Bahía de Goodnews, Alaska
Kiin remó hacia el norte, hasta la larga bahía que se encontraba a menos de un día de travesía de la aldea de los Hombres de las Morsas. El agua estaba en calma y bordeó la orilla hasta el río que fluía por la parte trasera de la bahía. Situó el ik de Cola de Lemming paralelo a la costa y desembarcó. Arrastró la embarcación hasta la arena oscura y enfangada de los bajíos dejados por la marea. En verano los hombres Morsa establecían el campamento de salmones arriba de la desembocadura del río. Los círculos cavados a un palmo de profundidad y marcados con piedras señalaban los sitios en los que montaban las tiendas de piel de morsa.
El suelo estaba mojado por la nieve invernal derretida, pero Kiin cortó hierba y preparó un grueso lecho para proteger las pieles de dormir. Arrastró el ik desde los bajíos y lo ató para que esa noche durmieran bajo la protección del bote.
Sacó del ik la cesta de provisiones y la trasladó a la elevada playa en pendiente que se extendía por los bajíos dejados por la marea. Retiró a Shuku del portacríos, le quitó las polainas y la piel de foca que le ponía entre las piernas y lo depositó en el suelo. El niño se irguió unos instantes con sus piernas cortas y fuertes y cayó de culo. Kiin lo observó mientras se ponía a gatas, se levantaba lentamente, daba tres pasos y volvía a caer. Shuku frunció los labios con una mueca de contrariedad, pero Kiin batió palmas, le dio ánimos y señaló la gaviota que trazaba círculos sobre sus cabezas. Shuku sonrió; esbozó la sonrisa a medias de Amgigh, su padre. Una súbita punzada de dolor traspasó el pecho de Kiin, pero no hizo caso de la pena; cogió a Shuku en brazos y se acercó al ik. Depositó al rorro en el interior, aferró la proa del bote y lo arrastró para llevarlo al ballico que crecía más allá de la playa.
Con el cuchillo de mujer que llevaba en el paquete que le colgaba de la cintura, Kiin cortó un manojo de hierba y lo trasladó al sitio donde había dejado las prendas de Shuku. Utilizó el ballico para limpiar las nalgas y las piernas de su hijo. Lavó la piel de foca en el río, la enrolló en la manga de su suk para que se secase y la ató con bramante de kelp. Extrajo de la cesta de transporte una tira de piel de foca limpia, la aplastó entre las palmas de las manos para ablandarla, la rellenó con plumón de hieracium que sacó de la cesta de almacenamiento, se la puso a Shuku y luego lo cubrió con las polainas. El pequeño se agitó y pataleó, pero se quedó tranquilo en cuanto Kiin lo acomodó bajo la suk. Shuku se acercó a su pecho izquierdo y se llevó el pezón a la boca.
Kiin se acuclilló y escrutó el mar. Había tenido suerte. Aunque los vientos habían sido suaves mientras remaba, la jornada pasada en el ik de Cola de Lemming la llevó a comprender lo difícil que sería retornar a la aldea de los Primeros Hombres.
Su pueblo decía que la tierra era madre y el cielo padre. Ambos eran inmensos, como pequeños Shuku y ella…
Recordó las incontables noches del invierno anterior en que Cuervo había hablado con Zorro Blanco y Pájaro Cantarín sobre el viaje hasta la aldea del pueblo del Río.
En ocasiones Cuervo quemaba el extremo de una rama de sauce y lo utilizaba para dibujar el perfil de la tierra —playas, bahías y ríos— que separaba la bahía de los Hombres de las Morsas de la aldea de los Río. Siempre incluía la bahía del campamento de salmones, pues era un buen sitio en el que recalar entre las aldeas de los Morsa y los Río. Cada vez que Cuervo dibujaba, Kiin encontraba algún motivo para abandonar su rincón y ofrecer agua o alimentos, por lo que tuvo ocasión de ver los trazos de su marido.
