Hombres de las Morsas
Bahía de Chaguan, Alaska
Cola de Lemming lanzó un chillido y agarró a Kiin del pelo. Ésta apartó los dedos de la mujer y acercó su mano a la cuerda que colgaba de las vigas del refugio para partos.
—Empuja —dijo Kiin—. Cuando sientas dolor empuja.
Cola de Lemming, que estaba acuclillada, cerró los ojos y expulsó una larga bocanada de aire. Tiró de la cuerda, se relajó y se apoyó en Lanzadora de Esquisto.
—¿Puedes darle algo? —preguntó Kiin a Mujer del Sol.
La anciana, que se encontraba junto a la lámpara de aceite, dejó la costura, se puso lentamente de pie, caminó hasta donde estaba Cola de Lemming, se inclinó y le apoyó las palmas de las manos en el vientre.
—No necesita nada —declaró Mujer del Sol—. Ni siquiera le hace falta esta cuerda. —Apartó el lazo de cuero de morsa trenzado de las manos de Cola de Lemming, que se irguió para volver a cogerlo. La parturienta lo estrechó en su pecho y sus labios se torcieron en una mueca—. Este dolor no es nada —añadió Mujer del Sol y se agachó hasta que su rostro quedó a un palmo de distancia del de Cola de Lemming—. Todavía no ha empezado.
Cola de Lemming cerró los ojos y gritó a Mujer del Sol:
—Vieja, ¿qué sabes tú del dolor? No tienes hijos.
—Bah… —masculló Mujer del Sol—. Te aseguro que conozco el dolor. He parido y perdido cuatro hijos. Sé muy bien lo que es el dolor. —Dio la espalda a Cola de Lemming y con pasos lentos y medidos regresó junto a la lámpara de aceite. Se sentó en una estera de hierba, cogió la costura y alzó la cabeza al tiempo que añadía—: Lo que sucedió antes de que nacieras ocurrió aunque no lo hayas visto. ¿Crees que los espíritus han hecho el mundo sólo para ti?
Cola de Lemming frunció el entrecejo porque la asaltó otro dolor. No respondió; se apoyó en la cuerda, empujó y despotricó contra Cuervo, su marido.
Kiin le tapó la boca con la mano.
—¿Te atreves a insultar a tu marido mientras das a luz? Cierra el pico. Los espíritus te oirán y se llevarán a tu hijo, puede que incluso a ti.
Cola de Lemming apretó los labios y movió las mejillas, por lo que Kiin se dio cuenta de que estaba acumulando saliva.
—Si escupes me voy —advirtió Kiin—. Así tendrás sola a tu hijo… sola o en compañía de los espíritus que has convocado con tus maldiciones.
Cola de Lemming abrió desmesuradamente los ojos, rechinó los dientes y tragó saliva.
—Es el dolor —explicó con voz queda—. Es el dolor el que habla.
—Cola de Lemming, no permitas que vuelva a utilizar tu boca —aconsejó Kiin.
Cola de Lemming guardó silencio, pero su mirada transmitió cólera y entornó los ojos como un crío malhumorado. Mediado el día empezó a gemir y, al cabo de un rato, a chillar; sus gritos poblaron el refugio de tal manera que Kiin tuvo la certeza de que traspasarían las paredes y llegarían hasta la aldea de los Hombres de las Morsas. Sintió vergüenza ajena. Ninguna mujer permitía que su dolor se manifestara con gritos y maldiciones. A veces el último empujón, el desgarrador, arrancaba un grito a las mujeres, que no chillaban durante los pequeños malestares, equivalentes a los que las niñas que se hacen mujeres experimentan el primer día del primer sangrado. ¿Por qué razón Cola de Lemming daba rienda suelta a su incomodidad?
—Busca algo que podamos ponerle en la boca —pidió Mujer del Sol a Kiin.
Kiin asintió y revolvió sus cosas hasta encontrar un sólido trozo de madera flotante, tan largo como su mano. Se lo entregó a Mujer del Sol. Cuando a causa del siguiente dolor Cola de Lemming abrió la boca para chillar, Mujer del Sol le introdujo el palo entre los dientes.
—Muerde, muerde con todas tus fuerzas —aconsejó la anciana a la parturienta—. Así se te quitará el dolor.
Cola de Lemming clavó los dientes en la madera y por fin los chillidos cesaron. En el súbito silencio que se instauró, el refugio pareció más grande, como si un grupo de personas lo hubiera abandonado después de una discusión prolongada.
