Capítulo 14

Chagak retiró el estómago de otaria del escondrijo para alimentos. Habían transcurrido tres días desde la partida de los trocadores y todos los hombres de la aldea, incluido Waxtal, estaban de cacería. Quizá regresarían ese mismo día. Chagak abrigó la esperanza de que cobrasen otarias y levantó la cabeza para que su aliento llevara sus plegarias hasta el exterior del ulaq. Puede que el viento trasladase las palabras a Aka, la montaña sagrada, que se alzaba a muchas jornadas de distancia. Tal vez las llevaría a Tugix, en el caso de que Aka hubiese perdido sus poderes después de descargar su cólera con humo y fuego.

Cogió el estómago de otaria y se dio cuenta de que tenía las manos empapadas de aceite. No se había engrasado con esa pátina que siempre revestía el exterior de los recipientes, sino con una cantidad tan grande que sus dedos chorreaban. Extrajo otro estómago de aceite, y un tercero.

Oyó que alguien se movía en lo alto del ulaq, se volvió y vio a Baya Roja —la hija de Kayugh—, que descendía por el poste de la entrada. El rorro de Baya Roja no era más que un bulto bajo la suk y el otro niño, que tenía más de dos veranos, estaba montado a horcajadas, en su espalda.

—Madre, ¿qué haces? —preguntó Baya Roja y dejó a Guijarro Plano en el suelo.

Chagak introdujo la mano en una cesta de bacalao disecado y dio al niño un trozo de pescado.

—Reyezuela está en su espacio para dormir. Vete a comer el bacalao con ella.

El niño correteó hasta el espacio para dormir de Reyezuela.

Chagak y Baya Roja sonrieron cuando oyeron que los críos comenzaban a parlotear.

—¡Qué desorden! —exclamó Chagak y mostró a Baya Roja sus manos empapadas en aceite.

Baya Roja se quitó la suk y depositó al rorro en el suelo.

—¿Se ha roto uno de los recipientes de aceite?

—Eso parece —respondió Chagak y se inclinó hacia el escondrijo para retirar otro estómago—. Ocurre precisamente este año, en que tenemos tan poco…

—Probablemente los comerciantes nos dieron recipientes que pierden —opinó Baya Roja, se acuclilló junto a Chagak y cogió un estómago—. Madre, éste no está lleno. ¡Qué raro! Fíjate, tiene el tapón bien puesto. —Pasó las manos por los lados del recipiente—. No hay grietas, está entero. Los comerciantes no nos dieron lo que nos correspondía.

La joven dejó el recipiente en el suelo y observó a Chagak, que extrajo otro estómago del escondrijo.

—Baya Roja, éste tampoco está completo y yo misma me ocupé de llenarlo —murmuró Chagak lentamente.

Sopesaron los recipientes y al final Baya Roja descubrió el que perdía porque tenía el tapón partido.

—No hay un solo estómago lleno —dijo Baya Roja—. ¿Crees que los comerciantes se llevaron lo que no quisimos trocar?

—En ningún momento estuvieron solos en el ulaq.

—¿Quién pudo hacerlo?

Chagak ladeó la cabeza. ¿Quién se había llevado el aceite? La voz de la nutria sonó suave e insistente en la mente de Chagak: «Waxtal. ¿Quién más puede ser tan insensato como para robar lo que ya le pertenece?».

Chagak cerró los ojos y esperó hasta que pudo hablar sin que la ira la dominase.

—Fue Waxtal. Concha Azul me contó que deseaba los colmillos que los comerciantes llevaban en el fondo del ik. Seguramente robó nuestro aceite para trocarlo por los colmillos. —Se mordió el labio inferior y permaneció largo rato en silencio. Al final añadió con voz queda—: Kayugh le prestó las puntas de lanza de diorita, las mismas que tu hermano picó.

—¿Las puntas de lanza de Amgigh? —inquirió Baya Roja.

Chagak asintió con la cabeza. Mentalmente, de repente volvió a ser joven y la suavidad del aliento de Amgigh cuando era un rorro acarició su piel. Avanzaron los veranos y lo recordó como un niño que corría y como un joven con la cabeza inclinada sobre las bellas puntas de lanza que picaba. En ese instante la pérdida de las puntas la hirió más profundamente que la desaparición de todo el aceite del mundo.

