Capítulo 16

Cazadores de Ballenas

Isla de Yunaska, archipiélago de las Aleutianas

Kukutux se untó las cicatrices de los antebrazos con raíz de ugyuun machacada. Se había tajado los brazos y cortado el pelo como señal de duelo. No tenía motivos para estar hermosa. Le daba igual llevar el pelo corto como los críos. No tenía marido al que satisfacer. Daba lo mismo que sus brazos se cubriesen de cicatrices. En el izquierdo llevaba las huellas —tres cicatrices alargadas— de la noche en que el techo del ulaq de su padre se desplomó sobre ella y su familia.

Kukutux se había herido el brazo izquierdo y fracturado el codo, pero ese dolor no era nada en comparación con la pérdida de su padre, su madre y sus hermanas.

Pese a la ayuda de Vieja Gansa y de otras mujeres sabias en cánticos y medicinas, el codo no había sanado bien. Kukutux ya no podía estirar el brazo, que le dolía cada vez que hacía frío o llovía.

Por aquel entonces llevaba a su hijo en el vientre —al hijo de Piedra Blanca— y la noche en que los Cazadores de Ballenas se apiñaron aterrorizados bajo la lluvia de ceniza y desgranaron plegarias para soportar los temblores de la tierra y el desplome de los ulas, su pequeño vino al mundo. Cuando salió de su cuerpo chilló tanto como los Cazadores de Ballenas que lloraban a sus muertos.

Aconteció como había vaticinado Vieja Gansa: el niño comprendió la aflicción de su madre y entonó sus propias endechas.

Aquella noche, antes de las sacudidas, su marido Piedra Blanca estaba con los cazadores, que celebraban con cánticos y danzas la llegada de las ballenas. Fue a verla después del nacimiento del rorro y pidió que pusiese al niño el nombre de Valeroso en honor al difunto padre de Kukutux.

Hiciera lo que hiciese su madre, Valeroso no dejó de llorar día y noche. Kukutux se dio cuenta de que, a causa del llanto, el pequeño respiró los coléricos espíritus que moraban en la ceniza que caía. Día tras día, mientras Kukutux lo cuidaba, rezaba y lloraba, el recién nacido se debilitaba. Sus labios se oscurecieron, se tornaron prácticamente azules y al final Valeroso murió.

Poco después el hermano de Kukutux —el único miembro de su familia que seguía vivo— se ahogó durante una cacería. Piedra Blanca acababa de encontrar la muerte. Tal vez Roca Dura, el cazador jefe, estaba en lo cierto: sobre los Cazadores de Ballenas pesaba una maldición. De alguna manera habían contrariado a los espíritus.

Kukutux sólo tenía el ulaq que Piedra Blanca y ella habían construido utilizando las rocas y las vigas de la morada de su padre. El escondrijo para alimentos contenía lo suficiente para pasar el invierno si era moderada y quemaba poco aceite. No tenía ni idea de lo que ocurriría después. Puede que algún cazador la tomase por esposa. Pero en los últimos meses habían muerto muchos hombres y en una aldea con pocos cazadores nadie quería otra esposa que alimentar.

Kukutux se acercó al rincón en el que guardaba las cestas de provisiones, contiguo a las cortinas de hierba trenzada que separaban su espacio para dormir del resto del ulaq. En un cestillo que se cerraba con una tira de piel de foca conservaba un trozo de la envoltura de piel con que había arropado a su hijo. Abrió el cestillo, extrajo el trozo de piel y se lo acercó a la mejilla.

A veces, cuando estaba a punto de conciliar el sueño, Kukutux sentía que volvía a tener a su rorro en brazos; notaba su peso, su cabeza redonda apoyada en el hombro, la suavidad de su pelo sedeño junto a la mejilla. Se le llenaban los ojos de lágrimas y un nudo le atenazaba la garganta.

Volvió a guardar el trozo de piel de foca peluda en el cestillo, que estrechó contra su pecho. Se dirigió al espacio para dormir de su marido y se detuvo ante la cortina divisoria.

—Piedra Blanca no ha muerto. —Sus palabras retumbaron en el ulaq vacío—. Ha salido de cacería. Tengo que limpiar su espacio para dormir. El brezo del suelo tiene muchos días y pronto olerá mal.

Se armó de valor para hacer lo que no había hecho desde la muerte de Piedra Blanca y entró en su espacio para dormir.

Piedra Blanca había sido un hombre corpulento, de palabras lentas y meditadas, fuerte y seguro en la caza, delicado en el amor. La piel de nutria rellena de plumas aún mostraba la huella de su cabeza y los pellejos estaban revueltos, tal como los había dejado la última vez que se levantó del lecho.

Kukutux depositó el cestillo en el suelo, se arrodilló en medio de las pieles del lecho de Piedra Blanca y se dedicó a doblarlas y a separarlas en pilas, según el tamaño y el tipo de pelaje. Cogió un poco de brezo del suelo y lo guardó en el cestillo. Encontró una hebra del oscuro cabello de Piedra Blanca, lo enrolló en sus dedos y también lo introdujo en el cestillo.

Se dedicó a recoger el brezo que cubría el suelo de tierra y piedras. En cuanto tuvo una brazada la arrojó a la estancia principal del ulaq.

—Ya está. No ha sido tan doloroso. Por lo visto, eres más fuerte de lo que imaginabas.

Recogió otra brazada de brezo y lo sacó del espacio para dormir de Piedra Blanca. Decidió que más tarde saldría a buscar brezo fresco para cubrir el suelo. ¿Había algo mejor que un ulaq que olía a brezo recién cortado?

Kukutux se volvió para retirar la última brazada de brezo y al agacharse vio una zarpa de oso marrón y amarilla, encajada en una grieta entre el suelo y la pared. De repente su pena se tornó lacerante, tan afilada como el cuchillo con el que se había tajado los brazos. Los recuerdos cobraron vida en su mente: las manos grandes y callosas de Piedra Blanca la acariciaban con ternura y ascendían por su cuerpo hasta enroscarse en su larga cabellera negra. Su marido reía y le hacía cosquillas. Kukutux también rio y al empujarlo se enganchó la mano en el collar de zarpas de oso. El collar se partió y las zarpas saltaron, pero Piedra Blanca estrechó a Kukutux en sus brazos y le susurró al oído que más tarde tendrían tiempo de buscarlas y arreglar el collar.

Por la mañana Kukutux recogió las zarpas y Piedra Blanca volvió a ensartarlas. Kukutux no había logrado encontrar una de ellas, la misma que acababa de descubrir. El collar estaba enterrado con Piedra Blanca y su ikyak bajo las piedras que servían de sepultura a los Cazadores de Ballenas.

Kukutux rompió a llorar con sollozos estremecedores. Se preguntó dónde había ocultado esas lágrimas, pues pensaba que ya había derramado todo el llanto de la tierra.