Capítulo 15

Waxtal remó hacia la orilla. Volvió la vista atrás para contemplar el perfil de la bahía. Aunque la aldea estaba demasiado lejos, el manchón de humo blanco que escapaba por los agujeros de los techos de los ulas aclaraba el cielo. Las olas del mar del Norte empujaban desde la desembocadura de la bahía y golpeaban los costados del ikyak.

—Pasaré la noche aquí —dijo con firmeza para que los espíritus que acechaban en las proximidades supieran que no tenía miedo de vivir solo.

Su voz sonó débil en medio del tronar de las olas y el viento.

Waxtal sacó la lámpara de cazador. Aunque no le habían dado aceite, en el centro de la lámpara quedaba un delgado aro de sebo solidificado. Lo rascó con la uña del pulgar.

—Creen que no tengo nada que llevarme a la boca —masculló y soltó una carcajada forzada.

Se lamió la uña del pulgar e introdujo la mano en la manga de la suk, en la que había escondido varios trozos de pescado seco. Comió el más pequeño y arrastró el ikyak hasta la hierba que crecía en la elevada orilla de la playa.

Reconoció un matojo alto y fuerte de ballico. Estaba en el sitio al que Concha Azul y las otras mujeres acudían a cortar hierbas para trenzar cestas. Apretó los labios, se mordió los labios y, manojo tras manojo, arrancó el ballico de raíz hasta desbrozar una zona tan ancha y larga como un ulaq. Pensó en la sorpresa que se llevarían las mujeres cuando el verano siguiente fueran a buscar hierba.

Recogió brazadas de ballico y las trasladó al ikyak. Dejó la hierba en el suelo y formó un tupido cojín. Utilizó una cuerda de fibra de kelp trenzada que sacó del ikyak para sujetar el bote de lado y se tumbó. Contempló el cielo largo rato, hasta que cayó la noche. Había guardado los colmillos de morsa en el fondo de la embarcación, así que metió la mano por el agujero del ikyak y movió los dedos hasta que rozaron la suave y fría superficie de marfil.

Se dijo que al día siguiente empezaría a tallar. Acarició uno de los colmillos y tuvo la sensación de que oía la voz de la talla, que vibró como un susurro entre las yemas de sus dedos.

—Waxtal no llegará lejos —opinó Samiq y paseó la mirada por los hombres que formaban un corro cerrado en torno a la única lámpara de aceite encendida en el ulaq de Kayugh—. Debemos cerciorarnos de que no regresa y nos roba alimentos y aceite.

—¿Qué podemos hacer? ¿Por qué no salimos en busca de los comerciantes? —preguntó Primera Nevada—. Tal vez nos devuelvan parte del aceite que Waxtal robó.

—No tienen motivos para devolverlo —opinó Kayugh—. Además, tardaríamos muchos días en encontrarlos, puede que una luna, y para entonces es posible que lo hayan trocado. Será mejor que nos dediquemos a cazar.

—Hemos perdido parte de nuestro aceite, pero no importa —dijo Grandes Dientes—. Somos cazadores, capturaremos suficientes focas y otarias como para llenar nuestros escondrijos para alimentos.

Grandes Dientes estiró sus largos brazos e hizo chasquear los nudillos. Era un ademán que Samiq había visto muchas veces y que siempre significaba que Grandes Dientes estaba preocupado.

—¿Existe otra tribu que cace mejor que la nuestra? —preguntó Primera Nevada—. Somos los que cobramos más focas. Además, Samiq caza ballenas. Samiq es el más grande cazador entre los humanos. No hay quien lo iguale.

Samiq estuvo a punto de rechazar los halagos de Primera Nevada, pero captó la inclinación de cabeza y la advertencia contenida en la mirada de su padre. No era el momento de negar sus habilidades. Los hombres necesitaban la confianza que las alabanzas proporcionan. Por eso elevó la voz por encima del murmullo que confirmaba las palabras de Primera Nevada y declaró:

—Creo recordar el día en que alguien capturó tres otarias. Creo recordar las canciones de alabanza que las mujeres entonaron aquella jornada.

Ahora le tocó a Primera Nevada bajar la vista y reconocer la felicitación de Samiq, mientras Grandes Dientes y Kayugh le palmeaban el hombro y Pequeño Cuchillo los miraba sonriente.