Sujetó a Shuku con un brazo, se irguió y caminó hacia la playa. Se detuvo en la arena, cortó el tallo de una hierba, se agachó y lo utilizó para dibujar la lengua de tierra que se extendía desde la aldea del pueblo del Río hacia el mar del Norte. Dibujó el terreno que separaba la pequeña bahía de los hombres Morsa de la aldea de los Río y la bahía en la que había desembarcado.
Desde esa playa torcería al sur. Las montañas llegaban hasta la bahía, así que seguiría los valles fluviales y acortaría camino por detrás de la aldea de los Hombres de las Morsas. Bordearía la costa hacia el sur y el oeste para llegar a la playa de los mercaderes. Abrigaba la esperanza de que el día de travesía en el ik —en dirección norte, alejándose de la playa de los mercaderes— valiese la pena y permitiese que Cuervo y los hombres Morsa creyeran que se dirigía a la aldea de los Río.
Kiin suspiró y se puso de pie. El dibujo la ayudó. Por algún motivo, el cielo y el mar le parecieron más pequeños y el viaje no le resultó tan aterrador. Recogió unos pocos trozos de madera flotante dispersos por encima de la línea de la marea alta, los trasladó al campamento de salmones y los depositó en un círculo de piedras ennegrecidas, el hogar en el que las mujeres preparaban comida para todos los integrantes del campamento. Fue a buscar su cesta de almacenamiento y un estómago de foca con aceite y también los transportó al campamento. Introdujo la mano en la cesta de almacenamiento, encontró el fardillo de hieracium con el que protegía a Shuku y extrajo un puñado. Pasó la vellosilla por el recipiente de aceite y sacó los pedernales de la bolsita que colgaba de su cintura. Encajó la vellosilla aceitada entre los dos trozos de madera más secos que había y frotó las piedras hasta que una chispa la encendió. Sopló suavemente la llama y suspiró aliviada al ver que la madera prendía.
El calor del fuego tensó la piel de su rostro y se levantó la suk para que Shuku lo compartiese. Estaba agotada y necesitaba descansar, pero antes tenía que ocuparse de la comida.
Como no quería dedicar un día a pescar, optó por tender trampas para pagros y bacalaos. Acarreó piedras del río hasta el mar y las amontonó formando pilas curvas que crearían pequeñas charcas en las que los peces quedarían atrapados en cuanto bajase la marea. Durante la siguiente bajamar, alancearía los peces con su báculo, dividiría en dos trozos la carne de cada ejemplar y los ataría al exterior de su cesta de transporte para que se secasen mientras caminaba.
Shuku sacó una mano de la suk de Kiin y la acercó al fuego.
—Quieto, Shuku —dijo Kiin y le cogió los dedos—. Está caliente, está caliente. —Se puso de espaldas a la hoguera y señaló el mar—. Mira, Shuku. Esta noche habrá marea alta y tenemos que tender las trampas para peces. Por la mañana los recogeremos, los limpiaremos y emprenderemos el viaje. Shuku, la caminata será larga, pero somos fuertes.
Shuku balbuceó —habló en la lengua de los rorros, que sólo entendían los espíritus— y Kiin sonrió. Estaba a punto de pensar en Takha y de preguntarse cómo sonaría su voz cuando una mancha oscura en el agua la obligó a concentrarse en la bahía del campamento de salmones. ¿Era un ikyak? ¿Alguien había salido a buscarla, tal vez Cazador del Hielo? Contuvo el aliento hasta que comprobó que sólo era una foca moteada.
Kiin escrutó la bahía y estudió cada brecha de la agitada superficie del mar. Llegó a la conclusión de que, en el caso de que la hubiesen seguido, ya la habrían alcanzado. El ikyak de los cazadores era mucho más veloz que el ik de pesca de las mujeres, y prácticamente todos los hombres de la aldea remaban mejor que ella. A pesar de todo, su travesía sería mucho más sencilla si empleaba el ik, que en menos de una luna le permitiría arribar a la playa de los mercaderes. Claro que sería el primer lugar donde Cuervo la buscaría. ¿Qué sería de Samiq, Shuku y Takha si Cuervo la encontraba con los suyos?
