Mar de Bering
A Waxtal le dolían los brazos de remar y tenía tan tensos los músculos del pecho que apenas podía respirar. Habían transcurrido siete días desde la salida de la aldea. Tendría que haber alcanzado a los comerciantes, ya que el ikyak era más veloz que el ik, pero los trocadores eran dos jóvenes fuertes.
—Además no tengo alimentos —gritó. Apoyó el zagual en la cubierta del ikyak y miró el mar del Norte—. ¿Me habéis oído? Eh, espíritus, ¿me oís? A pesar de que soy cazador y tallista, me han echado sin comida y no me han dado aceite. La culpa es de Samiq el tullido. Si queréis maldecir a alguien, descargad vuestra ira sobre él. Si queréis bendecir a alguien, aquí estoy. Soy cazador y tallista y honro a los animales marinos. Ayudadme a encontrar a los comerciantes.
Waxtal movió el pie hasta tocar los colmillos de morsa que reposaban en el fondo del ikyak. Notó el poder que fluía del marfil, cuya tibieza acalló sus temores.
Waxtal pensó que, aunque no encontrara a los comerciantes, pronto llegaría a una aldea. Recordó cierta aldea que había visitado en sus viajes de trueque: un poblado de Primeros Hombres que, con buena mar, estaba a cinco días de travesía de la bahía de los mercaderes. No era un sitio en el que le gustaría pasar el invierno, pues las mujeres eran feísimas, pero quedarse en esa aldea y tener techo, lecho y lámparas de aceite era mejor que seguir solo en el ikyak.
Tenía la garganta reseca. Movió la boca para producir saliva. Estaba sediento y, sobre todo, famélico. Su estómago retumbaba de hambre.
Sumergió el zagual entre las olas y miró hacia el cielo. Caía la tarde. Tenía que encontrar una playa en la que pernoctar. Si no recordaba mal la travesía de la isla de Tugix a la bahía de los mercaderes, a poca distancia había un buen sitio. Entrecerró los ojos para mirar hacia la orilla y frunció el ceño. Aún faltaba un trecho, pero avistó algo…
Al principio pensó que era una roca larga que apenas asomaba por encima del oleaje, pero enseguida supo de qué se trataba y su corazón se llenó de gozo. No era una roca, sino un ik, el ik de un comerciante que destacaba en medio del agua.
De pronto sus brazos cobraron fuerza y movió el zagual con seguridad. Avanzó a toda velocidad hacia el ik y dio voces, pese a que sabía que todavía estaba demasiado lejos para que lo oyeran. En un abrir y cerrar de ojos distinguió a los navegantes: los dos hermanos que habían visitado la Playa de los Mercaderes.
Cuando el ik viró hacia la orilla, el hermano más pequeño dejó de remar y señaló a Waxtal. Éste volvió a gritar y, con el aliento entrecortado, remó con más ahínco. Al acercarse notó que los trocadores lo aguardaban con las lanzas y los lanzadores prestos.
—¡Soy Waxtal! —gritó. Se devanó los sesos intentando recordar los nombres de los comerciantes. Aludían a los pájaros… el mayor se llamaba Búho—. Búho, ¿te acuerdas de mí? Soy Waxtal, el que trocó con vosotros los colmillos de morsa.
Los comerciantes bajaron las lanzas, pero no soltaron los lanzadores.
—¿Por qué nos sigues? —quiso saber Búho.
—Supongo que no pretenderás devolvernos los colmillos —acotó el más joven.
—Me gustaría acompañaros —añadió Waxtal a gritos, acercó su ikyak al ik y recordó el nombre del hermano pequeño—. Huevo con Manchas, dejadme ir con vosotros.
Los comerciantes hablaron en la lengua de los caribúes. Aunque oía claramente las palabras, Waxtal no se enteró de lo que decían.
—¿Por qué quieres acompañarnos? —preguntó el hermano mayor.
—Porque me gustaría visitar a mis hermanos, los Cazadores de Ballenas.
—¿Eres Cazador de Ballenas?
Waxtal notó que la mentira comenzaba a formarse en su boca. Aunque pugnaba por escapar de sus labios, no era tonto. Ningún Cazador de Ballenas lo reconocería como hermano.
