Hombres de las Morsas
Bahía de Chaguan, Alaska
Kiin se quedó en la orilla hasta que el ik de comerciante de Cuervo y el ikyak de Zorro Blanco se convirtieron en pequeños puntos oscuros en las aguas azules de la bahía. Miró para otro lado cuando la esposa de Zorro Blanco se echó el pelo sobre la cara para ocultar las lágrimas. Kiin rezó interiormente por el éxito de los comerciantes, pero no ocultó su mirada a las otras mujeres para disimular su llanto. Había pasado demasiados días haciendo paquetes, preparando alimentos, tallando y oyendo las quejas de Cola de Lemming, así como demasiadas noches en el lecho de Cuervo, para sentir pena por su partida.
Las mujeres no tardaron en retornar a los refugios. Kiin caminó hasta los bajíos dejados por la marea y, con ayuda del bastón, buscó erizos entre las piedras y las charcas.
En cuanto llenó la cesta de recolección, partió un erizo y con el pulgar sacó las huevas de color naranja. Se llevó el dedo a la boca y sonrió. El invierno había sido largo y se alegraba de volver a probar alimentos frescos. Había llegado el momento de regresar al refugio: sus pechos llenos de leche añoraban a Shuku.
«Tendrías que haberlo traído —le recriminó su voz interior—. Sujeto bajo la suk no te habría creado problemas. De esta forma, habrías podido permanecer más tiempo fuera del refugio y lejos de Cola de Lemming».
«Shuku dormía en su cuna», replicó Kiin.
Como había cumplido un año, Shuku era más difícil de acarrear; rebotaba en la espalda de Kiin, luchaba por sacar los brazos del suk de su madre y reclamaba más huevas de erizo de las que le correspondían. Kiin sonrió. Pensó que no había otra madre más contenta con su hijo e ignoró el repentino y doloroso recuerdo de Takha.
Mientras caminaba por la aldea se puso a tararear una canción, una nana que cantaban las madres de la tribu de los Primeros Hombres. Dentro de una luna dejarían la aldea invernal y establecerían el campamento de salmones en el río de los Hombres de las Morsas. La del campamento de salmones era una buena época, ya que abundaban los cantos, los bailes, las hogueras y los alimentos. En esta ocasión Cola de Lemming y ella se trasladarían sin Cuervo, lo cual no era demasiado grave. Trabajarían menos porque estarían libres de sus exigencias.
Se introdujo en el túnel del refugio, oyó llorar a Shuku y frunció el ceño al pensar en la desidia de Cola de Lemming. En las dos lunas transcurridas desde el nacimiento de Ratón, ¿cuántas veces lo había cuidado mientras Cola de Lemming visitaba otros refugios? ¿Cuántas veces había alimentado a los dos críos? Cola de Lemming debería hacer lo mismo, sobre todo porque Kiin había salido a recolectar alimentos.
Kiin abrió la cortina que dividía el refugio y preguntó: ¿No podías amamantar a mi hijo mientras yo buscaba comida para ti?
Cola de Lemming estaba sentada en la tarima para dormir, con las piernas estiradas y la espalda apoyada en la pared del refugio. Junto al lecho se encontraban tres de sus hermanos. Los hombres llevaban chaquetas y polainas de piel. Un adorno de marfil atravesaba la piel de debajo del labio inferior del hermano mayor de Cola de Lemming; el adorno era tan pesado que le alteraba la expresión. Sostenía una lanza de caza emplumada, con la punta hacia arriba, a modo de bastón. Los otros dos no portaban armas y permanecían de pie con los brazos cruzados.
Cola de Lemming sonrió a Kiin e intentó coger la bolsa de erizos, que la recolectora se colgó del hombro. Se acercó a la cuna de Shuku. El pequeño hipó y extendió las manos hacia su madre; tenía las mejillas surcadas de lágrimas que semejaban cuentas transparentes. Kiin lo cogió en brazos y el crío apoyó la cabeza en su hombro.
—¿No podías amamantarlo? —repitió y la cólera la llevó a hablar con descortesía.
