Capítulo 29

Cazadores de Ballenas

Isla de Yunaska, archipiélago de las Aleutianas

Kukutux acercó una delgada rodaja de halibut a la llama de la lámpara de aceite. Le hacía ruido el estómago, por lo que cortó un trocito de carne y se lo llevó a la boca. Cerró los ojos mientras masticaba. ¿Había algo más sabroso que el pescado crudo?

Había guardado la rodaja de halibut para comerla fresca y preparado el resto para disecarlo. Cortó la carne transversalmente y dejó cada trozo unido a la piel por un extremo. Colgó la piel de un anaquel de madera flotante y permaneció todo el día al lado, avivando la pequeña hoguera humeante. Por lo general, dejaba secar el pescado al aire, sin fuego ni humo que le diesen sabor; pero no tenía otra cosa que hacer, pues se había quedado sin marido o hijo para los que coser, no tenía que cortar hierbas para trenzar cestas y las bayas aún estaban verdes. Además, debía cerciorarse de que nadie le quitaba el pescado. En la aldea había demasiados niños hambrientos.

Rechazó el recuerdo de los tiempos en que los anaqueles de secado estaban llenos a rebosar de pescado o de carne de foca, en que los niños estaban gordos y las mujeres no sólo tenían aceite para cocinar y como combustible, sino para untarse la piel y el pelo.

Kukutux cortó otro trozo de pescado y se lo llevó a la boca. En los tiempos que corrían, sólo Muchos Niños se engrasaba el pelo, a pesar de que la mayor parte del aceite de Roca Dura procedía de capturas pretéritas. Kukutux no tuvo necesidad de sentarse cerca de Muchos Niños en el ik para percibir el hedor del aceite viejo, mohoso, rancio y almacenado demasiado tiempo. Claro que tenían aceite y que hacía sólo dos días Roca Dura había cazado una foca, lo que suponía carne y aceite frescos.

Kukutux se convenció de que no tenía sentido pensar en Roca Dura. Después de lo ocurrido era imposible que la tomase por esposa. Muchos Niños le hablaría del halibut y no existía la menor posibilidad de que fuese sincera. En la aldea había más cazadores; entre otros, Foca Agonizante. Era un buen hombre y, al decir de muchos, un cazador tan hábil como Roca Dura.

Sin embargo, Foca Agonizante estaba de duelo por la mujer que había tomado por esposa poco después de que cayera la ceniza. ¿Existía prueba más clara de la maldición que pesaba sobre la aldea que la muerte de Pies Blancos, la joven que había engordado con el niño de Foca Agonizante que no llegó a nacer? ¿Quién podía explicar por qué había estado riendo y, al cabo de unos instantes, se había llevado las manos al pecho y antes de llegar la noche había muerto?

Muchos Niños abrió el vientre de la muerta para salvar al rorro, pero no estaba vivo. Foca Agonizante tenía segunda esposa, una mujer mayor que ya no podía darle hijos. Los cónyuges habían recogido a todos los niños de la aldea que se quedaron sin padre y madre. Por lo tanto, aunque sólo tenía una esposa, Foca Agonizante alimentaba muchas bocas.

Pese a que no era mucho más alto que Kukutux, Foca Agonizante era un hombre fornido, con manos el doble de grandes que las de la mayoría de los hombres, y hombros doblemente anchos. Pero su mirada transmitía una ternura que hacía sonreír a Kukutux cada vez que lo veía rodeado de niños. Foca Agonizante no era hombre de muchas esposas y en diversas ocasiones lo había oído discutir con otros mientras evaluaban quién se hacía cargo del exceso de mujeres de la aldea.

Kukutux había percibido la congoja de Foca Agonizante cuando dijo: «¿Qué hombre puede soportar que sus esposas no se cubran con buena ropa, que no tengan aceite para calentarse las manos y protegerse el rostro? ¿Cómo puede regresar de una cacería con apenas lo suficiente para una boca y percibir la necesidad en la mirada de sus mujeres? ¿Cómo hace un cazador para comer su parte si tiene tres o cuatro esposas que se mueren de hambre? Y, si no se alimenta, ¿cómo hace el cazador para cobrar piezas?».

Kukutux pensó que cabía la posibilidad de que, superado el período de duelo, Foca Agonizante la mirase y se diera cuenta de que estaba delgada y apenas probaba bocado. Tal vez decidiera tomar segunda esposa, una mujer que lo ayudase con los niños. Kukutux se llevó a la boca otro trozo de carne de halibut y oyó pasos en lo alto del ulaq. Miró la tira de pescado ahumado que colgaba de una viga y experimentó el vergonzoso deseo de ocultarla. ¿Había en la aldea alguien que tuviese menos que ella? ¿Era justo que se viese obligada a compartir su escueta ración de pescado? Recordó las historias que su abuela le había contado sobre las mujeres que eran egoístas con los alimentos o los cazadores que no repartían partes de lo que cobraban, y de la forma en que los espíritus se volvían contra ellos, dando pie a que el cazador más poderoso se debilitase y la mujer más rozagante enfermara. Dejó el pescado donde estaba, se puso de pie y aguardó a que quien estaba arriba la llamara por el orificio para el humo.

