Capítulo 24

Cazadores de Ballenas

Isla de Yunaska, archipiélago de las Aleutianas

El viento enfrió la piel desnuda de Kukutux mientras corría por el camino embarrado que conducía al río. La nieve se había derretido en el suelo gris de la orilla. Cada día el sol trepaba un poco más en el cielo.

Kukutux partió con los talones la delgada capa de hielo que cubría el río y hundió los pies en el agua. Estaba tan gélida que le embotó los tobillos hasta que le dolieron los huesos. Sumergió las manos ahuecadas y, agachada, se mojó las piernas, los hombros, el cuello y la cara. Volvió a la orilla, se secó con las manos y se puso la suk.

Tembló y cruzó los brazos sobre los pechos hasta que la suk extrajo el calor del centro de su cuerpo y le calentó la piel. Dobló los brazos e hizo una mueca de dolor por el tirón que notó en el codo izquierdo.

«Otros sufren más que yo —se dijo Kukutux—. ¿Qué puedes decir de Cesta Moteada, que se destrozó el pie? ¿Y del viejo Comedor de Pescado, que perdió un ojo? Para no hablar de Esposa Gorda, que había muerto, o de Tres Peces y Pequeño Cuchillo, que jamás aparecieron. Es mejor tener el codo rígido que estar cubierta de cenizas y rodeada de espíritus coléricos bajo un montón de piedras desmoronadas y tierra… ¿Pero seguro que es mejor que ser una mujer sin marido y sin hijos?».

—Otras han perdido también a sus maridos y a sus hijos —dijo Kukutux al viento y se obligó a desterrar su descontento.

Mientras pensaba en el regreso al ulaq, súbitamente se le oprimió el corazón. Frotó el amuleto de piel de ballena que colgaba bajo la suk y respiró hondo.

—Hoy tocan cestas —afirmó para que el sol la oyese.

El sol debía enterarse de que dedicaba los días a trabajar, de que sus manos y su mente no estaban dominadas por la pereza.

—¡Kukutux! ¡Kukutux!

Reconoció la voz de Roca Dura y de pronto su corazón se agitó y le golpeó las costillas. El mujerío había comentado que ese hombre —el jefe de la aldea— no tardaría en elegir su quinta esposa.

Kukutux había hecho denodados esfuerzos por no abrigar la esperanza de que ese honor le correspondiera. Se había regañado por pensar en que aceptaría ser quinta esposa. Había sido primera esposa de un buen cazador y ahora se conformaba con convertirse en la quinta.

En la aldea de los Cazadores de Ballenas quedaban tan pocos hombres que cualquier mujer estaría contenta de convertirse en quinta esposa. Hasta la quinta podía abrigar la ilusión de ser madre de un varón. Si la comida escaseaba, la parte de la quinta esposa no sería inferior a la que ahora recibía: las sobras que le daban las mujeres que se compadecían de ella.

Respiró hondo y se acercó a Roca Dura.

—¿Necesitas algo? —preguntó con tanta amabilidad que su corazón volvió a sobresaltarse.

Kukutux recordó que Roca Dura solía enfadarse. A nadie le apetece un marido que siempre está enojado. De todos modos, las esperanzas desbordaron su corazón.

—Tienes buena vista, ves más que la mayoría —replicó Roca Dura.

Kukutux alzó el mentón. Era verdad; desde pequeña poseía el don de avistar águilas donde los demás sólo veían el cielo.

—Mira hacia allá. ¿Qué ves?

Kukutux se protegió del resplandor del sol e ignoró el dolor que sintió en el codo izquierdo cuando alzó los brazos para apoyar las manos en la frente. Al cabo de un rato respondió:

—Dos ikyan. —Roca Dura asintió con la cabeza—. No, espera… —añadió Kukutux y entrecerró los ojos para ver mejor—. Veo un ik y un ikyan.

