvió a ver los animales marinos, en esta ocasión con los ojos de los comerciantes: tres dientes de otaria a cambio de una zarpa de oso; un estómago de foca con aceite por un raspador de hueso de caribú; un pellejo de foca peluda a cambio de tres veces diez pieles de frailecillo; una piel de foca con carne de ballena disecada por una chaqueta y un juego de polainas de caribú; seis estómagos de otaria con aceite a cambio de una capa de plumas de cormorán. Se imaginaba con la chaqueta y las polainas de caribú, los collares y la capa de pieles de aves; se veía a sí mismo cada noche con una mujer distinta. Se figuraba que estaba en un nuevo ik, lo bastante grande para contener todo lo que trocaría, más de lo que la mayoría de las personas sabían que existía en el mundo. Oía las voces de las mujeres que alababan sus objetos; percibía miedo en las miradas de los hombres que empezaban a comprender el poder de sus trueques; saboreaba los alimentos que las mujeres le ofrecían y sentía sus manos acariciantes.
Aunque llegaba a sus oídos, el cántico se perdía en medio de las visiones de lo que deseaba poseer, de modo que Waxtal hablaba pero no se enteraba de lo que decía. Su agradecimiento se convirtió en una acción de gracias dirigida al collar de zarpas de oso; sus plegarias se convirtieron en rezos al ik de trueque, y sus alabanzas en loas a magníficas chaquetas.
—Haz algo propio de una esposa: coser o trenzar una cesta —dijo Roca Dura; meneó la cabeza y se frotó la cara con las manos—. Enseguida vuelvo.
Dejó a Muchos Niños en el ulaq, inmersa en un mar de lágrimas. Se dirigió al ulaq de los comerciantes y, como no encontró a nadie, bajó a la playa. Búho y Huevo con Manchas estaban junto al ik y acariciaban la cubierta de piel de morsa.
Roca Dura los observó sin decir nada y luego gritó:
—He compartido mis esposas con los comerciantes. Les he dado alimentos, agua y aceite. Se han hospedado en un buen ulaq. Mi esposa se ha refugiado en mi ulaq y no cesa de llorar. ¿Qué le habéis hecho?
—Nosotros no le hemos hecho nada —replicó Huevo con Manchas con tono resuelto y tajante.
—Pregunta a Waxtal, que es con quien estuvo —terció Búho—. Nosotros dormimos solos.
—¿Dónde está?
—Se ha ido —repuso Búho—. Se llevó nuestra carne, nuestro aceite y lo que había en los hatos. —El comerciante pateó el hato de piel de caribú que se encontraba junto al anaquel de los ikyan.
—Mira lo que le hizo a nuestro ik —se quejó Huevo con Manchas. Desenfundó el cuchillo de la manga y utilizó el filo para levantar un borde de la hendidura que atravesaba de punta a punta el vientre del ik.
—¿Lo perseguiréis? —quiso saber Roca Dura.
—¿Cómo? ¿Algún cazador nos prestará su ikyak?
—No puedes pretender que un cazador entregue su hermano a otro hombre —precisó Roca Dura.
—¿Hay alguien dispuesto a trocar un ik por un ikyak? —preguntó Búho.
—¿Crees que un cazador cederá su ikyak a cambio de un bote de mujer? Nadie puede cazar ballenas desde un ik.
—Un ik de comerciantes —puntualizó Huevo con Manchas.
—¿Qué más da? —insistió Roca Dura—. Bote de mujer o ik de comerciantes… cualquiera de los dos deshonra a la ballena. De todos modos, lo preguntaré; puede que alguno de mis cazadores haya perdido la sensatez.
Aunque demudó la expresión, Huevo con Manchas no dijo nada.
Al final Búho preguntó:
—¿Es posible que alguna mujer tenga un ikyak que perteneciera a su esposo o a su hermano muertos?
—Los Cazadores de Ballenas se llevan los ikyan cuando viajan a las Luces Danzarinas —explicó Roca Dura.
—¿Hay alguna mujer dispuesta a trocar su ik?
—¿A cambio de qué? —preguntó Roca Dura, se agachó y levantó uno de los hatos vacíos—. ¿Os queda algo para trocar? —Búho alzó las numerosas sartas de cuentas que colgaban de su cuello—. Toda mujer necesita el ik para pescar. Ninguna puede comer collares. Además, con un bote de mujer os resultará imposible alcanzar el ikyak de Waxtal.