Aunque Kukutux esperó, no hubo voz que pronunciase su nombre. Finalmente invitó a entrar a quien estaba en lo alto del ulaq. Le bastó verle los pies y las piernas para saber que se trataba de Roca Dura. A medida que el hombre descendía, Kukutux se obligó a desterrar de su mente los temores que la asaltaron: Muchos Niños lo había obligado a ir para exigirle que abandonase la aldea y Roca Dura se llevaría el halibut que había ahumado.

Roca Dura se detuvo ante ella y alzó las manos con las palmas hacia arriba, por lo que Kukutux dijo:

—Tengo carne.

Le ofreció la tira de halibut crudo, pero se le cayó el alma a los pies al percatarse de que un cazador como Roca Dura devoraría esa porción y querría más, tal vez la totalidad del halibut, parte que esperaba que le durase cinco o seis días.

—Agua —afirmó Roca Dura—, sólo quiero agua.

Kukutux experimentó un gran alivio que subió por su pecho burbujeante como una canción. Cogió una vejiga de foca llena de agua y se la entregó al cazador. Roca Dura se acuclilló, se llevó el recipiente con agua a los labios, bebió, se secó la boca con el dorso de la mano y devolvió la vejiga a Kukutux.

Hizo señas a Kukutux para que se acomodara a su lado. La mujer obedeció. Roca Dura llevaba la suk de pieles de frailecillo negro unidas con tiras de cuero de foca. Cuentas de conchas de almejas pendían del cuello alto y rígido de la chaqueta. Trozos de esófago de foca —blancos porque se habían congelado mientras se secaban— estaban cosidos como adorno y formaban una larga hilera en la pechera de la suk.

Durante unos instantes Kukutux se imaginó esposa de un jefe tan importante como Roca Dura, un cazador cuyo nombre se conocía en las aldeas de todas las islas de la tierra. Enseguida se acordó de Muchos Niños, de la cólera que transmitía su mirada y de las mentiras que su lengua soltaba con tanta facilidad. Kukutux se dijo que era mejor estar sola y vivir tranquila.

Roca Dura carraspeó. Kukutux aguardó cabizbaja y con la mirada fija en las esteras del suelo. Como Roca Dura no tomaba la palabra, la mujer alzó la cabeza. No se atrevió a mirarlo a los ojos ni a mostrar la familiaridad que sólo corresponde a las esposas, así que observó su boca y estuvo pendiente de sus palabras.

—Te hace falta marido —dijo finalmente el jefe con tono áspero.

—Tengo entendido que hay demasiadas mujeres para tan pocos hombres —replicó—. Tengo entendido que no tengo tío ni padre que den la cara por mí. Hasta mi hermano ha muerto.

Roca Dura miraba hacia delante, como si estuviera hablando con la lámpara de aceite en lugar de charlar con Kukutux.

—En cierto momento pensé en tomarte por tercera esposa, pero Palabras de Fuego me pidió que escogiera a su hermana y poco después Comedor de Pescado me rogó que me hiciese cargo de su sobrina.

Kukutux asintió con la cabeza. La emocionó que Roca Dura la hubiese tomado en consideración como tercera o cuarta esposa. Le permitió olvidar fugazmente la rigidez de su brazo izquierdo y saber que los hombres aún la encontraban deseable en lugar de fea y perezosa.

—En este momento todos los hombres tienen demasiadas esposas —añadió Roca Dura—. Dadas las circunstancias, ningún cazador puede alimentar a su mujer y a sus hijos.

Kukutux fijó la mirada en el rincón donde guardaba las cestas. ¿Por qué había ido a visitarla Roca Dura? ¿Para preguntarle, simplemente, por qué estaba sola y no tenía marido? ¿Había alguien que lo ignorase? El jefe no parecía enfadado ni había mencionado el halibut, pero era imposible saber lo que Muchos Niños le había contado.

—Hoy he pescado un halibut —afirmó Kukutux sin mirar a Roca Dura, con la vista fija en las cestas que había trenzado antes de que la lluvia de ceniza arrasara la hierba. Roca Dura guardó silencio y Kukutux se volvió para mirarlo—. Atrapé el halibut —insistió—. Fui yo, no lo pescó Muchos Niños. —Roca Dura se encogió de hombros—. Ella lo reclamó y dijo a los hombres que estaban en la playa que lo había pescado, que yo mentía…

—¿Usaste su ik? —inquirió Roca Dura.

