Roca Dura entregó a Waxtal la punta del arpón. Tras cuatro días de espera y de amabilidades, finalmente Roca Dura lo había invitado a su ulaq. A Waxtal no le había molestado esperar, pues necesitaba tiempo para elaborar sus planes.
Waxtal pensó que el trueque estaba a punto de comenzar y estudió la punta del arpón. Era de barba de ballena, con lengüetas a ambos lados, y del largo de su mano extendida. El extremo era romo y con ranuras para colocar veneno bajo la pequeña punta triangular de obsidiana. El arpón era viejo, el hueso estaba amarilleado y una de las cuatro lengüetas —la más próxima al extremo— se había partido. Era un buen trabajo, pero Waxtal los había visto mejores. ¿Existía alguien capaz de picar puntas de arpón comparables a las de Amgigh?
Observó atentamente a Roca Dura. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que lo vio? ¿Tres o cuatro años? En muchos aspectos, Roca Dura seguía igual. Era un hombre fornido, de poca altura, con brazos y piernas gruesos y muñecas casi tan sólidas como los tobillos de Waxtal. Tenía los dientes regulares y sanos. Su copioso pelo negro formaba flequillo sobre la frente y en los lados y la espalda le llegaba hasta los hombros. Su mirada era fría y apagada. Era imposible mirarlo a los ojos y saber qué pensaba, aunque un comerciante hábil tenía otros modos de averiguar lo que su interlocutor sentía. No se podía ocultar la ira tras la mandíbula relajada, y nadie podía evitar que sus deseos se vislumbrasen en la contracción de los labios, en la rápida agitación de un párpado.
Waxtal cerró la mano en la que sostenía la punta del arpón.
—¿Tienes más? —inquirió.
En otras aldeas y en sus trueques con otros hombres, Waxtal habría arrojado la punta del arpón al suelo y simulado que no le interesaba. Sin embargo, en la actitud de Roca Dura —en sus hombros hundidos, los brazos cruzados y la forma en que rodeaba los codos con las manos— percibió algo que lo llevó a considerar la primera oferta como algo que merecía la pena.
—Algunas —respondió Roca Dura.
—Te daré un estómago de foca lleno de aceite por esta punta de arpón y tres más —negoció Waxtal.
Roca Dura se irguió. Alzó una ceja y miró a Waxtal a los ojos.
Waxtal se dio cuenta de lo que sucedía. Cualquiera que los viese pensaría que le ofrecía el aceite por compasión. Aunque Roca Dura había explicado a Waxtal y a los comerciantes que la mayoría de los hombres de la aldea habían salido de cacería, era evidente que había muy pocos cazadores. Los ulas estaban en malas condiciones y habían dejado que las sólidas vigas se pudrieran. En los cuatro días transcurridos desde su llegada a la isla, Waxtal había visto más tullidos —personas con problemas en las manos, los ojos, los pies y las piernas— que en toda su vida.
Estaba claro que el peso de la maldición había caído sobre los Cazadores de Ballenas. Waxtal lo notó y el miedo lo asaltó. Necesitaba que Roca Dura fuese fuerte. Recordó que el poderío de un hombre es algo más que el favor de los espíritus. El poder de un hombre —y su debilidad— radica en lo que cree ser. Waxtal se obligó a recordar el odio que Roca Dura sentía hacia Samiq y sonrió. Las cosas sucederían como las había planeado, pero debía intentar que Búho y Huevo con Manchas no se acercasen a Roca Dura. Debía impedir que los comerciantes temieran la maldición que Samiq había lanzado en la aldea de los Cazadores de Ballenas.
Se alegró de que Roca Dura hubiese dado a Búho y a Huevo con Manchas sendas mujeres que los acompañarían las noches que pasasen en la isla. Reprimió una sonrisa al percibir el deseo en la mirada de los comerciantes y se dijo, como siempre, que los jóvenes no podían ser mercaderes. Pensaban demasiado en los placeres del cuerpo y el ardor los obnubilaba. De todos modos, esperaba que Búho y Huevo con Manchas gozasen de sus encuentros con las Cazadoras de Ballenas. Tal vez dejarían hijos que se convertirían en cazadores, niños que devolverían las fuerzas al pueblo que conocía el secreto de las ballenas. En ese mismo momento los jóvenes estaban con las mujeres en lugar de entregados a conseguir buenos trueques. Waxtal se alegró, aunque decidió que más tarde los regañaría. Le convenía estar a solas con Roca Dura en el ulaq, ya que podía negociar sin intromisiones.
Volvió a contemplar la expresión de Roca Dura y percibió el rubor de la cólera, la tensión de la mandíbula y la frente. Recordó que el Cazador de Ballenas no era tonto. Si aceptaba el aceite del visitante, Roca Dura reconocía las necesidades de su aldea. Por otro lado, no podía rechazarlo. Casi todos los niños Cazadores de Ballenas estaban delgados como briznas de hierba y el aspecto de las mujeres era todavía más calamitoso.
Waxtal se inclinó y bajó la voz.