El día se trocó en noche y ésta transcurrió lentamente. Mujer del Sol abandonó el refugio y regresó al cabo de un rato, con un cuenco en la mano.
—¿Qué es? —preguntó Kiin y se inclinó para olisquear el contenido del cuenco.
—Agua hervida con unas pocas bayas secas y un trocito de corteza de sauce.
—¿Le calmará el dolor?
Mujer del Sol se encogió de hombros.
—Si se lo cree…
La anciana se acercó a Cola de Lemming, que se había enrollado en los antebrazos la cuerda de cuero de morsa. El trozo de madera flotante estaba en el suelo, a sus pies.
—Es de día —afirmó Mujer del Sol; se agachó junto a Cola de Lemming y le puso la mano en el vientre—. Es un buen momento para nacer. —La parturienta no respondió y la anciana le acercó el cuenco a los labios—. Bebe, te calmará el dolor.
Cola de Lemming se llenó la boca de líquido, lo tragó y tomó otro sorbo. Mujer del Sol le acarició la cabeza, se acuclilló a su lado y metió la mano bajo el delantal de hierba de Cola de Lemming. La parturienta gimió.
Mujer del Sol se limpió la mano en la estera de hierba colocada a los pies de Cola de Lemming y se incorporó. Lanzó un chasquido a Lanzadora de Esquisto, que había pasado la noche acompañando a Cola de Lemming y la había sujetado cada vez que sentía dolores. Mujer del Sol se volvió hacia Kiin y sonrió de oreja a oreja.
—Está a punto de nacer.
Cola de Lemming lanzó un chillido desgarrador y Kiin corrió a su lado.
—Otro empujón, uno más —aconsejó Kiin, sujetando las muñecas de Cola de Lemming y tensando la cuerda.
Lanzadora de Esquisto apoyó firmemente los pies en el suelo y se inclinó hacia Cola de Lemming, por lo que quedaron espalda contra espalda. Cola de Lemming volvió a gritar, se irguió y mantuvo el equilibrio sobre las puntas de los pies.
—¡El niño está a punto de llegar! —exclamó Kiin.
Mujer del Sol apoyó delicadamente la mano en el hombro de Kiin y susurró:
—Mantén la calma o se asustará y volverá a introducirse en su madre.
Kiin asintió y se estiró para girar al crío en cuanto su oscura cabeza asomó por el canal del nacimiento. Otro dolor y aparecieron los hombros. Finalmente el rorro se escurrió y cayó en manos de Kiin.
—¡Es un varón! —afirmó Kiin y rio—. Cola de Lemming, es un niño. ¡Nos has dado un cazador!
Cola de Lemming gimió cuando la placenta salió del canal del nacimiento. Soltó la cuerda y se tumbó en el suelo.
—Tres collares —masculló y jadeó para recuperar el aliento—. Dile a Cuervo que quiero tres collares. Y también plumas de frailecillo para mi chaqueta. Un niño bien los vale.
Kiin anudó el cordón umbilical del recién nacido, lo limpió y se lo ofreció a Cola de Lemming, que lo rechazó.
—Le daré de mamar más tarde —dijo y se llevó las manos al cuello. Kiin la oyó murmurar—: Tres collares…
Cola de Lemming sonrió y cerró los ojos.
Kiin miró a Lanzadora de Esquisto, que se encogió de hombros y sugirió:
—Amamántalo. Yo me ocuparé de quemar la placenta.
Mujer del Sol masculló algo y abandonó el refugio. Kiin se acuclilló con el rorro en brazos y acercó el hijo de Cola de Lemming a su pecho. El pequeño abrió la boca y, después de varios intentos, frunció los labios y succionó.
Estaba bien formado, tenía los brazos y las piernas regordetes y un tupido penacho de pelo negro. Mamaba con fuerza y, cuando Kiin le acarició la mejilla, el rorro chupó con más ahínco en lugar de quedarse quieto. Sus facciones y el ángulo de las cejas hicieron que Kiin se acordase de Takha. Tuvo que cerrar los ojos unos instantes para luchar contra las lágrimas que pugnaban por aflorar.
«Te has equivocado de hijo», pareció murmurar un espíritu molesto.
«Shuku está en su cuna», replicó Kiin.
«Me refiero a Takha, a Takha. ¿Dónde está Takha?», insistió el espíritu.
Temerosa de que el espíritu revelase su secreto a un integrante de la aldea de los Morsa, Kiin declaró: «Está muerto. Que los muertos lo amamanten».