Muchos Niños bajó corriendo por el poste de la entrada del ulaq y lanzó un buen trozo de carne de halibut al suelo. Cayó entre Waxtal y Roca Dura.
Waxtal miró a la mujer. Recordó que era la primera esposa de Roca Dura. La conocía desde hacía mucho tiempo, desde la época en que los Cazadores de Ballenas y los Primeros Hombres se aprestaban a luchar con los Bajos. Había sido hermosa, aunque gritona y algo ordinaria. ¿Acaso había alguna Cazadora de Ballenas que no fuera ordinaria?
Pese a que la mayoría de los hombres y mujeres de la aldea de los Cazadores de Ballenas estaban delgados y tenían los ojos opacos a causa de la falta de carne, la cara de Muchos Niños se veía tersa y redonda y le brillaba el pelo por la capa de aceite que se había dado. La mujer se acuclilló junto al pescado y Waxtal advirtió que era la parte de la cobradora: la cabeza, a la que aún estaban unidas la carne y la grasa del vientre.
—Lo he atrapado —afirmó Muchos Niños, señalando el halibut con todos los dedos de las dos manos—. Lo he pescado yo —insistió y habló entrecortadamente, como si hubiese corrido.
Roca Dura la miró, frunció el entrecejo y al final murmuró:
—Me alegro.
—¿Cómo has dicho? ¿Eso es todo? ¿Me alegro? —preguntó Muchos Niños y lanzó una áspera carcajada—. ¡No te imaginas lo que he tenido que luchar por lo que me corresponde… por la parte del pescado que atrapé!
Roca Dura miró a Waxtal con una expresión que éste comprendió. ¿Por qué las mujeres se peleaban por cosas que no valía la pena discutir? ¿Por qué lloraban por lo que no merecía una sola lágrima?
—¿Quién ha intentado quitártelo? —inquirió Roca Dura, pronunciando lentamente las palabras.
Muchos Niños formó un círculo con los labios y Waxtal se imaginó el aspecto que debió de tener de pequeña, con la sonrisa oculta tras los morritos.
—Kukutux —respondió con un hilillo de voz.
Waxtal cortó otra loncha del trozo de carne seca que Roca Dura le había ofrecido, la mascó parsimoniosamente e intentó recordar a una Cazadora de Ballenas llamada Kukutux, pero no logró evocar su cara.
Llegó a la conclusión de que se trataba de una mujer más joven, que probablemente era una cría o quizá no había nacido cuando llegaron los Bajos, hacía tantos años.
—Tal vez Kukutux necesita alimentos porque no tiene marido —opinó Roca Dura.
Muchos Niños apretó los labios y los separó para mostrar los dientes. Waxtal desvió la mirada. No era bueno estar con Roca Dura mientras discutía con su esposa. Si el rostro de un hombre despertaba el recuerdo de una situación embarazosa, nadie querría reunirse con él.
Waxtal se irguió. Cogió la punta de arpón de las esteras que cubrían el suelo.
—No lo olvides. Quiero tres más.
Waxtal no quería marcharse sin las otras puntas de lanza, pero lo que más le interesaba era cerrar el trato antes de que Roca Dura hablase con Búho o con Huevo con Manchas. Los comerciantes, que eran poco más que muchachos, no darían ningún valor a las puntas de arpón rotas de Roca Dura. Por si eso fuera poco, Waxtal no quería que el jefe de los Cazadores de Ballenas pensase que negociaba con él por compasión.
—Espera un momento, no te vayas —repuso Roca Dura a Waxtal al tiempo que hacía un ademán. Se dirigió a Muchos Niños—: Me ocuparé de que Kukutux sea castigada. Aunque necesite carne, no puede apoderarse de lo que no le pertenece.
Muchos Niños asintió con la cabeza, asomó la barbilla y dijo:
—Puede quedarse con mi parte. ¿Qué representa un halibut para la esposa del alananasika?
—Tienes razón —terció Waxtal.
El tallista estuvo a punto de alabar el poderío y el honor de Roca Dura, pero Muchos Niños se inclinó hacia su marido y murmuró con voz apenas audible:
—Kukutux necesita marido. Puede que alguno de los comerciantes dé algo por ella.
