Primeros Hombres
Bahía de Herendeen, península de Alaska
—Por favor, ve a buscar a tu madre —dijo Tres Peces.
Samiq abrió los ojos y vio a Tres Peces acuclillada en su espacio para dormir. Su esposa se quejó y se apretó el vientre con las manos. Respiraba de forma irregular.
Samiq sacudió la cabeza para alejarse del mundo de los sueños.
—Tu madre, ve a buscar a tu madre —repitió Tres Peces.
Samiq abandonó el calor de la ropa del lecho y se puso la chaqueta. La mano tullida se le enganchó en la manga y pidió ayuda a Tres Peces.
—Ayúdame a sacar la mano —dijo, pero su esposa, con las facciones contorsionadas, sólo pudo menear la cabeza. Samiq sujetó el extremo de la manga con los dientes y la tensó hasta que logró acomodar la mano—. Enseguida vuelvo —añadió. De pronto se detuvo y preguntó—: ¿Quieres que te lleve al refugio para partos?
—No puedo moverme, no puedo moverme —explicó Tres Peces—. El dolor es insoportable. Saca tus armas de aquí para que no queden malditas.
Samiq notó que su esposa tenía las manos manchadas de sangre. Retiró las lanzas y los arpones del rincón de las armas y extendió por la fuerza los dedos de la mano derecha para sujetarlas mientras trepaba hasta el agujero del techo. Corrió al ulaq de su padre y llamó a su madre.
Chagak salió, tan pálida que su rostro parecía una luna que asomaba desde la oscuridad del refugio.
—Tres Peces sangra. El bebé está a punto de llegar.
—Es demasiado pronto… —murmuró Chagak, como si no hablara con su hijo.
Samiq la oyó y sintió un agudo dolor que pareció escapar del centro de su corazón.
Siguió a su madre hasta el ulaq, pero esperó fuera. No era bueno que el hombre estuviese presente durante el nacimiento. La sangre de la mujer representaba una potente maldición a la caza. Trepó hasta lo alto del ulaq y se acuclilló junto al agujero del techo. Oía el arrullo de la voz de su madre —un sonido tranquilizador—, pero no entendía las palabras. Miró hacia la bahía y, mientras aguardaba, se obligó a pensar en las ballenas que habían llegado el otoño anterior.
Esas ballenas les habían proporcionado carne y aceite para pasar el invierno e incluso les quedó un poco para las lunas famélicas que preceden el retorno primaveral de los pájaros y las focas.
¿Las ballenas se habrían presentado primero ante una mujer que no tardaría en morir? Claro que no.
Samiq elevó sus plegarias a los espíritus de las ballenas y les pidió que se acordasen de la Cazadora de Ballenas que era su esposa. Recordó las preguntas que se había planteado durante el último ayuno. En las cercanías del mar del Norte las ballenas eran más poderosas que el resto de los animales pero, en su tierra, seguramente los caribúes consideraban que estos animales eran los más influyentes. ¿Cabía la posibilidad de que le rezasen a espíritus distintos a los de las ballenas? Su padre le había contado que, según los Hombres de las Morsas, existían sitios sin montañas, en los que el hombre sólo avistaba la tierra o el mar que llegaban a los confines del cielo. ¿Era posible que los habitantes de esos lugares le rezasen a los espíritus de las montañas? ¿Existía un espíritu superior a los demás, más grande incluso que el de las ballenas o las montañas?
Estuvo en un tris de alzar sus preces a ese espíritu, casi le pidió ayuda, pero repentinamente sintió miedo. ¿Acaso era un chamán que podía convocar un espíritu que su pueblo desconocía? Se concentró en los de las ballenas y en sus poderes y pidió que diesen fuerzas a su esposa Cazadora de Ballenas y al hijo que llevaba en las entrañas.
Tres Peces se puso roja, cerró firmemente los ojos y apretó los labios, que formaron una delgada línea sobre sus dientes irregulares.
«¡Qué penosos dientes!», pensó Chagak. Fueron lo primero que vio de Tres Peces cuando Samiq regresó con ella de su estancia entre los Cazadores de Ballenas. Tres Peces era revoltosa y gritona. Desde el primer momento Chagak se percató de que Samiq se avergonzaba de su esposa y no estaba orgulloso ni contento.
«De buena gana en aquel momento la habría enviado de regreso con los Cazadores de Ballenas», meditó Chagak.
«¿Y ahora?», preguntó la nutria, cuya voz se inmiscuyó en los pensamientos de Chagak.
«Ahora la quiero», replicó Chagak llanamente. Parpadeó para no llorar. Daba igual que tuviese mal los dientes y que a veces gritara. Esos aspectos no tenían la menor importancia porque sabía que el alma de Tres Peces era grande y rebosaba bondad.
Tres Peces gimió. Aunque la hemorragia había cesado, el niño quería salir demasiado pronto y sería tan pequeño que no sobreviviría.
La voz de la nutria murmuró: «A veces los críos pequeños sobreviven. Acuérdate de Amgigh. Tenía los brazos y las piernas tan delgados que veías correr su sangre bajo la piel. Y Amgigh vivió».
Chagak tuvo que reconocer que era verdad. Amgigh se había convertido en un hombre fuerte. Había vivido lo suficiente para darle un hijo a Kiin. Se volvió hacia el oeste, hacia la montaña sagrada de su antigua aldea. Pretendía orar y suplicar por la vida del rorro, pero su plegaria se trocó en una orden, como si fuera chamana o jefa de la aldea, y dijo a Aka: «Este niño vivirá y será fuerte».