Huevo con Manchas avanzó dos pasos, le plantó cara a Roca Dura y lo agarró de la suk.
—Llegamos a esta isla maldita con amuletos y sortilegios para que ganaseis el favor de los espíritus. Lo hemos perdido todo. La culpa es vuestra, nos habéis contagiado la maldición.
Roca Dura desenfundó el cuchillo de la manga y acercó el filo al cuello de Huevo con Manchas.
—¿Soy responsable de vosotros? —preguntó el jefe de los Cazadores de Ballenas con los dientes apretados—. Nadie os invitó a visitar esta isla. Comisteis mis alimentos, vivisteis en mi aldea, gozasteis de mis mujeres y ahora pretendéis achacarme la culpa de vuestras pérdidas.
Búho se interpuso, apartó las manos de Huevo con Manchas de la suk de Roca Dura y rodeó la muñeca de la mano derecha del cazador para alejar el cuchillo del cuello de su hermano.
Roca Dura retrocedió y se zafó del apretón de Búho.
—Habéis traído a Waxtal. Es de los vuestros —insistió el jefe de la aldea.
—Asegura que es tu hermano.
—Sólo en el sentido de que los Cazadores de Focas son hermanos de los Cazadores de Ballenas. Eso es todo —respondió Roca Dura. Huevo con Manchas resopló y volvió a ocuparse del ik—. Pediré a las mujeres que os ayuden a reparar la embarcación.
—Nos quedan cuatro estómagos de foca con aceite —dijo Búho y señaló los recipientes que Waxtal había dejado en la playa—. Daré dos a la mujer que nos ayude a reparar el ik, siempre y cuando no tenga críos de los que cuidar. Por la noche tendrá que calentar nuestros lechos. También cocinará y coserá. —Como Roca Dura guardó silencio, Búho palmeó las sartas de conchas que le colgaban del cuello y apostilló—: Además recibirá algunos collares. —Roca Dura alzó la vista al cielo y se miró los pies. Con el talón hizo un pozo entre los guijarros de la playa—. Nos da igual que sea vieja.
—Pero no mucho —precisó Huevo con Manchas.
Roca Dura asintió con la cabeza y finalmente murmuró:
—Intentaré ayudaros. En esta aldea no faltan mujeres.
El jefe de los Cazadores de Ballenas regresó a su ulaq. El collar de cuentas de conchas que Waxtal le había dado la víspera estaba frío al contacto con su piel. Entró en su espacio para dormir y se acercó al rincón en el que el tepe entre la pared de piedra y las vigas estaba blando. Se quitó el collar, lo enrolló y lo encajó en una grieta. Lo tapó con tepe y con un manojo de hierba del techo. Más le valía esperar a que los comerciantes abandonasen la isla para sacar el collar. Se lo regalaría a cualquiera de sus esposas, tal vez para celebrar el nacimiento de su próximo hijo.
Las palabras de los cánticos hicieron entrar en calor a Waxtal. Con la mente poblada por las imágenes de lo que sería, cogió el cuchillo de tallar que guardaba en la bolsita que le colgaba de la cintura. Era un objeto hermoso, que Amgigh le había hecho hacía tres años.
—Es un regalo del marido de mi hija —explicó en voz alta y moduló las palabras para incorporarlas a su canto.
Entonó una canción de alabanza a sí mismo por la valentía que había mostrado al salvar a Amgigh cuando la ballena había estado a punto de cobrarse su vida. ¿De qué había servido? De nada, ya que los espíritus habían decidido que debía morir.
Probablemente la culpa era de Kiin. Era verdad que Kiin era su hija, pero nadie podía desear semejante hija. Estaba maldita desde el día que nació. La primera vez que la miró a los ojos, Waxtal se percató de que no contenían nada, ni espíritu ni alma, absolutamente nada salvo vacío y codicia.
Waxtal acarició con cuidado el filo de obsidiana del cuchillo de tallar. La hoja tenía la mitad de la longitud de su dedo meñique, la punta estaba aguzada y afilado uno de los lados. Había retocado muchas veces el filo, por lo que la obsidiana se había desgastado. Pronto tendría que buscar otro picador, alguien tan dotado como Amgigh, y encargarle otra hoja, ya que no reemplazaría el mango. Era de marfil, de maxilar de ballena, y con los años de uso se había adaptado a las curvas y los huecos de su mano como lo estaban sus dedos, uno al lado del otro, con el hueso largo encajado en el nudillo.