—Me tienes por un comerciante insensato —dijo y se permitió esbozar una sonrisa—. ¿Crees que ignoro que mi aceite vale más que tus cuatro puntas de arpones? —Se irguió y cuadró los hombros—. Puede que en otras aldeas lo valga, pero ésta es la isla de los Cazadores de Ballenas y sus habitantes no deben abandonarla durante los meses de trueque. Han de aprestarse para la llegada de las ballenas, por lo que no pueden enviar comerciantes más que a las aldeas más próximas de Cazadores de Focas. No te imaginas lo que los Cazadores de Focas hacen con las puntas de arpones que reciben de vosotros. Ignoras que el pueblo del Río da dos mujeres a cambio de cada punta de arpón. Los caribúes, que viven prácticamente en el fin del mundo, las cambian por chaquetas y botas bien cosidas y ricamente adornadas con dientes y tendones de colores. Dan todo eso por una o dos puntas de arpón de los Cazadores de Ballenas. Pero lo ignoras y los comerciantes no te lo dirán. ¿Para qué lo comentarán si pueden recibir tanto por tan poco?
Mientras hablaba, Waxtal observaba a Roca Dura. Lo vio alzar la mirada y clavarla en su rostro, como si pudiera reconocer la verdad de sus palabras a medida que salían de su boca.
—En el caso de que sea cierto, ¿por qué me lo cuentas? ¿Por qué no consigues lo que quieres y te vas, como hacen los demás comerciantes? —Un ataque de tos lo hizo callar y cuando se recobró preguntó—: ¿Por qué me lo cuentas?
—Porque somos hermanos —replicó Waxtal.
Roca Dura entornó los ojos y se acercó a Waxtal.
—Tú no eres mi hermano.
—Soy Cazador de Focas, de los Primeros Hombres —precisó Waxtal—. Tú eres Cazador de Ballenas y también formas parte de la tribu de los Primeros Hombres. —Hizo una pausa y vio que Roca Dura se recostaba, chasqueaba los dientes y ladeaba la cabeza—. Los Cazadores de Ballenas y los de Focas siempre hemos sido hermanos. Nuestros abuelos de mucho tiempo atrás son los mismos y ahora conviven en las Luces Danzarinas. Nos casamos con vuestras mujeres y vosotros os unís a las nuestras. —Roca Dura asintió con la cabeza—. Los hombres con los que estoy —prosiguió Waxtal y señaló con la barbilla la parte de arriba del ulaq— pertenecen al pueblo caribú. No piensan como yo. No ven lo que yo veo. Sólo haremos juntos este viaje; luego seguiré solo o en compañía de un comerciante Primer Hombre. ¿Acaso puedo permitir que los que no son mis hermanos timen a alguien que lo es?
Waxtal hizo frente a la mirada de Roca Dura y la sostuvo.
Roca Dura esbozó una lenta sonrisa y preguntó sin inmutarse:
—¿Por qué ésos que se llaman a sí mismos caribú y Río quieren nuestras puntas de arpón? ¿Se proponen capturar ballenas?
Waxtal lanzó una carcajada.
—Jamás cazarán ballenas. Algunos viven lejos del mar, tan lejos que ni siquiera oyen su voz. Sin embargo, visitan el mar y han visto ballenas. Son cazadores competentes, se cobran caribúes y osos y, hasta cierto punto, entienden que el poder es necesario para cazar en el mar. —Waxtal echó el cuerpo hacia delante—. Tú matas ballenas. ¿Existe un poder mayor? —Waxtal desvió la mirada unos instantes y sostuvo en alto la punta de arpón rota—. ¿Crees que la usarán como arma? —Lanzó una carcajada—. Claro que no. —Acarició la lengüeta partida—. Esta punta de arpón ha sido utilizada contra una ballena. Algún cazador se la quedará como amuleto. —Waxtal sonrió y la guardó en la bolsita que colgaba de su cintura—. Tal vez la conserve.
—¡Ja, ja! —rio Roca Dura—. ¡En ese caso, quiero dos estómagos de foca con aceite!
Aunque esperaba ese regateo, Waxtal enarcó las cejas para manifestar sorpresa. Se mordió el labio inferior y palmeó la bolsita.
—Por ésta y tres puntas más.
—De acuerdo.
—Que sean dos estómagos de foca y una mujer que esta noche comparta mi lecho.
—¡Trato hecho! —declaró Roca Dura.
Waxtal se puso de pie, pero Roca Dura lo sujetó y señaló el escondrijo para alimentos cavado en la pared del ulaq.
—Todo trato justo debe cerrarse compartiendo la comida.
Waxtal se mantuvo a la espera mientras Roca Dura revolvía los recipientes de estómago de otaria. Finalmente sirvió carne de ballena y pescado disecados. Waxtal recordó a su hijo Qakan, que tenía debilidad por la carne de ballena. ¡Si Qakan pudiera estar presente y ver la habilidad de su padre para hacer trueques…!
Waxtal habló mentalmente con Qakan, como si lo tuviera a su lado en el ulaq del Cazador de Ballenas: «El secreto de un buen trueque consiste en saber qué es lo que realmente quieren… No me refiero al aceite, a la carne ni a las armas, que son cosas externas; no son más que símbolos de lo que se desea. Un buen comerciante ve más allá, como si mirara a través del agua. Los hombres como Roca Dura, los que han perdido su orgullo, son los más fáciles de entender. Quiere recuperarlo y para conseguirlo ha de tener poder, vengarse y, en la vejez, alcanzar honores. Qakan, recuerda lo que te digo. Puede que algún día te conviertas en comerciante en las Luces Danzarinas. Nadie sabe lo que un comerciante puede obtener en ese lugar».
Roca Dura entregó a Waxtal un trozo de carne seca. Waxtal utilizó el cuchillo de la manga para cortar un pedacito. Sonrió a Roca Dura y sostuvo la carne como si la entregase a manos invisibles.