Esas palabras se clavaron en el pecho de Waxtal. A ningún comerciante le apetecía llevar una mujer en su ik. Era una boca más que alimentar, alguien que pretendería ser obsequiado con abalorios y plumas, que se quejaría de las inclemencias del tiempo y que protestaría durante las largas jornadas de remado. Reparó en la sonrisa que afloró a los labios de Roca Dura y en la forma súbita en que cuadró los hombros.
—Kukutux es una mujer joven y trabajadora —declaró Roca Dura—. Dará a su marido noches de felicidad y muchos hijos.
El jefe de la aldea rio y Waxtal se sumó a sus carcajadas.
—¡Ajá, una Cazadora de Ballenas! —exclamó.
Se acordó de Tres Peces, la esposa de Samiq, que comía tanto como un hombre y trabajaba menos que la mayoría de las mujeres. Búho y Huevo con Manchas lo dejarían en la isla si tomaba por esposa a una Cazadora de Ballenas. No soportaría vivir en esa aldea arrasada y maldita. Cualquiera sabía que semejante maldición podía penetrar en el alma y provocar la enfermedad y hasta la muerte. En su condición de comerciante estaba protegido. Aunque no pertenecía a esa aldea ni a esa isla, si se quedaba a vivir, ¿no se corrompería a pesar de que no era Cazador de Ballenas?
Waxtal dejó de reír, pero dirigió una sonrisa a Roca Dura.
—¿Existe algún hombre que no abrigue la esperanza de tener una esposa Cazadora de Ballenas? —preguntó calurosamente—. A un comerciante le resulta difícil y peligroso viajar con su esposa. ¿Kukutux no tiene padre o tío que se interese por su seguridad?
—Todos los miembros de su familia han muerto —intervino Muchos Niños y, como si fuera un hombre, se sentó junto a Roca Dura.
—Tal vez sobre su familia pesa una maldición —añadió Waxtal, eligiendo con sumo cuidado las palabras que pronunciaba.
Roca Dura frunció el entrecejo.
—Es una de las mujeres más fuertes de la aldea y sobre ella no pesa ninguna maldición.
—Ni siquiera tose —aseguró Muchos Niños.
Waxtal tironeó los largos y ralos pelos de su perilla, frunció una ceja, miró a Roca Dura y preguntó:
—¿Es cierto?
—Lo es —confirmó Roca Dura.
Waxtal se encogió de hombros. Abrió la mano y contempló la punta de arpón.
—Se la mostraré a Búho y a Huevo con Manchas. Les hablaré de Kukutux y decidiremos si tomamos o no a una mujer. Tendría que viajar en el ik con ellos, pues yo sólo dispongo del ikyak. Si los comerciantes no la quieren… —Volvió a encogerse de hombros.
—Has prometido dos estómagos de aceite por las puntas de arpón —le recordó Roca Dura.
—Así es, lo he prometido por ésta y otras tres.
Se le encogió el corazón cuando pensó que tendría que decirle a Búho lo mucho que había ofrecido por un puñado de puntas de arpón rotas.
Waxtal abandonó el ulaq, se detuvo unos instantes en lo alto y escudriñó la playa. Una joven acarreaba un trozo de carne de halibut en una cesta de red que le colgaba del brazo. Era alta y delgada, se movía veloz y graciosamente y sus pies pequeños y oscuros asomaban por debajo de la suk de pieles de ave. La mujer lo miró cuando pasó delante del ulaq. Sus grandes ojos oscuros resaltaban en el rostro demacrado. La joven giró la cabeza y Waxtal notó que la sangre se agolpaba en sus ingles. ¿Cuántas noches habían transcurrido desde la última vez que estuvo con una mujer?
Contempló la punta de arpón y fijó la mirada en la lengüeta partida hasta que dejó de pensar en sus necesidades. Se alegró de haber pedido una mujer a Roca Dura. A cualquier hombre le habría bastado ver su abultada entrepierna para saber que lo podía comprar, simplemente, con la promesa de un encuentro con una mujer.
Waxtal contempló a la joven que trepó por un ulaq. Se pasó la mano por su parte masculina tiesa y oyó que Muchos Niños desgranaba una sarta de quejas en el interior del ulaq de Roca Dura. Meneó la cabeza y se preguntó si una mujer merecía tantos quebraderos de cabeza.