—Sí. Yo no tengo ik. No lo tengo desde que… desde que…

—¿Guardas madera para construir un armazón?

Kukutux bajó la cabeza.

—La guardaba.

—¿Has dejado de hacerlo?

—Sí.

—¿Te has vuelto demasiado perezosa?

—¿Quién construirá mi ik? —preguntó de repente, muy contrariada—. No tengo marido. Si guardo madera para el armazón del ik, ¿quién lo construirá? ¿Quién me dará pieles de otaria para la cubierta?

La desesperación por la pérdida y por las mentiras de Muchos Niños se había mezclado con el dolor del estómago, después de tanto tiempo vacío, y había dado ímpetu a sus palabras, por lo que habló con tono tan estentóreo como el de un hombre que discute.

—Era el ik de Muchos Niños, por lo que tiene derecho a quedarse con la parte de la cobradora —declaró Roca Dura.

Kukutux lo miró a los ojos.

—¿Han cambiado las cosas? ¿Los habitantes de esta aldea han decidido que la dueña del ik se lleva la mejor parte? Tal vez llegaron a esta conclusión mientras Muchos Niños y yo pescábamos en el ik. Quizá se olvidaron de decírmelo cuando desembarqué con el halibut enganchado a mi anzuelo. —Hizo una pausa y, como Roca Dura no replicó, Kukutux preguntó—: Según el nuevo acuerdo, ¿la dueña del ik tiene derecho a mentir sobre la persona que capturó el pez?

Kukutux se quedó sin palabras. No tenía nada más que decir, por lo que clavó la mirada en los ojos de Roca Dura y se preparó para su cólera. La mirada del jefe era apagada y Kukutux no vio nada en sus ojos, ni siquiera el reflejo de su rostro.

Por fin Roca Dura decidió hablar. Adoptó un tono sereno y empleó palabras tajantes, como si charlara con alguien a quien le cuesta entender.

—Hay un hombre que podría tomarte por esposa, un hombre que te considera hermosa. No tiene mujer y daría mucho por ti, pero antes quiere pasar la noche contigo para saber cómo eres.

A Kukutux se le oprimió tanto el corazón que, al principio, no pudo hablar. Dijo con voz trémula:

—Todos nuestros hombres tienen esposas.

—Me refiero a uno de los comerciantes —puntualizó Roca Dura.

Kukutux se incorporó y se alejó. Volvió bruscamente la espalda al jefe, cruzó los brazos sobre los pechos y se detuvo junto al espacio para dormir de su difunto esposo.

—Estoy de duelo —afirmó y arrojó las palabras por encima del hombro, como si lanzara las entrañas de pescado a una gaviota.

—Tu marido murió hace muchas lunas —precisó Roca Dura.

Kukutux se encogió de hombros.

—¿Es posible poner coto a la pena? ¿La esposa puede decir que durante una o dos lunas el dolor lacerará su corazón y que luego cantará y bailará? ¿Es la costumbre de nuestro pueblo? ¿Es la costumbre del comerciante del que hablas? ¿A qué tribu pertenece, a los caribúes?

Kukutux se volvió y vio que Roca Dura se había puesto en pie.

—Sólo quiere pasar la noche contigo.

—En esta aldea no hay nadie que sea mi marido, mi tío o mi padre. Nadie tiene derecho a decirme lo que debo hacer con mis noches… ni quién entra o sale de mi espacio para dormir.

—El comerciante ha dado aceite por ti.

Kukutux sonrió y se agachó para sacar del escondrijo de alimentos el único estómago de foca con aceite que le quedaba.

—No, mi aceite está aquí. Es de las focas que cobró mi marido. Es lo único que tengo y me pertenece. Nadie ha dado aceite por mí. —La expresión de Roca Dura se demudó y Kukutux añadió—: Dile que estoy con el sangrado de la luna. Dile que si me visita esta noche maldecirá su parte masculina. Es posible que así te permita conservar el aceite.

Roca Dura abrió los labios para mostrar sus blancos dientes y, a pesar de que el miedo le cortó la respiración, Kukutux le sostuvo la mirada. El jefe estiró el brazo para coger el pescado que colgaba de las vigas del ulaq y Kukutux apretó los labios porque no quería rogarle que le dejase esa pequeña cantidad de carne. Respiró hondo y dijo:

—Si no tienes alimentos, llévate el halibut. Conozco muy bien el dolor del estómago vacío.

Roca Dura apartó la mano sin coger el pescado y abandonó el ulaq.

Kukutux se acuclilló junto a la lámpara de aceite, recogió el trocito de halibut crudo que había quedado en la estera y se lo llevó a la boca.