Roca Dura apoyó las manos en el báculo. Kukutux lo miró a los ojos, duros y tajantes como la piedra negra. La mirada del jefe de la aldea no transmitía el menor sentimiento.

—Quiero que te fijes en las marcas.

Kukutux volvió a protegerse los ojos del sol y finalmente replicó:

—El ik tiene marcas rojas y amarillas.

—Es un comerciante —masculló Roca Dura—. ¿Tienes cestas? ¿Tenéis las mujeres cestas para trocar? ¿Contáis con estómagos de foca llenos de pescado disecado o con cortinas de hierba?

—Algo hay —repuso Kukutux.

—¿A qué dedicas los días? Ya no tienes maridos de los que ocuparte.

—¿Qué quieres que trencemos? —inquirió Kukutux—. La ceniza arrasó casi toda la hierba para cestas.

Roca Dura se alejó, criticando en voz baja la pereza de las mujeres.

—Roca Dura, ¿qué les dirás a los comerciantes? —preguntó Kukutux y permitió que la ira escapara de sus labios, aunque sabía que el jefe se había alejado demasiado para oírla—. ¿Serás capaz de contarles que este año los Cazadores de Ballenas no cobraron un solo ejemplar y que nos hemos convertido en una tribu de mujeres?

Waxtal movió el pie para mirar el colmillo parcialmente tallado que reposaba en el fondo del ikyak. Le habría gustado terminarlo antes de llegar a la aldea de los Cazadores de Ballenas, pero había dedicado el invierno a labores femeninas: reparar las chaquetas, atrapar peces y prepararlos, cuidar las lámparas de aceite. Nadie podía dedicar la noche a tallar si pasaba el día haciendo el trabajo de las mujeres. De todas formas, no dio rienda suelta a sus quejas. Tuvo alimentos y un sitio en el que vivir. De haber estado solo habría muerto de hambre.

Ya tendría tiempo para tallar. Cuando acabara con los colmillos, su poder sería total y Búho y Huevo con Manchas tendrían que ocuparse de las faenas femeninas.

A pesar de que las tormentas les habían impedido arribar a la isla de los Cazadores de Ballenas antes del invierno, los comerciantes tuvieron aceite suficiente y capturaron otarias, focas, peces y pájaros. Pasaron el invierno en una isla protegida, cuyas cavernas estaban calentadas por los espíritus de la montaña. Waxtal había oído comentarios sobre sitios con esas características y por fin había comprobado su veracidad. Los tres habían pasado un buen invierno, resguardados y bien alimentados.

La primavera tocaba a su fin y estaban a punto de llegar a la isla de los Cazadores de Ballenas. Waxtal escrutó la playa y señaló con el zagual el lejano montículo de ulas.

—Fijaos —gritó a Búho y a Huevo con Manchas—. Allí está la aldea.

Condujo el ikyak hacia la playa, adelantando al ik para mostrar a los comerciantes dónde desembarcar. Bajó del ikyak y esperó a que Búho y Huevo con Manchas varasen el ik.

—Ya os dije que había estado aquí —gritó Waxtal.

El tallista no tardó en percibir el gesto contrariado de Búho y la forma en que entornó los ojos.

—Dijiste que era una aldea poderosa —puntualizó Búho.

Waxtal se volvió, siguió la dirección de la mirada del comerciante y comprobó que a varios ulas les faltaba el techo y que las vigas estaban partidas y empezaban a descomponerse. Huevo con Manchas señaló los anaqueles de los ikyan: en la playa sólo había tres embarcaciones.

—¿Qué ha pasado en esta isla? —preguntó Búho.

El aire se tornó súbitamente pesado y pareció aplastar las costillas de Waxtal. Aferró el amuleto con una mano, se acuclilló y con la otra tanteó el interior del ikyak hasta tocar uno de los colmillos de morsa. Estaba frío y la serenidad del marfil se transmitió de la mano al brazo, de éste al pecho y dio un ritmo uniforme a su corazón.