Waxtal sostuvo el cuchillo para calentarlo y colocó sobre su regazo el colmillo de morsa que estaba tallando. Siguió las muescas con los dedos y llegó al sitio en el que había interrumpido la tarea, al lugar del nacimiento de Kiin. Había tallado la cuña de la parte femenina de Concha Azul y encima el círculo que representaba su vientre.
Al principio se había propuesto que ese sector de la talla reflejase el nacimiento de su hijo Qakan. Quería olvidarse de Kiin, pero si la excluía también tendría que descartar a Amgigh y a Cuervo, dos seres poderosos que eran sus hijos en virtud de su maldita hija. Tal vez los espíritus compensaban los sufrimientos de la vida de un hombre. ¿Alguien lo había hecho padecer más que Kiin? Hasta la cólera de Samiq emanaba de su hija.
Cuando terminó el círculo y la cuña de Concha Azul, Waxtal no supo cómo tallar a Kiin, así que guardó el cuchillo con la esperanza de que los sueños o los espíritus le transmitiesen alguna idea. Mientras cantaba, súbitamente supo lo que tenía que hacer. Se inclinó sobre el colmillo y con el cuchillo trazó otra cuña —el signo de la mujer—, aunque con la punta hacia arriba. Talló una línea que salía de la cuña de Concha Azul y llegaba a la que acababa de trazar. Cubrió la nueva cuña con otras líneas para representar la inquina de los espíritus. Cuando terminó frotó el marfil y sonrió: era un buen trabajo.
Waxtal cerró los ojos y se sumió en los cánticos. Se imaginó las alegrías de que disfrutaría como jefe de los Primeros Hombres. Tendría esposas, ikyan, las pieles más suaves en el lecho, muchas chaquetas, una suntuosa suk de plumas, abrigadas polainas de caribú y una capa de plumas como la de Cuervo. Yacería con una mujer distinta siempre que le apeteciera y en su escondrijo para alimentos no cabrían los estómagos de foca con carne, pescado y aceite.
Pasó la mayor parte de la jornada inmerso en sus sueños hasta que su estómago protestó de hambre, se quejó, se retorció y lo apartó de los cánticos. Abrió los ojos y escrutó el mar. Había oscurecido, como siempre que el sol iniciaba su descenso por el oeste.
Waxtal miró el colmillo que aún sostenía en el regazo. Sorprendido, abrió desmesuradamente los ojos y separó los labios para dejar escapar un aluvión de palabras muy duras. Junto a la cuña de Kiin había líneas, círculos y tajos profundamente marcados en el marfil, como si alguien los hubiese tallado en un ataque de ira. Contuvo el aliento y el aire le oprimió el corazón hasta que le dolió más que el estómago. Se clavó las uñas en la palma de la mano derecha y se percató de que aún esgrimía el cuchillo de tallar. Abrió los dedos y soltó la herramienta. No era él quien había trazado esas líneas hondas y profundas, muy distintas a las anteriores.
Apartó el colmillo del regazo, se irguió y oteó el paisaje en busca de huellas de otras presencias: hierba aplastada por las pisadas o un ikyak en la playa. No vio nada.
Volvió a sentarse lentamente e intentó coger el colmillo, pero fue incapaz de asirlo. Se incorporó. Respiraba muy rápido, como si hubiese estado corriendo. Se ciñó la suk en torno al cuerpo y se alejó de los colmillos, la lámpara de cazador y el mullido pellejo de foca peluda. Trepó por la ladera de la montaña. Volvió la vista atrás hasta que dejó de ver los colmillos, se detuvo en la hierba húmeda y se agachó para cubrirse los pies con la abrigada suk. Se inclinó y se cubrió la cabeza con los brazos.
Aunque deseaba cantar, temía que los espíritus que habían tallado el colmillo lo oyesen y acudieran a su lado. Retuvo el cántico en la garganta, como si fuera un amuleto, para proteger el camino de su corazón. Permitió que las palabras se agolpasen en su mente hasta que arrastraron el miedo a su estómago, donde ardieron como una hoguera de huesos.