Kiin se levantó la suk y sujetó a Shuku con los dos brazos para darle el pecho.
—Soy primera esposa —afirmó Cola de Lemming—. No estoy obligada a hacer otra cosa que ocuparme de mi hijo, del hijo de mi marido.
—Salí a buscar comida para nosotras, para ti —espetó Kiin.
Uno de los hermanos avanzó hacia Kiin, pero Cola de Lemming se arrodilló en el lecho y lo sujetó de la muñeca.
—Se lo diré yo —advirtió a su hermano y se volvió hacia Kiin—. He decidido que no te quedarás en el refugio. Retornarás cuando regrese mi marido… si es que quiere tenerte. Recuerda que mi niño es hijo de Cuervo y que el tuyo pertenece a un hombre al que Cuervo quitó la vida.
Kiin apretó los dientes para no montar en cólera.
—¿Quién te ha dicho eso?
Cola de Lemming se encogió de hombros.
—¿Hay alguien que ignore que Cuervo mató a tu primer marido? Tú misma me contaste que Shuku era hijo de tu marido. —Cola de Lemming se humedeció los labios y soltó una carcajada—. ¿Piensas que Cuervo criará un hijo que tal vez un día decida matarlo para vengar la muerte de su padre?
Kiin miró al niño que sostenía en brazos.
—Mi hijo no matará a Cuervo —aseguró.
No había terminado de pronunciar esas palabras cuando oyó susurrar a su voz espiritual: «¿Cómo te atreves a responder por tu hijo? No sabes qué hará cuando se convierta en hombre».
Los hermanos de Cola de Lemming rieron y el mayor dijo:
—Cuando regrese, Cuervo decidirá qué quiere hacer. De momento, estamos aquí para cerciorarnos de que nuestra hermana no tiene problemas contigo. Coge a tu hijo y lárgate.
Kiin meneó la cabeza. Sin duda Cola de Lemming sabía que una mujer sola, sin ik ni refugio y un niño al que atender no tardaría en morir. Su espíritu murmuró: «Kiin, no padezcas, sabes que puedes apelar a Abuela y Tía».
Kiin pensó que no podía recabar la ayuda de las ancianas y el miedo le agarrotó el pecho. Era imposible recurrir a Abuela y Tía. Si compartía el refugio con ellas, sus pensamientos no tardarían en colarse en los sueños de Tía, que rápidamente sabría que Takha seguía vivo. No debía correr ese riesgo.
«Kiin, Tía ya sabe que Takha está vivo y no ha dicho nada», le recordó su espíritu.
—No lo sabe. —De pronto Kiin se percató de que había hablado en voz alta.
Cola de Lemming y sus hermanos la miraban con atención. Repentinamente su desconcierto y su miedo se trocaron en ira. Miró a un hermano de Cola de Lemming tras otro y los hombres parpadearon y desviaron la mirada.
—Cuervo os castigará —anunció.
El hermano más pequeño arrastró los pies y bajó la cabeza, ¡no digas tonterías! —exclamó Cola de Lemming—. ¿Crees que mi marido me castigará por intentar protegerlo? ¿Acaso la esposa puede hacer algo más que defender a su marido?
—¿Y si no me voy? —preguntó Kiin.
—Ése es el motivo por el que mis hermanos están en el refugio replicó Cola de Lemming.
Los hombres dieron unos pasos hacia Kiin, que lanzó la siguiente advertencia:
—No se os ocurra tocarnos a mi hijo o a mí. Me iré, pero me llevaré lo que me pertenece.
Se dirigió al rincón de las cestas y cogió la más grande, la que había trenzado con trozos de raíces de sauce.
—Aquí no hay nada tuyo, salvo tu hijo —precisó Cola de Lemming.
Su hermano mayor la miró y comentó:
—Que se lleve lo que en justicia le corresponde, algunos alimentos y las pieles del lecho. ¿Y si estás equivocada y Cuervo se enfada? ¿Quieres que se entere de que la obligaste a partir con la manos vacías?