—Tenemos que abandonar el ik —explicó a Shuku, se acuclilló y se calentó la espalda en el fuego del hogar—. Sólo así estaremos seguros. Cuando nos reunamos con nuestro pueblo habrá terminado la temporada de trueques y durante el largo invierno que pasaremos con tu padre decidiremos qué hacer con Cuervo. Si la suerte nos acompaña, Cuervo encontrará nuestro ik y pensará que nos hemos ahogado.
Se irguió y utilizó el mango del bastón para avivar el fuego.
Desde la bahía sopló una potente ráfaga de viento y las llamas se replegaron sobre la madera carbonizada. Kiin abrigó a Shuku con la suk y protegió la fogata con el cuerpo. En cuanto el viento amainó, fue a buscar el ik y lo arrastró hasta el campamento. Lo sujetó con estacas junto a la hoguera a fin de que Shuku y ella permaneciesen secos y abrigados y para proteger las llamas del viento.
Cuando regresó con el ik, parte de la madera se había convertido en brasas, que cubrió con arena, ahogando las llamas hasta que sólo quedaron unas pocas ascuas. Era mejor reservar la madera hasta la noche. Tenía que buscar piedras y construir las trampas para peces durante la bajamar. Sacó a Shuku de la suk. El crío se había dormido mientras tomaba el pecho. Lo acostó en la curva del casco del ik, lo rodeó con un abrigado pellejo de foca peluda y lo sujetó con un sedal de kelp con los brazos a los lados del cuerpo, como si estuviese en la cuna.
Kiin deambuló por la playa, recogió tantas piedras como pudo y las apiñó alrededor de los cantos rodados hundidos en la arena. Mientras trabajaba, dirigió sus palabras a cualquier espíritu que estuviese cerca y le suplicó que el influjo de las olas y la marea no arrastrara las piedras, al menos hasta la próxima tormenta. Construyó tres trampas, recintos curvos que retendrían los peces el tiempo suficiente para alancearlos en la siguiente marea menguante. Fue a ver a Shuku, que seguía dormido. Se sentó a su lado, cogió la cesta de erizos que por la mañana había recogido en la playa de los hombres Morsa y los abrió.
Las huevas de erizo eran deliciosas y llenaron su boca de sabor a mar. Cerró los ojos y se chupó la uña del pulgar hasta dejarla limpia. Pensó que había tomado una decisión acertada y que, aunque la caminata estaría salpicada de escollos, regresarían junto a los suyos.
Se dijo que esta vez no tendría miedo de decirle a Samiq lo que quería: ser su esposa, segunda con relación a Tres Peces, pero su esposa al fin. ¿Había algo mejor que dedicar los días a preparar comida para Samiq y las tardes a coserle chaquetas y chigadax? ¿Había algo mejor que pasar las noches en sus brazos? ¿Había algo mejor que cobijar a sus hijos bajo su corazón?
Kiin despertó en medio de los graznidos de las gaviotas en la playa y el parloteo de las cercetas en el río. Miró el cielo y vio que el sol ya había superado el horizonte. Había dormido más de lo previsto y se mordió el labio inferior mientras paseaba la mirada por lo bajíos dejados por la marea. El agua había subido hasta la altura de sus tobillos y pensó que tal vez algunos peces habían escapado de las trampas.
—Menos alimentos para el viaje —murmuró y sus palabras fueron como un suspiro que se fundió con el viento.