La alegría no tardó en esfumarse. Kayugh y Primera Nevada contemplaron la lámpara de aceite, como si la llama pudiera dar respuesta a los problemas que afrontaban. Grandes Dientes lijó con lava el asta de una lanza y Pequeño Cuchillo tarareó una canción, una melodía que Samiq había oído a menudo durante su convivencia con los Cazadores de Ballenas.

Samiq pensó que sólo eran cinco; cinco hombres que debían conseguir alimentos para cuatro mujeres y sus hijos: Reyezuela, los dos varones de Primera Nevada y Takha. Se preguntó cuánto aceite les haría falta. Tal vez nueve o diez estómagos de otaria por persona. Recordó que necesitaban la grasa de al menos cuatro y a veces cinco focas para llenar un estómago.

Un espíritu cuya voz brotó de la oscuridad que acechaba tras los ojos de Samiq susurró: «¿Dónde encontrarás tantas focas en esta época del año? Si las avistas, ¿cómo las cazarás?».

Samiq se miró la mano y apartó la mirada. Era cierto que sus lanzamientos habían mejorado, pero aún le faltaba práctica.

«Fuiste el que trajo a tu pueblo a esta playa —insistió el mismo espíritu insidioso—. Tu padre prefería quedarse en las islas, pero se apartó y dejó que ocupases tu lugar como jefe de los cazadores. Y ahora, en tu primer invierno como jefe, verás que los tuyos se mueren de hambre».

La risa de Primera Nevada arrancó a Samiq de sus sombríos pensamientos. Se dio cuenta de que Grandes Dientes contaba un chiste sobre un cazador y dos mujeres y, a pesar de que se alegró de las carcajadas de los demás, ni siquiera pudo esbozar una sonrisa.

—Saldremos mañana —afirmó Kayugh.

Chagak miró a los hombres que abandonaban el ulaq. Se concentró en su hijo Samiq. Kayugh se volvió hacia su esposa y se le borró la sonrisa.

—Los diriges bien —afirmó Chagak.

—Es Samiq quien los dirige —puntualizó Kayugh.

Chagak se encogió de hombros.

—Por mucho que los conduzca tu hijo, ¿crees que no tienes nada que ver?

Kayugh se acuclilló junto a su esposa, pero Chagak se abstuvo de tocarlo. A veces los animales marinos sentían celos de las esposas. La fragancia de mujer en las manos de un cazador podía encolerizarlos. Y resultaba imposible saber qué sentía un ikyak a la intemperie, en medio del frío, mientras el cazador gozaba del calor del lecho de su esposa. Era mejor que los hombres durmieran solos la víspera de una cacería.

—El invierno no será fácil —reconoció Kayugh.

—Ya hemos pasado inviernos difíciles —replicó Chagak—. ¿Recuerdas los tiempos en que Samiq y su hermano tenían seis veranos? Aquél fue un invierno terrible.

Kayugh asintió con la cabeza.

—Pero no morimos de hambre.

—Es verdad, no morimos de hambre —confirmó Chagak.

Kayugh se puso en pie.

—Me voy a dormir. Dile a las mujeres que mañana por la noche han de estar preparadas para ocuparse de la carne.

Aunque su marido sonrió, Chagak se dio cuenta de que la sonrisa no brotaba de su corazón. Lo contempló mientras entraba en el espacio para dormir. Oyó el suave frufrú de las esteras de hierba y las pieles del lecho cuando se acostó.

Chagak pensó que al día siguiente tendrían carne. Recordó las ocasiones en que le dolían los brazos de rascar pellejos de foca y le ardían los ojos por el humo de las hogueras de disecado. Deseó fervientemente volver a contar con esa bendición.

El cuchillo resbaló y, rabioso de ira, Waxtal miró el nublado cielo matinal. Arrojó el cuchillo, se levantó, se desperezó, giró y observó el ballico que había arrancado la víspera. Arrugó el entrecejo y asintió con la cabeza. Debía abandonar el sitio donde estaba. Los espíritus de la hierba se habían encolerizado y se rebelaban contra su cuchillo.