—No —respondió. Enseguida añadió—: ¿Recordáis lo que Kayugh os contó? Antes de que el monte Aka se enfadara vivíamos en una isla próxima a la de los Cazadores de Ballenas. Hacíamos trueques a menudo.
—¿Ya has estado en la aldea de los Cazadores de Ballenas?
—Sí. Conozco al jefe, Roca Dura.
Los hermanos hablaron en voz baja.
Búho miró a Waxtal e inquirió:
—¿Pretendes quedarte con una parte de nuestros trueques?
—No.
—¿Querrás comer nuestros alimentos?
Waxtal tragó saliva y replicó:
—Nuestra aldea es pobre y no podía dejar sin alimentos a mi esposa para emprender este viaje.
—Trocaste aceite por los colmillos —precisó el hermano más joven.
—Tallaré los colmillos y trocaré al menos uno con los Cazadores de Ballenas. Lo cambiaré por aceite de ballena, por una buena cantidad de aceite. Así os compensaré mi alimentación. También soy cazador. Os ayudaré a cobrar focas mientras remáis. Es más fácil cazar desde un ikyak que desde un ik. —Waxtal señaló con el zagual el bote grande y abierto.
—¿Tienes los colmillos? —quiso saber Búho.
—Sí, aquí están —respondió Waxtal y apoyó la mano en la cubierta del ikyak.
Los hermanos intercambiaron una mirada. El pequeño se encogió de hombros y el mayor gritó a Waxtal:
—Está bien. Adelántate y busca una bahía, un sitio donde acampar. —Señaló hacia el oeste, en dirección a la trémula oscuridad de las nubes—. Mira, se acerca una tormenta.
Un escalofrío de temor recorrió la espalda de Waxtal mientras escrutaba el cielo. Tendría que haberse percatado. Si no hubiera encontrado a los comerciantes, habría sido engullido por la tempestad. Nunca se había preocupado por observar el cielo. Kayugh y Grandes Dientes eran más hábiles para ese menester, de la misma forma que a él se le daba mejor tallar. Puesto que dejaban las tallas en sus manos, no había tenido inconveniente en encomendarles la observación del cielo.
—¿Cuándo llegará? —preguntó Waxtal.
—Esta noche —repuso Huevo con Manchas.
Waxtal hundió el zagual en el agua y afirmó:
—Buscaré un sitio.
No tardaron en avistar una playa de la que Waxtal se acordaba. Estaba protegida por rocas y, al pasar la tormenta, la lluvia sólo tamborileó en los botes puestos del revés y empapó las hierbas que habían cortado para protegerse las piernas mientras permanecían sentados y cubiertos por las chigadax.
A la mañana siguiente los bajíos dejados por la marea estaban llenos de bacalaos que la tormenta había arrastrado. Los comerciantes encargaron a Waxtal que recogiese los peces.
—Es trabajo de mujeres —se quejó Waxtal para que los espíritus que lo rondaban se diesen cuenta de cómo lo trataban.
De todas maneras, esos peces eran alimento y Waxtal pensó que si los recogía no pasaría hambre.
Waxtal rio y dijo a los espíritus:
—Samiq cree que he muerto. Está convencido de que he muerto de hambre o me he ahogado. No sabe que vosotros me acompañáis. Regresaré en cuanto me convierta en chamán y todos me conozcan por las tallas. Concha Azul me suplicará que la deje ser mi esposa, pero buscaré una mujer joven, hermosa y que pueda darme hijos. Obligaré a Samiq a abandonar la aldea, como él ha hecho conmigo.
Cogió un bacalao y le arrancó los ojos con la uña del pulgar. Se los metió en la boca y los oyó estallar entre sus dientes.
Hacía mucho tiempo que no probaba ojos de pescado. Por lo general los guardaban para los niños, pues los consideraban un bocado exquisito. Recordó el acertijo que planteaban las abuelas:
¿Existe algo mejor que los ojos de pescado?
Tu mirada cuando sonríes.
—¿Existe algo mejor que los ojos de pescado? —preguntó Waxtal a los espíritus y respondió—: ¡Los ojos de Samiq, abiertos a pesar de que está muerto!
Waxtal celebró su astucia con una carcajada.