—Estas tres tallas y un estómago de otaria —dijo Waxtal.
El comerciante de más edad —el que tenía las mejillas tatuadas con líneas negras— cogió una de las tallas de Waxtal y la giró.
—¿La has hecho tú? —quiso saber. Waxtal asintió con la cabeza—. Alguien nos ha contado que tu hija talla.
Waxtal resopló. Pensó que Samiq era el único que podía hacer ese comentario. Samiq era un necio; debía olvidarse de Kiin. Para su hija, ser esposa de Cuervo resultaba más conveniente que pertenecer a Samiq, sobre todo porque éste tenía la mano inutilizada. Cabía la posibilidad de que en otro tiempo los comerciantes hubieran visitado la aldea de Cuervo y la hubiesen visto.
—Es esposa de un chamán, de Cuervo, el chamán de los Hombres de las Morsas —explicó Waxtal—. ¿Habéis visitado su aldea?
—Tal vez —replicó el comerciante.
Waxtal carraspeó e intentó recordar los nombres de los trocadores. A todos les gustaba que los llamasen por sus nombres. De pronto se acordó de que el mayor era Búho y el más joven también tenía un nombre relacionado con las aves.
—¿Quién ha hecho estas tallas, tu hija o tú? —intervino el más joven.
El enfado trepó por la garganta de Waxtal y enrojeció sus mejillas.
—Son mis tallas —afirmó, esforzándose para no alzar el tono de voz.
Búho se acercó al ik, desplazó varios hatos y por último sacó una talla de madera flotante que representaba una foca.
La talla respetaba la veta de la madera y Waxtal comprobó que el cuchillo no había dejado huellas, como si la hubiese modelado el mar.
—¿Tu hija se llama Kiin?
Waxtal asintió con la cabeza.
El comerciante estiró el brazo, con la talla en la palma de la mano.
—Esta pieza es obra de tu hija —añadió.
Waxtal hizo ademán de cogerla y en cuanto sus dedos rozaron la talla la madera pareció quemarlo. Apartó rápidamente la mano.
El comerciante frunció el entrecejo.
—Ten —insistió—. Si te apetece puedes cogerla.
De pronto los latidos del corazón golpearon la sien, las muñecas y las corvas de Waxtal. Se dio cuenta de que la talla albergaba un espíritu que no atinaba a comprender. Algo había en la madera. Volvió la cabeza para escupir, pero tenía la boca tan seca que se atragantó. Miró a Búho y dijo:
—Ya conozco las obras de mi hija. ¿Quién crees que le enseñó a tallar?
El comerciante se encogió de hombros y guardó la talla en el hato.
—Visitaremos a los Cazadores de Ballenas.
—Ya lo habéis dicho —espetó Waxtal.
—Pues entonces sabes que no necesitamos más aceite de foca que el que utilizamos. El aceite de foca que los Cazadores de Ballenas utilizan como alimento lo extraen de los animales que sacrifican. Además, nadie quema aceite de foca si dispone de aceite de ballena.
—A los Cazadores de Ballenas les gustan las tallas.
El comerciante cogió uno de los animales de madera de Waxtal y preguntó:
—¿Para qué intercambiarán tus tallas si tienen las de tu hija?
Waxtal lanzó una carcajada.
—Búho, ¿crees que preferirán algo hecho por una mujer y descartarán las tallas de un cazador?
—¿Quién les contará que las ha hecho una mujer? —preguntó el comerciante más joven y a sus labios afloró una sonrisa.
—Tres tallas y dos estómagos llenos de aceite —insistió Waxtal con tono ronco.
—Puede que a alguien le parezca insuficiente —comentó Búho.
Los dos comerciantes se alejaron sin dar tiempo a que Waxtal les hiciese otra oferta.