Aguardó a que la nutria la regañara y le recordase la forma en que había que rezar, pero cuando oyó la voz de la nutria se dio cuenta de que repetía sus palabras.
Samiq se acercó a la pila de madera flotante que había acumulado como diana y cogió las lanzas de práctica. Aunque el dolor de barriga le recordó que no había comido, retornó a su sitio en la arena gris de la playa, se dio la vuelta e hizo un nuevo lanzamiento. Había empezado a contar: cinco lanzas de práctica que arrojaba una vez, cinco que tiraba dos veces. Había contado hasta diez más dos, pero ya no recordaba la cantidad de lanzamientos. Había hecho cuatro veces diez, tal vez cinco.
Volvió a concentrarse en los lanzamientos. Después del quinto apartó el lanzador de su mano. Casi sin darse cuenta, los dedos se le habían agarrotado desde las lunas transcurridas desde el combate y le costaba mucho extender la mano. Sólo movía bien el dedo entablillado, que impedía que el lanzador se desviase.
—Por la noche… por la noche pediré a Tres Peces que me entablille los dedos —dijo a su mano y a los espíritus que indicaban la dirección de las lanzas. Al pronunciar el nombre de su esposa, el sonido llegó a sus oídos como los gemidos del duelo—. Tres Peces —susurró. Se arrodilló en las guijas y miró hacia la bahía. Algunas mujeres morían cuando daban a luz y Tres Peces había sangrado—. Tres Peces, no te mueras —suplicó Samiq y aferró el collar de cuentas de concha de Kiin, como si fuera un amuleto—. He perdido a Kiin. No quiero quedarme sin ti. Si no me das un hijo es igual. Sólo te pido que no mueras.
Entonó cánticos a los espíritus de las ballenas y notó que sus plegarias se dirigían a algo más potente, tal vez una montaña, quizá el sol, acaso a un espíritu que no estaba unido a la tierra o a la carne, a un espíritu que vivía misteriosamente allende los pensamientos de los humanos.
Tres Peces estuvo de parto toda la noche. Cuando asomó el sol, Chagak salió del ulaq, miró al este y dio la bienvenida a la luz. Era algo que había aprendido de niña, que le había enseñado su madre Cazadora de Ballenas y que había borrado de su mente en los años transcurridos desde la matanza de la aldea de su padre.
Cerró los ojos y, a través de los párpados, percibió la intensidad del sol como un resplandor naranja.
Chagak oyó gemir a Tres Peces y retornó a la humeante oscuridad del ulaq. Se arrodilló junto a la parturienta, que estaba agachada en el centro del ulaq y aferraba una cuerda de kelp que colgaba de las vigas y formaba un largo aro.
Chagak apartó el delantal trenzado de Tres Peces y le acarició el vientre.
—Tres Peces, el niño está a punto de salir. Prácticamente está aquí. Empuja, empuja con todas tus fuerzas. —Tres Peces apretó los labios e hizo un esfuerzo—. Hija, le estoy viendo la cabeza —la animó Chagak—. Tiene mucho, mucho pelo. Empuja. —El crío salió tan rápido que estuvo a punto de resbalar de las manos de Chagak y caer al suelo—. Es un varón.
—¿Vivirá? —preguntó Tres Peces con tono tan áspero como la lava solidificada.
—Es pequeño —respondió Chagak.
Acostó al rorro en la estera de fina hierba que había trenzado e introdujo una tira suave de piel de foca en el cuenco de madera que había llenado con agua tibia. Limpió la sangre del parto que cubría los ojos y la boca de su nieto y aguardó a que el cordón umbilical dejara de latir.
De pronto Tres Peces lanzó un gemido y Chagak le cogió la rodilla.
—No padezcas, sólo es la placenta. Sale deprisa y el malestar pasa rápido.
Chagak anudó el cordón umbilical, lo cortó e introdujo un dedo en la boca del rorro. Notó que el crío estaba flácido. El temor, duro como el hielo, se apoderó de su corazón. Retiró una cuerda de mucosidad de la garganta del recién nacido y lo tumbó en su brazo.
—El rorro no llora —dijo Tres Peces, se incorporó e intentó coger a su hijo, lo que produjo la salida de un chorro de sangre entre sus piernas.
—Tiéndete y no te muevas —aconsejó Chagak a Tres Peces. Frotó la espalda del niño y susurró—: Respira, pequeño.
El rorro tenía la cara de color gris y los labios morados. Chagak le palmeó las plantas de los pies. De pronto el pequeño aspiró una gran bocanada de aire y lanzó un gemido espasmódico.
Chagak rio; su risa gutural se mezcló con las lágrimas y no pudo pronunciar palabra. Sostuvo el rorro hasta cerciorarse de que respiraba regularmente y sólo entonces se lo entregó a Tres Peces.
Tres Peces se puso de lado y acunó al niño.
—¿Le doy el pecho? —preguntó.
—A veces los pequeños no succionan —replicó Chagak.
Tres Peces separó delicadamente los labios del recién nacido y le acercó la cabeza a su pecho. El niño giró la cara. Tres Peces volvió a intentarlo y en esta ocasión Chagak sujetó la cabeza del niño y la mantuvo quieta.
—Frótale los labios con el pezón —aconsejó.
El rorro abrió la boca, lanzó un gritito, apretó con los labios el pezón de Tres Peces y empezó a succionar.
Chagak meneó la cabeza y sonrió.
—El rorro es pequeño pero fuerte —comentó—. Tu marido se alegrará.
—Tienes razón —repuso Tres Peces—. Ahora tiene tres hijos. ¿Se puede pedir más?
Chagak ladeó la cabeza y pensó en Kiin y Shuku, pero no dijo nada.