Se levantó, desató el ik y lo puso boca arriba. Buscó a Shuku, protegido bajo la suk, y oyó el brusco chasquido de su boca cuando lo apartó del pecho. Ignoró las protestas del rorro mientras lo acomodaba en el ik. Las bordas eran lo bastante altas para impedirle escapar. Más tarde le cambiaría la piel de foca de la entrepierna. En ese momento lo más importante eran los peces. Cogió el báculo que hacía las veces de lanza, sacó de la cesta de provisiones una gran red de transporte y echó a correr hacia los bajíos. Un bacalao aleteaba en las escasas aguas que se acumulaban en la presa de piedra más próxima. Le clavó la lanza, lo introdujo en la red y caminó hasta la siguiente, que contenía cuatro pagros. En la tercera trampa había un bacalao bastante grande. Como no cabía en la red de transporte, lo traspasó con la lanza y regresó junto a Shuku. El pequeño había dejado de llorar, estaba sentado con el pulgar en la boca y la miró mientras caminaba. En cuanto Kiin se acercó, Shuku rompió en llanto.
Kiin se agachó a su lado, le pasó la mano por la boca y con el pulgar le presionó la nariz. El rorro dejó de llorar y Kiin apartó la mano.
—Shuku, no llores. Si lloras alguien te oirá, tal vez los lobos o algún espíritu. Calla, Shuku, calla.
Aunque la había escuchado, Shuku arrugó la cara y volvió a gimotear cuando su madre terminó de hablar. Kiin le tapó nuevamente la boca con la mano y el niño se serenó. La mujer apartó la mano y lo cogió en brazos.
—Ah, Shuku, eres un niño valiente —susurró mientras lo abrazaba—. Eres muy valiente. Los lobos no nos oirán.
Kiin volvió a depositar a Shuku en el ik y abrió uno de los pagros. Retiró las entrañas con el filo curvo de su cuchillo de mujer y dejó la prieta carne verde bajo la tienda de huesos. Colocó las entrañas en una concha de almeja, ató las valvas con tendón y la guardó en la cesta. Las entrañas le servirían de carnada. Miró a su hijo y siguió las huellas que las lágrimas habían dejado en su rostro. Shuku respiraba entrecortadamente, pero ya no lloraba.
—Shuku, así me gusta —afirmó—. Eres un buen chico y estás aprendiendo a convertirte en un hombre.
Cogió el pagro, le arrancó los ojos con la uña del pulgar y los puso en la boca de Shuku. El rorro esbozó una sonrisa y Kiin lanzó una carcajada. ¿Había algún niño al que no le gustasen los ojos de pescado? La alegría embargó su corazón. Era una delicia dar exquisiteces a Shuku sin que Cola de Lemming reclamase su parte.
Kiin envolvió el pescado en hierba y lo depositó sobre las brasas. Mientras se asaba, guardó las provisiones en la gran cesta, cortó todos los pescados salvo uno en filetes y ató las tiras de carne al exterior de la cesta.
Se sentó unos instantes junto a las brasas, aspiró el aroma del pescado que se asaba, se incorporó, cogió la lanza y el cuchillo de mujer y se acercó al ik de Cola de Lemming. Contempló las lisas cuadernas de cedro del bote, las amarras de kelp que unían las ensambladuras, la cubierta de pellejo de foca partido y engrasado. Era un buen ik, impermeable, fácil de equilibrar y lo bastante ligero para que dos mujeres lo acarreasen.
Levantó a Shuku y lo acomodó en el portacríos, con las piernas sobre su cadera izquierda. Miró hacia el cielo y vio las nubes que trazaban una línea gris que tapaba el sol, de la misma manera que la marea avanza hasta cubrir la playa.
Quizá las nubes fueran como la marea. Tal vez los espíritus que moraban en las Luces Danzarinas las comprendieran y las usaran para pescar con la misma facilidad con que los habitantes de la tierra utilizan las mareas.
Volvió a mirar el ik de Cola de Lemming y tuvo la sensación de que el espíritu del bote la rondaba.
