Capítulo 18

Cazadores de Ballenas

Isla de Yunaska, archipiélago de las Aleutianas

Kukutux despertó y supo que era de día. Los hombres y las mujeres habían salido a recibir el sol. Pensó que debían dirigir sus cantos a las montañas. ¿Acaso creían que el sol era más fuerte que las montañas? ¿Habían olvidado que la ceniza de las montañas había tapado el sol y la luna e incluso cubierto el mar?

Las mujeres de la aldea se habían reído de ella y del pequeño delantal de hierba que trenzó para taparse la nariz y la boca mientras seguía cayendo ceniza. Aunque se burlaron, no dejaron de utilizar los delantales de hierba con que protegían sus genitales de los espíritus de la enfermedad que penetran a través de los orificios del cuerpo. Aunque se burlaron, siguieron tosiendo pese a que el viento y el mar habían arrastrado gran parte de las cenizas que cubrieron la playa y las rocas; tosían como si quisiesen expulsar de sus pechos los espíritus que habían aspirado. ¿Cuántos niños y recién nacidos habían muerto a causa de la ceniza? Su propio hijo había encontrado la muerte, a pesar de que le protegió la cara tanto como pudo.

—¡Kukutux, despierta! —gritó una voz que se coló en sus pensamientos.

La cortina del espacio para dormir se abrió de par en par y Chillona se agachó y le tironeó el brazo izquierdo. Kukutux se vio obligada a levantarse.

—¿Crees que puedes quedarte en la cama porque tu marido ha muerto? —preguntó Chillona. Kukutux apartó bruscamente el brazo de la mujer—. No me pasé los días durmiendo a la muerte de tu hermano. Me quedé sola, sin marido y sin hijos, como tú. Y también tuve que ocuparme de mi madre. ¿De qué sirve una anciana cuando se trata de conseguir carne o aceite? Estás mejor de lo que yo lo estuve, pero no perdí el tiempo durmiendo. Me busqué otro marido.

Chillona siguió criticándola hasta que Kukutux levantó la voz y preguntó:

—¿A qué has venido? ¿Qué quieres?

—Persiguevientos me pidió que viniera a darte la buena nueva.

Kukutux se dirigió al escondrijo para alimentos y extrajo de él una cesta de hierba con pescado disecado. Dio un trozo a Chillona, que se sentó con las piernas cruzadas en una estera, cerca de la lámpara de aceite. Kukutux se acuclilló a su lado.

—Deberías alimentarte —opinó Chillona y le ofreció una tira de pescado. Kukutux negó con la cabeza—. No te compadezco. Todas las mujeres de la aldea han perdido a alguien, ya sea el marido, los hijos, la madre o el padre. Eres la única que porta las cicatrices del duelo. —Señaló con la barbilla los brazos de Kukutux, ladeó la cabeza y añadió—: No tendrías que haberte cortado el pelo. Estás tan fea que te será difícil conseguir marido. Y no hablemos de tu brazo…

—Soy fuerte —aseguró Kukutux y se cogió el codo izquierdo con la mano derecha—. El pelo volverá a crecer. He tenido un buen marido y quiero honrarlo. Ni tu opinión ni la de nadie cuentan.

Chillona resopló, mascó el pescado y preguntó:

—¿Cómo podemos ayudarte si no haces nada por sobreponerte?

—No os he pedido ayuda —replicó Kukutux.

Chillona parpadeó, alzó la barbilla y declaró:

—No he venido a discutir. Persiguevientos me ha pedido que te cuente que, por fin, en esta aldea ha ocurrido algo bueno. —Se acarició el vientre—. Espero un niño. Estoy segura de que será varón.

Kukutux se obligó a sonreír. Estuvo en un tris de preguntar si era hijo de Persiguevientos. Todos sabían que, mientras buscaba un marido que reemplazase al difunto hermano de Kukutux, Chillona había compartido el lecho con casi todos los cazadores de la aldea. Kukutux decidió que no tenía sentido intercambiar palabras hirientes.

—Me alegro por ti y por Persiguevientos —declaró Kukutux—. Si es lo que queréis, espero que sea varón.

Chillona la miró sorprendida.

—Ya sabes que la otra esposa sólo le ha dado hijas y que, con excepción de Cabellos Nevados, todas han muerto. Le he prometido un hijo. Cabellos Nevados me ayudará. Casi está en edad de casarse. Persiguevientos dice que el hijo más pequeño de Pies Rojos la desea.

—No es más que un crío —opinó Kukutux.

Chillona se encogió de hombros.

—Ya tiene edad para cazar. Persiguevientos ha dicho que el muchacho vendrá a vivir con nosotros. Así en nuestro ulaq habrá dos cazadores.

—Me alegro —dijo Kukutux—. No os faltará carne.

Chillona se irguió y mantuvo la espalda muy recta. Era una mujer menuda, de ojillos redondos y piernas flacas. Cada vez que la veía, Kukutux pensaba en una gaviota, ese pájaro veloz y de pico afilado.

—Aunque todo vaya bien, no creas que podemos ayudarte —apostilló Chillona—. Persiguevientos dice que, como tu hermano ha muerto, has dejado de ser mi hermana. Afirma que no te debemos nada. Claro que Persiguevientos es un buen hombre y acepta que sigamos saliendo a pescar en mi ik. También te dará la parte de la viuda, mejor dicho, doble ración, de la próxima otaria que cace, pero no reclames nada más. —Chillona volvió a acariciar su vientre—. Necesito alimentos para que este hijo crezca fuerte y sano.

Kukutux estuvo a punto de pedir a Chillona que abandonase su ulaq y de decirle que no necesitaba la carne de la próxima otaria que Persiguevientos cobrase, pero recordó las palabras de su madre: «La mujer insensata se corta el pulgar para castigar su mano».

Se limitó a dar las gracias a Chillona y la escuchó amablemente mientras la regañaba por sus numerosos defectos.