Cola de Lemming despotricó contra su hermano. Kiin los ignoró. Buscó un trozo de carne de foca seca, se lo dio a Shuku para que lo mascase y acomodó al pequeño en la tarima de su espacio para dormir. Llenó la cesta con pellejos, pieles de foca, carne y pescado disecados, agujas y leznas, herramientas de tallar y tallas, así como una chaqueta y polainas que había cosido a la manera de los Hombres de las Morsas. Elaboraba planes a medida que recogía sus cosas.
Podría pasar uno o dos días con Lanzadora de Esquisto y quizá con Cazador del Hielo y su reciente esposa, pero no estaría cómoda. Las mujeres temerían que reclamase un sitio en el refugio de sus maridos en cuanto segunda esposa.
Una voz interior declaró: «Ha llegado el momento de regresar a la aldea de los Primeros Hombres, al seno de tu pueblo».
Esa posibilidad desvaneció su ira e incluso sus miedos. ¡Retornaría con los suyos! Las palabras bailaron en su mente como si fueran una canción. ¿Y si Cuervo decidía seguirla? No podía arriesgarse a conducirlo hasta Samiq o Takha.
Kiin guardó en la cesta un rollo grande de tendón retorcido y no hizo caso de las protestas de Cola de Lemming cuando cogió otro. Súbitamente supo con claridad lo que haría. El plan era tan sencillo que estuvo a punto de sonreír.
«Sí, es la mejor época del año, cuando la marea baja deja al descubierto los erizos y los buccinos, cuando falta poco para que los pájaros pongan huevos», pensó. La alegría la inundó como un cántico, pero retuvo las palabras, se colgó la cesta de la espalda, abrigó a Shuku con la chaqueta con capucha y las polainas y se puso el portacríos de manera que el niño quedara apoyado en su cadera izquierda.
—Nuestro marido se sentirá muy contrariado —advirtió a Cola de Lemming. Hizo un alto en el escondrijo para alimentos y retiró un estómago de foca con aceite y otro de carne disecada. Se volvió hacia los hermanos de Cola de Lemming y apostilló—: No es bueno que un chamán se enfade con vosotros.
Kiin recogió su báculo y abandonó el ulaq.
No tardó en dar con Lanzadora de Esquisto. Siempre que se formaba un corro de mujeres, Lanzadora de Esquisto estaba en el centro, tan ruidosa como un mérgulo en su nido. No hizo falta que Kiin las interrumpiera, le bastó pasar con la cesta a la espalda, la cuerda en la frente para ayudarla a soportar la carga y el cestillo de erizos colgado del brazo. Lanzadora de Esquisto la llamó y le preguntó adonde iba.
—Mi hermana esposa dice que no soy bien recibida en el alojamiento de nuestro marido —replicó Kiin y dejó que la ira tiñese sus palabras.
—¿Dónde vivirás? —preguntó Lanzadora de Esquisto.
—Es posible que Abuela y Tía te dejen un sitio —sugirió otra mujer.
—Soy segunda esposa… y hasta la segunda esposa merece un sitio en el alojamiento de su marido —puntualizó Kiin—. Iré a la aldea del pueblo del Río y buscaré a mi marido. Cuando se entere de lo que Cola de Lemming me ha hecho, será ella la que tendrá que buscar un lugar para vivir y yo me convertiré en primera esposa. —Kiin reanudó la marcha, disimuló una sonrisa al oír los comentarios de las mujeres y gritó por encima del hombro—: Decidle a Cola de Lemming que me llevo el ik.
Sacó el ik del anaquel, guardó en su interior el aceite, la cesta y los erizos e introdujo la embarcación en las aguas de la bahía del pueblo Morsa. Arropó a Shuku bajo la suk y lo sujetó firmemente a su espalda para que el rorro pudiese mirar por encima de su hombro mientras remaba. No iría muy lejos con el ik… sólo lo necesario.
Pasó el zagual por la borda del ik y su espíritu susurró: «La caminata será larga».
«No me cansaré», aseguró Kiin.