Guardó las herramientas de tallar y no hizo caso de los ruidos que emitía su estómago. Ató el colmillo al fondo del ikyak y lo afianzó en los salientes del casco.

Waxtal pensó que contaba con un buen ikyak. Acarició los tensos pellejos de otaria que cubrían el armazón. Había construido el ikyak poco después de que la tribu arribara a la playa de los mercaderes. Había modelado el casco a la manera de los Cazadores de Ballenas. Aunque pidió consejo a Samiq, lo montó solo, sin más ayuda que la de Concha Azul, que realizó la labor femenina de coser la cubierta de otaria.

Waxtal rio al recordar los coléricos comentarios de Kayugh y Grandes Dientes cuando les dijo que se apañaran para levantar los ulas. A él le daba igual porque su ulaq —el primero que erigieron— estaba terminado. Waxtal y su esposa ya tenían donde cobijarse. Además, estaba de duelo por Qakan, su único hijo varón. No existía dolor más hondo.

Ese dolor ni siquiera era comparable con la difícil situación que estaba viviendo: la pérdida de la aldea y la esposa. Todo tallista sacrificaba una parte de su vida en aras de su obra. Había que ganarse los dones.

—Mi elección fue la mejor —afirmó en voz alta—. Me he quedado sin ulaq, pero tengo el marfil y el magnífico ikyak. Es posible que saber construir un ikyak a la manera de los Cazadores de Ballenas me permita acumular alimentos para el invierno.

En cuanto acabó de pronunciar esas palabras, un escalofrío le tensó los músculos de la espalda, como si los espíritus que lo observaban rieran porque sabían más de lo que Waxtal imaginaba.

Le pareció percibir un susurro, un murmullo transportado por el viento o algo que escapó del ikyak o del marfil: «No tienes comida ni aceite. ¿De qué te alimentarás? No tienes aldea ni ulaq. ¿Adónde irás?».

—Apelaré a Kiin —replicó, pero sus palabras sonaron a muerte. El marido de su hija era chamán y tenía influencia suficiente para que los Hombres de las Morsas permitiesen que Waxtal se quedara en su aldea. ¿Y si Kiin no quería verlo? Waxtal cerró los ojos para anular la súbita imagen de su hija agazapada mientras se disponía a propinarle bastonazos en la espalda—. No era una buena hija —explicó Waxtal al viento y al marfil de los colmillos—. Jamás se habría convertido en esposa de chamán si yo no le hubiese quitado la testarudez a palos.

Quizá no fuera buena idea apelar a Kiin. Waxtal no disponía de suficiente comida para viajar más de un día. Hasta la aldea de los Hombres de las Morsas había muchas jornadas de travesía, sobre todo si no acortaba camino por el mar del Norte. Cualquier cazador que viajase solo cometería una insensatez si perdía de vista la orilla.

Waxtal miró hacia el oeste, dirección que habían tomado los comerciantes. Había varias aldeas de Primeros Hombres pocas jornadas al oeste de la bahía de los mercaderes. Si no lograba alcanzar a los comerciantes, tal vez encontraría una nueva morada en una tribu capaz de apreciar sus habilidades.

Los cazadores partieron antes del amanecer y cada ikyak llevaba piedras de lastre, vejigas con aceite para las lámparas y grasa de foca para tapar agujeros o remendar las costuras de las cubiertas. Atados a la parte superior de cada ikyak se veían zaguales adicionales, flotadores de piel de foca, espirales de bramante de kelp y mangos de arpones.

Samiq se abrigaba con dos chaquetas, sobre las cuales llevaba una chigadax de esófago de otaria, impermeable y con capucha, además del sombrero de ballenero, de madera, con el ala inclinada. No se trataba del mismo que había recibido durante la ceremonia de ingreso en los secretos de la caza de las ballenas —sombrero que había dejado en la isla de los Cazadores de Ballenas—, sino el que fabricó cuando regresó con los suyos. No era tan hermoso como el primero; mas, aunque no tenía adornos rojos y negros ni la delgada tira de marfil donde la madera se unía a la altura de la nuca, evitaba que el viento y el agua le dañaran los ojos.

El recorrido desde la playa de la aldea hasta el extremo de la bahía fue largo y entretanto salió el sol. Despedía poco calor, y las nubes eran tan bajas que Samiq pensó que bastaría con levantar el zagual para hacerles cosquillas en la barriga.