Avistó un hombre entre los ulas. Por su lentitud al andar y el hundimiento de los hombros, al principio dedujo que era viejo pero, en cuanto se aproximó, Waxtal le vio la cara y supo que se trataba de Roca Dura.

Waxtal extendió las manos.

—Soy amigo, no tengo cuchillo —dijo a modo de saludo—. Soy Waxtal, de los Primeros Hombres, los que antaño vivíamos en la playa de Shuganan. —Roca Dura se detuvo y frunció el ceño—. ¿Te acuerdas de mí? Vinimos a tu aldea y te ayudamos a luchar con los Bajos. Recuerda, fui yo quien te salvó. Tuve la idea de colocar dos postes de entrada en el agujero del techo de cada ulaq para que los cazadores combatieran espalda contra espalda.

—¿Eres Pájaro Gris? —preguntó Roca Dura.

Waxtal sonrió y replicó:

—Sí, por aquel entonces era Pájaro Gris. He tomado el nombre de Waxtal en señal de duelo por mi hijo. —Roca Dura afirmó con la cabeza y miró a los comerciantes—. Te he traído mercaderes.

—No podemos daros de comer —explicó Roca Dura.

—No hemos venido a comer, sino a hacer trueques —precisó Búho.

Roca Dura se encogió de hombros y repuso:

—Compartiremos lo que tenemos y trocaremos lo que podamos.

—Pronto arribarán las ballenas —apuntó Waxtal y las palabras escaparon atropelladamente de su boca.

Roca Dura lo miró y enarcó las cejas.

—¿Acaso entiendes las costumbres de las ballenas? —preguntó el jefe de la aldea. Waxtal giró la cabeza, arrebolado por el calor de las palabras de Roca Dura—. Estamos malditos —añadió Roca Dura, se acercó a Waxtal y le clavó un dedo en el pecho—. Es verdad, los Cazadores de Focas nos salvasteis, pero uno de vosotros nos maldijo. Fíjate en lo que nos hemos convertido. Si crees que puedes llevarte lo que tenemos, nuestras mujeres y nuestros alimentos, no tardarás en comprobar que todavía sabemos luchar.

Waxtal sintió que la cólera le bloqueaba la garganta, pero se volvió para mirar a los comerciantes y declaró:

—Roca Dura, los Cazadores de Ballenas y los Cazadores de Focas siempre hemos sido hermanos. ¿Por qué dices que os hemos maldecido?

Roca Dura miró a Waxtal a los ojos.

—La culpa es tanto vuestra como nuestra. El que nos maldijo es nieto del anciano que fue nuestro jefe. —Waxtal se acordó de Muchas Ballenas, el anciano jefe—. Al menos el que nos maldijo, el que convocó el fuego de Aka y de Okmok, también ha muerto —añadió Roca Dura—. Pronto acudirá a las Luces Danzarinas para reunirse con sus congéneres y la maldición dejará de surtir efecto.

Waxtal se aclaró las ideas y se dio cuenta de que Roca Dura se refería a Samiq. Pensó en el joven y se dijo que por ese motivo Samiq había abandonado a los Cazadores de Ballenas. En la aldea lo daban por muerto. Abrió la boca para hablar, para contarle la verdad a Roca Dura, pero en el último momento se arrepintió. Más le valía esperar, ver qué le daba Roca Dura a cambio de lo que sabía. Por la noche se regodearía pensando cómo castigaba a Samiq por haberle arrebatado el ulaq, los alimentos y a su esposa. De repente la risa pugnó por escapar de sus labios, de modo que bajó la cabeza y se tapó la boca con la mano.

Búho dio un paso al frente y se dirigió a Roca Dura:

—No traemos maldiciones, sino nuestra fuerza, el poder de los amuletos, las bendiciones del chamán y trueques justos.

Waxtal permaneció cabizbajo y siguió a los comerciantes mientras Roca Dura les mostraba el camino que conducía a la aldea.