Roca Dura se detuvo en lo alto del ulaq y dio un grito. Chillona respondió, se acercó al poste de la entrada y miró hacia arriba.
—Pasa, tengo comida —dijo mientras Roca Dura descendía. Chillona se abrazó al jefe y musitó—: Mi marido no está. —Roca Dura asintió con la cabeza. Chillona cogió en brazos a su rorro y se lo entregó a la hija de su marido—. Sal —añadió y empujó a la chica hacia el poste de la entrada.
Roca Dura se hizo a un lado para que la muchacha de expresión contrariada y el niño gimoteante abandonasen el ulaq.
Chillona señaló la estera contigua a la lámpara de aceite más grande, se acercó al escondrijo para alimentos, sacó un trozo de pescado ahumado y lo depositó en la estera, delante de Roca Dura.
El jefe lanzó un gruñido, cortó un trozo de pescado y lo comió lentamente, sin pronunciar palabra. Señaló la vejiga con agua que colgaba de las vigas del ulaq. Chillona la cogió, aguardó a que bebiese y volvió a colgarla.
—Cuando acordé que te convirtieses en esposa de Persiguevientos, dijiste que me ayudarías siempre que te lo pidiera.
Chillona esbozó una lenta sonrisa y jugueteó con sus cabellos.
—¿Quieres que mi marido se entere? —preguntó.
—A mí me da igual que se entere —replicó Roca Dura y cortó otro trozo de pescado.
—No le gusta compartir —añadió Chillona, bajó la cabeza y lo miró con los ojos entornados.
De repente Roca Dura rio y escupió el pescado que masticaba.
—Mujer, tengo cuatro esposas. ¿Crees que necesito otra más en mi lecho? —Chillona apretó los labios y lanzó un largo suspiro que le agitó las fosas nasales y le hinchó el pecho. Roca Dura se quitó los restos de pescado de la barbilla y añadió—: Necesito que hables con Kukutux. —Chillona desvió la cabeza y Roca Dura suspiró y cogió otro trozo de pescado—. Sé que lo que te pido no es fácil. Por eso apelo a ti. —Hizo una pausa. Como la mujer guardó silencio, el jefe prosiguió—: Necesitamos aceite. Aunque este verano capturemos varias ballenas, ahora mismo necesitamos aceite. No tengo que darte más explicaciones. Los comerciantes tienen aceite y piden una mujer durante su estancia en nuestra aldea, alguien que se ocupe de su ulaq.
Chillona contuvo el aliento.
—¿Quieres ofrecerles a Kukutux? ¿Por qué la has elegido? ¿No es mejor Madero Largo o Pelo Azul? Ninguna de las dos tiene marido.
—Son viejas.
—¿Y Ojos Redondos?
—Tiene que cuidar de sus hijos.
—¿Los comerciantes saben algo de la herida del brazo de Kukutux?
—No, pero tampoco hay que preocuparse —replicó Roca Dura—. Rema, cose y pesca. Su brazo no tiene la menor importancia.
—Las cicatrices son visibles.
—Da igual, bastará con que no se quite la suk.
—¿Y cuando comparta el lecho de los comerciantes?
—¿Quién podrá ver las cicatrices en la oscuridad del espacio para dormir? Además, estuve en su ulaq cuando no llevaba la suk y las cicatrices no son tan espeluznantes.
Chillona se encogió de hombros.
—Si la rechazan iré yo.
—¿No echarás de menos a tu marido?
—¿Hay mucha diferencia entre un marido y otro? Sé coser, preparar la comida y trenzar cestas. Procuro no ofender a los espíritus. Soy fuerte y engendro rorros sanos. ¿Los hombres necesitan algo más?
—Acabas de decir que tu marido no sabe compartir —le recordó Roca Dura—. Tú tienes hijos y Kukutux no.
—Mis hijos saben cuidar de sí mismos y mi marido no se negará a compartirme… si sabe que a cambio recibirá un estómago de aceite.
—En ese caso, te ruego que me ayudes —insistió el jefe de los Cazadores de Ballenas—. Los comerciantes me han ofrecido dos estómagos de foca con aceite a cambio de Kukutux. Si colaboras te daré uno.
Chillona permaneció un rato en silencio y luego esbozó una lenta sonrisa y asintió parsimoniosamente con la cabeza.
—Te ayudaré —aceptó—. ¿Qué quieres que haga?