Los hombres retornaron ese mismo día. Después de hablar con Chagak, Kayugh se reunió con Samiq y con su hijo, Pequeño Cuchillo, y con Grandes Dientes y su hijo Primera Nevada. Kayugh pensó que eran muy pocos cazadores para alimentar una aldea y que, por añadidura, tendrían que prescindir de Waxtal. No podían seguir conviviendo con alguien que había robado aceite a un cazador de la aldea. De pronto Kayugh recordó las palabras de Grandes Dientes: «Waxtal come más de lo que caza».

—¿Qué será de Concha Azul? —preguntó Samiq en cuanto se enteraron de lo que Chagak había descubierto.

Kayugh se sintió orgulloso de su hijo. El jefe de la tribu debía pensar en todo, no sólo en el castigo, sino en sus consecuencias. ¿Era justo hacer daño a la esposa por las acciones del marido?

—Esperad —intervino Grandes Dientes y abandonó el abrigo de los anaqueles de los ikyak, donde los cazadores se habían acuclillado para protegerse del viento.

Kayugh vio que Grandes Dientes se dirigía a su ulaq. Durante su ausencia, nadie dijo nada y cada uno se concentró en sus pensamientos.

Grandes Dientes regresó, se agachó junto a Kayugh, cruzó sus brazos de huesos largos e hizo crujir los nudillos de las dos manos.

Samiq repitió la pregunta:

—¿Qué será de Concha Azul?

—Se quedará conmigo —replicó Grandes Dientes.

—¿Será bien acogida en tu refugio? —inquirió Samiq.

—Sí.

—¿Quién me acompaña? —preguntó Samiq.

Kayugh se puso de pie, Grandes Dientes lo imitó y, de acuerdo con sus edades, lo propio hicieron Primera Nevada y Pequeño Cuchillo. Samiq miró a Pequeño Cuchillo y a su padre. Kayugh percibió la duda que turbó la mirada de su hijo: ¿Pequeño Cuchillo era demasiado joven para participar en ese ajuste de cuentas? Niño u hombre, era un cazador que cobraba focas y otarias. ¿Cuántas veces había alabado para sus adentros al muchacho que Samiq trajo consigo cuando regresó de su estancia en la aldea de los Cazadores de Ballenas? Kayugh buscó la mirada de Samiq y asintió con la cabeza.

—Iremos todos —afirmó Samiq.

Se dirigieron al ulaq de Waxtal. Concha Azul les ofreció alimentos, pero como los hombres los rechazaron se agazapó en el rincón de almacenamiento y se rodeó de pilas de cestas y esteras, como si fuera una niña que juega al escondite. Permanecieron expectantes, sin hablar ni comer, con las miradas fijas en la llama de la lámpara de aceite, aguardando la llegada de Waxtal.

Cuando por fin apareció, sus ropas despedían el olor del viento y la hierba. Waxtal miró sorprendido a los cazadores y experimentó un súbito ramalazo de temor. Permaneció de pie y escrutó el ulaq con la mirada hasta que vio a Concha Azul.

—¿No les has dado de comer? —preguntó con voz aguda.

Se acercó al sitio donde estaba su mujer, sujetó el báculo con las manos y lo levantó por encima de su cabeza. Concha Azul se protegió la cara con el brazo. Grandes Dientes intervino y aferró el bastón cuando Waxtal estaba a punto de golpear a su esposa; se lo arrebató y gritó:

—¡No!

Samiq se incorporó y dijo a Waxtal:

—Tienes puntas de lanza que pertenecieron a alguien que ha muerto y las necesito para cazar. Devuélvelas.

Kayugh pensó que era un buen comienzo. Si Samiq le hubiese reclamado el aceite, Waxtal se habría reído y cargado las culpas a Chagak o a su propia esposa, pero era el único que tenía las puntas de lanza.

Waxtal contuvo el aliento y Kayugh notó que le temblaban las manos.

—¿Por qué razón tendría yo las puntas de lanza de tu hermano? —preguntó.

—Porque las pediste prestadas. Dijiste que querías aprender a picar la piedra —replicó Kayugh.

Waxtal se humedeció los labios con la lengua y lanzó un bufido.

—Ah, sí, es verdad. Las he devuelto.

—No, no lo ha hecho —precisó Kayugh dirigiéndose a Samiq.

—Sí que las… —empezó a explicar Waxtal.

Grandes Dientes lo interrumpió con severidad:

—¿Estás diciendo que Kayugh miente?