Mientras contemplaba el cielo lo asaltaron varias voces, pequeños espíritus que lo llenaron de dudas: «¿Cómo era posible que los cazadores Primeros Hombres capturaran otarias en esa época del año, cuando el invierno se avecinaba? ¿Cómo sobrevivirían si no tenían aceite y carne? ¿Baya Roja tendría leche suficiente para amamantar a su hijo y a Takha?».

Los cazadores entonaron un cántico para atraer a las ballenas, pero Samiq sólo oyó las voces espirituales, cuyas preguntas lo golpearon hasta ensordecerlo. Al final les dijo: «Sobreviviremos aunque tengamos que comer hierba. Tres Peces no pasará hambre, aunque tenga que alimentarla con la carne de mi cuerpo. Si Baya Roja no puede amamantar a Takha, entregaré el niño a Cuervo. Prefiero que lo críen como hombre Morsa antes de que se muera de hambre».

«No puedes entregar a Takha a los Hombres de las Morsas —advirtió uno de los espíritus—. Lo sacrificarán. ¿Acaso has olvidado lo que Kiin les explicó sobre la maldición de los rorros?».

«Kiin se llevó a Shuku —replicó Samiq—. Lo habría dejado si hubiese sospechado que harían daño al niño».

«Le dijo a Cuervo que Takha había muerto. Estabas presente y la oíste. ¿Por qué razón iba a hacerlo, sino para proteger a Takha?».

«Lo hizo para darme a mi hijo, para dejarme algo que nos una mientras vivimos en aldeas distintas».

Samiq se preparó para oír la respuesta de las voces espirituales, las burlas por lo que acababa de decir, pero se quedaron mudas. Mientras remaba hacia el mar del Norte, llegó a la conclusión de que los espíritus habían quedado atrás, en las aguas más apacibles de la bahía.

Samiq percibió el hedor de la colonia de animales antes de avistar la playa. Se permitió abrigar esperanzas y pensar, con una sonrisa encubierta, en las expresiones de las mujeres cuando regresaran con otarias sustentadas con flotadores y remolcadas en la estela de los ikyan. También pensó en lo que replicaría a los molestos espíritus que habían quedado en la bahía de los mercaderes.

Enormes rocas protegían la playa de la colonia de animales. Samiq entrecerró los ojos y creyó avistar otarias, pensó que algo se movía y casi detuvo el ikyak. Fue entonces cuando se percató de que no oía las voces de los animales. Plasta las gaviotas y los pájaros de los acantilados habían desaparecido; la playa estaba en silencio y se aprestaba para recibir los vientos y las nieves invernales.

Vio que sus compañeros hundían los hombros y remaban distraídos, sin orden ni concierto. Las otarias no estaban.

—¡Las encontraremos! —gritó Kayugh.

Samiq abrió la boca para manifestar que estaba de acuerdo, pero no encontró palabras. Mentir no tenía sentido, no les proporcionaría animales marinos. Más les valía buscar focas e incluso nutrias. En opinión de algunos, ingerir carne de nutria era peor que comer tierra… pero, al fin y al cabo, era carne y no existía piel de más abrigo que la de nutria. Siguió remando pegado a la orilla. Al virar notó que los demás lo seguían.

Regresaron con una foca moteada que Primera Nevada cobró en la desembocadura de la bahía. Al verlos, las mujeres enmudecieron, hasta que Chagak entonó un cántico de alabanza. El agudo gorjeo hizo que Samiq olvidase lo poco que habían cazado y durante unos instantes se imaginó como cazador. De repente tuvo la sensación de que volvía a ser niño porque las lágrimas le abrasaron los ojos.

Samiq se preguntó si era un crío que lloraba ante la más mínima desilusión. Tenían comida para uno o dos días, lo que era mejor que no probar bocado. Levantó la cabeza y vio que todos los hombres lo observaban desde los ikyan y las mujeres desde la playa.

Samiq respiró hondo y nuevamente lamentó ser jefe. Era mucho más fácil dejar que otro cazador le dijera lo que tenía que hacer y lo que podía esperar. Sonrió a su pueblo.

