Hombres de las Morsas
Bahía de Herendeen, península de Alaska
El sonido arrancó a Samiq de sus sueños y durante unos instantes no supo dónde estaba. Percibió la respiración de Tres Peces y vislumbró su cuerpo entre las sombras del espacio para dormir. El sonido se repitió, como una llamada henchida de pena, y Samiq se preguntó si era animal o espiritual. Se puso la chaqueta, salió del ulaq y se detuvo encima del techo de tepe.
Oyó nuevamente ese grito largo, como el cántico funerario de las mujeres. La luna se alzaba redonda en el firmamento y despedía tanta luz que Samiq veía como si fuese de día. La voz volvió a sonar y Kayugh, Grandes Dientes y Primera Nevada salieron de sus ulas.
Un par de voces se unieron a la primera, se fundieron, se arremolinaron y convirtieron las llamadas en un único canto.
—No procede del mar —murmuró Primera Nevada.
Kayugh señaló las colinas que se alzaban detrás de los ulas.
—Son lobos —afirmó—. La última vez que los oí todavía era joven.
Samiq vio los lobos perfilados contra el firmamento, con las caras hacia arriba y los morros como alargados hocicos de foca.
—Lobos —susurró.
—Son grandes —opinó Primera Nevada.
—Algunos alcanzan el tamaño de un hombre —dijo Kayugh y al hablar se volvió hacia Samiq.
Samiq recordó las historias que su padre le había contado en la infancia. Eran cuentos sobre los Hombres de las Morsas, sobre lobos más listos que el más avispado de los cazadores.
—¿Por qué han venido? —quiso saber Primera Nevada.
—Tal vez para mostrarnos dónde tenemos que cazar —replicó Kayugh.
—Quizá nos han seguido para quedarse una parte de los caribúes que cobramos —intervino Grandes Dientes.
—¿Quién puede saber por qué están aquí? —dijo Samiq—. Tal vez por diversas razones, por un motivo diferente para cada uno de nosotros.
Samiq se sentó en el techo de su ulaq, contempló los lobos y estuvo atento a sus llamadas hasta que la luna se deslizó por el cielo y le dejó sitio al sol tempranero.
Por extraño que parezca, Tres Peces fue la primera en verlas. Estaba en la playa; el resto de las mujeres había salido a pescar y los hombres se encontraban en lo alto de lomas, oteando el cielo y el mar y volviéndose a veces para contemplar las colinas donde la noche anterior habían aullado los lobos.
—¡Ballenas! —gritó Tres Peces y al principio Samiq se encolerizó.
—Esposa, ¿a qué viene esa tontería? —preguntó y se irguió en toda su estatura para dar fuerza a sus palabras—. En esta bahía de aguas poco profundas no hay ballenas.
En cuanto se movió, Samiq vio lo mismo que Tres Peces había avistado: tres ballenas de enorme cabeza y aventador doble; una de ellas estaba tumbada de lado en el banco de guijas del somero centro de la bahía.
Samiq llamó a gritos a sus compañeros, gritó mientras corría y chilló al tiempo que se ponía la chigadax. Sacó el ikyak del anaquel, lo botó, subió y sujetó la chigadax a las brazolas del bote incluso mientras comenzaba a remar.
Quitó de en medio los sedales de kelp y los flotadores y se dirigió hacia la ballena más próxima. Se enfadó de nuevo con su mano derecha, que sólo servía para sostener el zagual, mientras hacía nudos con la izquierda y los dientes.
Kayugh y Pequeño Cuchillo se acercaron en sus ikyan, observaron a Samiq y lo imitaron: ataron flotadores a las líneas del arpón.
—Preparaos para virar los ikyan.
Samiq se inclinó para separar su mano derecha del zagual y aferrar el lanzador, pero se le cayó al agua y el ikyak estuvo a punto de volcar cuando intentó recuperarlo. Al final lanzó el arpón ballenero con la izquierda.
El lanzamiento se quedó corto. Samiq recogió el hilo del arpón y arrastró el arma hasta el ikyak. Lo pescó y lo depositó en la cubierta de su bote. Observó a su padre y a Pequeño Cuchillo mientras lanzaban los arpones para focas. Los dos se clavaron en el flanco de la ballena, pero eran pequeños y no contenían veneno. La ballena dio media vuelta, pero no pudo sumergirse en la bahía de aguas poco profundas.
Samiq retiró la punta de obsidiana del extremo del arpón ballenero con lengüetas, cogió la bolsa que le colgaba del cuello y pasó la parte inferior de la punta del arma por el veneno de acónito. Remó hasta donde estaba Kayugh, le entregó el arpón y dijo:
—Lánzalo.
Kayugh encajó el extremo del asta del arpón en el lanzador, echó el brazo hacia atrás e hizo un lanzamiento certero que alcanzó la ballena justo debajo de la aleta.
—Es nuestra —afirmó Pequeño Cuchillo.
Samiq contuvo el aliento al oír las palabras de su hijo, pero no dijo nada. Si las ballenas se ofendían, que se ofendieran; no había forma de desdecirse de la expresión jactanciosa del muchacho.
Se alejaron de la ballena. Samiq oyó gritar a Grandes Dientes, vio que apuntaba con el zagual al segundo ejemplar y comprobó que el arpón de Grandes Dientes se había clavado en el flanco de la ballena. Samiq levantó la bolsa que colgaba de su cuello y preguntó a Grandes Dientes:
—¿Has utilizado veneno?
Grandes Dientes levantó una pequeña bolsa.
Primera Nevada se cobró la tercera ballena de un arponazo. Los cazadores se separaron y se mantuvieron a distancia, sin dejar de vigilar las ballenas.
—Es muy probable que el mar las arrastre hasta nuestra playa —comentó Pequeño Cuchillo a Samiq, pero éste no respondió e hizo ver que no lo había oído.
Samiq pensó que no era necesario encolerizar a los espíritus de las ballenas diciéndoles lo que seguramente ocurriría.
Kayugh aproximó su ikyak al de Samiq y le dirigió palabras de loa.
—No fue mi arpón el que cobró la ballena —replicó Samiq, sin un ápice de tristeza.
Si tenían carne y aceite suficientes para pasar el invierno, daba igual de quién fuera el arpón que había matado la presa.
—Vete y compórtate como alananasika —sugirió Kayugh—. Conviértete en ballena, tal como me has dicho que debe hacerlo el alananasika. Que las ballenas sepan que necesitamos su carne y honramos sus espíritus. Las convocaste. Tu poder las trajo a nosotros.
Samiq asintió con la cabeza y dirigió el ikyak hacia la orilla. Al remar recordó que su abuelo, Muchas Ballenas, le había dicho lo mismo durante su estancia con los Cazadores de Ballenas. Aquél había sido un estío ballenero, un verano en el que los cazadores habían visto más ejemplares que nunca.
«Mi pueblo cree que tu poder nos trajo las ballenas», había dicho Muchas Ballenas. Pero también se convencieron de que el poder de Samiq había convocado el fuego de Aka, que sacudió la tierra y destruyó la aldea.
—No —replicó Samiq, como si las palabras pudiesen remontarse en el tiempo hasta la muerte de su abuelo, el anciano que se había reunido con los espíritus en las Luces Danzarinas—. Yo no poseo esa clase de poderes —susurró con voz tan pausada como su respiración—. Mi fuerza radica en el interés por mi pueblo. No tengo más poder que el de llevar lágrimas a los ojos de los hombres y llenar de pesar sus corazones. ¿Qué fuerza poseo salvo la de la esperanza?