—No, no. Se las di a Chagak.

Kayugh apretó los labios pues no quería que Chagak se viese obligada a intervenir y murmuró:

—Mi esposa me lo habría dicho.

Waxtal se encogió de hombros y apostilló con tono quejumbroso:

—No me quiere. Aún se avergüenza de haber sido esposa de un Bajo. Se avergüenza de haberse entregado a los que mataron a su pueblo. —Rio cruelmente—. También se avergüenza de haber parido…

Kayugh y Samiq se acercaron de un salto a Waxtal. Samiq lo agarró del pelo con la mano tullida y le puso el puño izquierdo delante de las narices.

—Kayugh me llama hijo —dijo Samiq con los dientes apretados, por lo que las palabras sonaron como un susurro que erizó el vello de los brazos de Kayugh—. Con eso me basta y me sobra, lo mismo que a mi madre. ¿Dónde están las puntas de lanza?

—Las trocó. —Todos miraron a Concha Azul, que se había puesto en pie en medio de las cestas y las esteras de hierba—. Las trocó —repitió—. Intercambió las puntas de lanza, aceite y algunas tallas.

—¡Mujer! —gritó Waxtal.

Se zafó de Samiq y se abalanzó sobre su esposa, pero Kayugh y Primera Nevada lo rodearon mientras Grandes Dientes se situaba junto a Concha Azul.

—¿Cuál fue el trueque? —quiso saber Samiq y sus palabras sonaron entrecortadas, como si hubiera corrido y se hubiera quedado sin aliento.

Concha Azul abandonó el rincón y se dirigió al espacio para dormir de Waxtal. Salió con un colmillo de morsa casi tan largo como alta era.

—Lo cambió por este colmillo y por otro parecido.

—Has faltado a mi promesa —protestó Waxtal—. Entraste en mi espacio para dormir cuando no estaba y rompiste las promesas que hice a los espíritus. Ya no podré tallar. Tus manos han maldecido el marfil.

—Eres tú quien lo ha maldecido con mentiras —precisó Grandes Dientes.

—Ya no eres miembro de esta aldea —dictaminó Samiq—. No formas parte de los Primeros Hombres. Coge tu ikyak y vete.

Waxtal miró a Samiq a la cara y apretó los labios como si fuera a escupir, pero Kayugh abrió la mano para mostrarle que esgrimía el cuchillo de la manga con la punta hacia afuera.

—Recoge tus botas, la lámpara de cazador y el báculo. No te llevarás nada más.

—¿No puedo llevarme comida? —preguntó Waxtal.

—Trocaste tus alimentos por los colmillos —replicó Samiq—. Llévate los colmillos y cómetelos. Habrías dejado que nos muriéramos de hambre a cambio de esos colmillos, pero serás tú el que no comerá.

Kayugh soltó a Waxtal, que entró corriendo en su espacio para dormir y recogió el otro colmillo.

—Esposa —dijo mientras ataba los colmillos con un trozo de kelp trenzado—, recoge mis botas y mi lámpara. Trae tu suk y las pieles de tu lecho.

—No —intervino Grandes Dientes—. Concha Azul no morirá a causa de tus actos. Ahora es mi esposa.

La mujer abrió desmesuradamente los ojos y se arrimó a Grandes Dientes.

La expresión de Waxtal se demudó y murmuró:

—Moriré.

—Todos estamos expuestos a la muerte —aseguró Samiq—. Tendrías que haberlo pensado cuando trocaste nuestro aceite.

Waxtal permaneció largo rato en silencio. Miró a Grandes Dientes y dijo:

—Pídele que me dé las botas y la lámpara. No sé dónde las guarda.

Grandes Dientes negó con la cabeza.

—Basta tener ojos para saber dónde están —replicó con ironía; estiró los brazos hacia las vigas del ulaq y bajó las botas y la lámpara, que entregó a Waxtal.

—¿Te has convertido en mujer y te dedicas a las labores femeninas? —preguntó Waxtal mientras cogía las botas y la lámpara.

Concha Azul se interpuso entre los hombres, se inclinó y abofeteó a Waxtal.

—Ten más cuidado cuando te dirijas a mi marido —advirtió.

Waxtal levantó la mano y Kayugh pensó que iba a golpear a Concha Azul, pero finalmente bajó el brazo. Cuando se volvió para abandonar el ulaq, la huella de los dedos de Concha Azul aún teñía de rojo su rostro.