—Necesitamos alimentos, peces, erizos, cuanto hayáis cogido —dijo a las mujeres. Luego se dirigió a los hombres—: Esta noche celebraremos un festín. Mañana cada cazador hará lo que quiera: dormir, reparar las armas, cazar o pescar. Cada uno decidirá lo que prefiere.

Samiq remó hasta la orilla, guardó su ikyak en el anaquel, entró en el ulaq y se preparó para lo que tenía que hacer.

Puso manos a la obra cuando el cielo empezó a clarear, antes de que asomase el primer rayo de sol. Construyó un refugio de esteras y pieles de foca viejas, las extendió sobre postes de sauce y afirmó la estructura con bramante de kelp. Sólo llevó una vejiga con agua, una lámpara de cazador y un poco de aceite. Eso fue todo: ni alimentos ni pieles para dormir. Cuando terminó de construir el refugio, se sentó en el exterior y esperó al sol. En cuanto amaneció, Samiq entró en el refugio, recortó la mecha de la lámpara y se concentró en los días y noches de canto dirigido a los espíritus de las ballenas.

Al cuarto día Samiq oyó por fin la voz. Al principio creyó que se trataba de su padre, que iba a buscarlo para devolverlo a la aldea, para que ocupase su puesto entre los Primeros Hombres, pero enseguida se percató de que la voz procedía de su interior. No era una voz potente sino quejumbrosa, una voz infantil que gemía por la falta de alimento y de sueño.

«Yo soy esta voz —pensó Samiq—. Sólo soy un niño y me considero mejor que los demás, reclamo alimentos y la comodidad de un abrigado espacio para dormir. ¿Tengo derecho a guiar a mi pueblo? ¿Qué le he dado, salvo un lugar extraño para vivir, en el que se alzan montañas que no conocemos y donde hay animales que no comprendemos?».

Intentó entonar otra canción, un cántico que tapase la voz del niño, pero su garganta estaba irritada y cada palabra se convirtió en un pedrusco de lava que raspó sus carnes. Su voz interior era el lloriqueo de un niño, mientras que la exterior —los sonidos que llegaron a sus oídos— transportaba las palabras roncas y entrecortadas de un anciano.

Al final decidió apelar a la potente medicina del reposo. Rezó para soñar, pero su espíritu necesitaba paz y una parte de sí mismo abrigó la esperanza de que los sueños no lo asaltasen.

Percibió la madera fresca y lisa del zagual que sujetaba con las dos manos, el olor a aceite y a pellejo del ikyak. Luego pudo ver y oír, y se dio cuenta de que no estaba soñando. Sin saber cómo, había llegado al mar, estaba en el ikyak, en medio de la bahía.

No recordaba haber botado el ikyak. Se había internado por los extraños pensamientos que se apoderan del cazador que ayuna y de pronto remaba en medio del viento frío, vestido con el delantal de hierba trenzada y el collar de cuentas de concha de Kiin, sin chigadax, sombrero de ballenero o botas de aleta de foca. Nuevamente estaba en la desembocadura de la bahía y, debido a su desconcierto, no logró vislumbrar el sol entre las nubes que cubrían densamente el cielo, como si fueran una piel de nutria.

El agua estaba gris. Samiq miró hacia el fondo y supo que si algún animal marino, enfadado por su desnudez, mordía el fondo del ikyak, el frío del agua se transmitiría rápidamente a su cuerpo y le pararía el corazón.

—Sólo me he dedicado a trabajar para mi pueblo —susurró Samiq a las pequeñas olas que acariciaban el ikyak—. Este verano cacé todo lo que pude. —Levantó la mano tullida, aferrando firmemente el zagual con los dedos deformes—. Cacé hasta que ocurrió lo que veis. Ya no puedo salir de caza. Waxtal se llevó lo que no le pertenecía, pero yo hice todo lo que pude. He trabajado mucho.

Su voz sonó débilmente bajo la extensa cúpula del cielo y el viento le arrebató las palabras en cuanto brotaron de sus labios.