Empuñó la lanza para tajar la cubierta y se detuvo cuando su voz interior dijo: «Kiin, déjalo como está. Tiene espíritu como todos los ik. No se sabe lo que su espíritu te hará si lo destruyes».
«Qakan destrozó el ik de nuestra madre», replicó Kiin.
Su espíritu gimió y habló con la voz de una persona temerosa: «Recuerda lo que le pasó a Qakan. Sus huesos yacen en la playa de los mercaderes, protegidos solamente por las piedras con que los cubriste. Cuervo lo maldijo y su espíritu no puede emprender el vuelo hasta las Luces Danzarinas. ¿Qué hará cuando muera tu madre y ya no haya quién lo recuerde?».
—No puedo dejar el ik aquí —dijo Kiin de viva voz, hablando con su espíritu como si se tratara de una persona—. ¿Qué pensaría Cuervo si visitase al campamento de salmones y encontrara el ik entero e intacto?
¿Acaso Cuervo sospecharía que había regresado a su aldea? ¿Viajaría hasta la playa de los mercaderes, la buscaría a ella, a Shuku y a Takha y mataría a Samiq?
Volvió a empuñar la lanza y recordó que, si lo destruía sobre las rocas, éstas romperían el ik por la parte inferior. Dio la vuelta al ik y, haciendo oídos sordos a la voz de su espíritu, hundió la lanza en el pellejo de foca y con el cuchillo de mujer agrandó el rasgón.
—Libero tu espíritu —dijo al ik—. Tu espíritu está libre. Quédate aquí hasta que llegue Cuervo. Quédate y atráelo a esta playa. Hazle creer que mi hijo Shuku y yo hemos muerto. Después, que el viento te lleve hasta los míos, hasta la aldea de los Primeros Hombres. Diles que me esperen. Aguárdame en la aldea. En cuanto llegue te construiré otro ik. Lo adornaré con objetos sagrados como conchas, plumas de frailecillo y dientes de foca, con cosas bellas. Te honraré y estaremos unidos mientras viva mi cuerpo. Cuando muera pediré que te entierren a mi lado para llevarte a las Luces Danzarinas.
Kiin arrastró el ik hasta el límite de la marea alta y lo dejó entre las hierbas de la playa. Caminó hasta encontrar una piedra pesada, aunque no tanto como para que le fuese imposible acarrearla. La trasladó hasta el ik, la levantó por encima de la bancada central y golpeó hasta que la madera se astilló. Cogió uno de los collares que Cuervo le había regalado y cortó el hilo de tendón que mantenía unidas las cuentas. Restregó el collar en la arena, separó del hilo la mayoría de los abalorios y lo enroscó en la bancada partida. Observó la embarcación e intentó ponerse en la piel de Cuervo y desentrañar qué pensaría cuando viera el ik.
Devolvió la piedra a la playa y se acercó a la cesta de provisiones. Se arrancó el amuleto del cuello e ignoró el temblor que recorrió sus brazos cuando ese peso tan conocido dejó de estar sobre su pecho. Con manos rápidas, utilizó la bolsita como patrón y cortó un trozo de piel de foca, le hizo agujeros en ambos lados con la lezna, cosió uno con hilo de tendón y dejó el otro tal como estaba. Introdujo en la bolsita una piedra negra y varias conchas que encontró en la playa; se dirigió al ik y la encajó bajo las amarras de proa. Se arrancó largos mechones y los enredó en las astillas de la bancada partida. Cogió el cuchillo de mujer, levantó la mano izquierda y se hizo un corte en el brazo izquierdo. Se inclinó sobre el ik para que las gotas de sangre cayesen en la cubierta de foca, la bolsita del amuleto y las cuentas de concha del collar. Se arrodilló en la arena y suplicó a cualquier espíritu que estuviese dispuesto a escucharla:
—Protégeme y protege a Shuku. No permitas que Cuervo se entere de lo que he hecho.