De repente Samiq vio los rostros de los suyos en vez del mar y las translúcidas pieles de otaria del ikyak. El frío dejó de importarle, lo mismo que el cansancio y el hambre. Tres Peces, Takha y Pequeño Cuchillo eran más importantes que el nudo que atenazaba la boca de su estómago. Kayugh, Chagak, Primera Nevada, Baya Roja, Nariz Ganchuda, Grandes Dientes, su hermana Reyezuela, sus sobrinos Guijarro Plano y el pequeño Nutria, así como Concha Azul —la madre de Kiin—, eran mucho más importantes que el frío que lo envolvía tan estrechamente como una suk de plumas de frailecillo.

Samiq alzó los brazos al cielo, levantó el zagual y habló con su voz potente de cazador:

—¿Qué importa que no pueda cazar? Yo no cuento. Recolectaré bayas con las mujeres si así ayudo a mi pueblo. Caminaré por la playa como los ancianos y recogeré erizos. Yo no soy importante. No permitáis que los míos mueran de hambre. No los sometáis a un invierno de frío y padecimientos. Protegedlos de la enfermedad que se apodera del cuerpo y de la mente cuando faltan alimentos.

Durante unos instantes sus palabras sonaron tan fuertes como para llenar el cielo. Luego cayeron como lluvia y no quedó nada. No hubo más sonido que el de las olas ni más color que el gris de la playa, el agua y las nubes.

Samiq llegó a la conclusión de que los espíritus de las ballenas no se hacían eco de sus palabras. Una vez más, con el zagual sobre el ikyak y cabizbajo de dolor, Samiq rogó:

—Os suplico que salvéis a mi pueblo.

La noche siguiente Kayugh y Grandes Dientes retornaron de otro viaje de caza. Habían cobrado caribúes y repartido la carne en dos hatos, y cada hombre caminaba doblegado por el peso de su carga.

—Más caribú para los escondrijos —anunció Kayugh a las mujeres, que trinaban entonando sus cantos de alabanza.

Samiq regresó esa noche, con el rostro contraído como el de un anciano, por lo que Kayugh supo que había ayunado.

Kayugh se sintió repentinamente culpable de tener el estómago lleno, del sabor a carne de caribú que aún persistía en su boca y del olor a la grasa de caribú con que se había frotado las manos. Cuando ayudó a su hijo a varar el ikyak, se percató de que Samiq tenía los brazos fuertes y no le temblaban las manos. En cuanto sacaron el ikyak del agua, Samiq extendió el brazo, pasó dos dedos por el dorso de la mano de Kayugh, se los llevó a la boca, contempló a su padre con la mirada cargada de interrogantes y una sonrisa asomó lentamente a sus labios.

—Es caribú —explicó Kayugh y se echó a reír—. Grandes Dientes cobró una pieza y yo otra.

Samiq lanzó gritos de júbilo y rodeó a su padre con los brazos. Sorprendido, Kayugh intentó apartarse, pero acabó por abrazar a su hijo sin dejar de reír.

—¿Has orado? —preguntó Kayugh a Samiq—. ¿Has ayunado?

—La habilidad pertenece al cazador —replicó Samiq—. ¿Acaso hay lanza más potente que la de Kayugh?

Kayugh quería alabar a Samiq, pero estaba tan emocionado que no lo consiguió. Volvió a abrazar a su hijo, cogió el ikyak de Samiq, lo trasladó hasta los anaqueles y, con sumo cuidado, lo colocó en un sitio donde le diese la brisa y secase las pieles. Se dirigieron a los ulas, al encuentro de sus esposas.

Esa noche, relajado y con el estómago lleno, Samiq se tumbó en su espacio para dormir y Tres Peces le masajeó los músculos de la espalda.

El cansancio le cerró los párpados, y se serenó a medida que los dedos firmes de su esposa presionaban su piel. Evocó el pequeño refugio en el que había ayunado. Pensó en la necesidad que lo había impulsado a internarse con el ikyak en la bahía, cuando todavía estaba sumido en el sueño. Samiq levantó la cabeza y preguntó a Tres Peces:

—¿Crees que existe algún espíritu, algo superior a los espíritus de las ballenas, algo que une a los animales y los hombres en la comprensión?

Tres Peces estiró el brazo, apoyó los dedos en la boca de Samiq y susurró en la oscuridad del espacio para dormir:

—Marido, nada supera a los espíritus de las ballenas. ¿Por qué preguntas disparates? Calla y duerme.