Waxtal apretó los labios para que no le castañetearan los dientes. En la proa del ik de los comerciantes vio varios colmillos de morsa más largos que el brazo de un hombre y más anchos que su muñeca. Se inclinó hacia el interior de la embarcación y acarició una de las piezas.
—Son buenos, ¿eh?
La pregunta sobresaltó a Waxtal, que se irguió de un brinco y se pilló la mano en una de las bancadas de madera del ik. Una aguzada astilla de madera le rasgó la piel. Se llevó la mano a la boca, chupó la sangre que manaba del corte, se volvió y miró al comerciante que se había detenido a su lado.
—Los he visto mejores —replicó, encogiéndose de hombros.
El comerciante abrió desmesuradamente los ojos y lanzó una carcajada.
—¿Dónde?
Waxtal fingió concentrarse en la herida de la mano. La hemorragia cesó y se quitó la astilla que sobresalía del corte.
—Soy comerciante —afirmó Waxtal—. Mi hijo también lo era… hasta que lo mató alguien que le robó sus objetos de trueque.
—En ese caso, puede que quieras estos colmillos para tu próximo viaje —añadió el comerciante y se inclinó para tocar el marfil.
—También soy tallista —declaró Waxtal. No estaba mal que el comerciante se enterase de que trataba con un hombre de múltiples habilidades.
El comerciante tosió, bajó la cabeza e intentó disimular su sonrisa tapándose la boca con la mano, pero Waxtal la advirtió. Esa sonrisa denotaba que el comerciante sabía exactamente qué valor atribuiría Waxtal al marfil.
—Los he visto mejores —repitió; dio media vuelta y se dirigió a los ulas.
El marfil deseaba a Waxtal y su espíritu anhelaba el gozo de su cuchillo de tallista. El comerciante no tenía nada que hacer ante el poder del espíritu del marfil.
Waxtal torció la boca con expresión de mofa. El comerciante podía disimular su sonrisa tras la mano, pero sería Waxtal el que reiría. Hinchó el pecho y caminó con los hombros derechos y la espalda recta. Al llegar al lado de sotavento de su ulaq, repentinamente tuvo la sensación de que su cuerpo se quedaba sin fuerzas. Se apoyó en la pared del ulaq y cerró los ojos. Se debía al marfil, al espíritu del marfil, que incluso en ese momento negociaba con el comerciante y sometía sus pensamientos, por lo que necesitaba las fuerzas de Waxtal.
Pese a que estaba fuera del alcance del ik de los comerciantes, Waxtal notaba que el poder se le escapaba por las manos y, con ayuda del frío viento de la playa, fluía hasta filtrarse en los colmillos de morsa. Oía las voces de los hombres y los animales que moraban en la dureza amarilla del marfil. Le tironeaban las manos como las olas empujan el zagual del ikyak. Waxtal estiró los brazos y vio que sus manos temblaban como las de un anciano.
—Demasiado poder —murmuró—. Este poder es infinito y, de todos los hombres que estamos en esta playa, yo soy el único que lo comprende. Los demás sólo verán las pieles y el aceite, el pescado y la carne de caribú disecados, y no sabrán que esas cosas carecen de importancia si las comparamos con lo que yo puedo hacer con los colmillos de morsa.
¿Qué podía trocar por el marfil? Lo había perdido casi todo con el traslado de la isla de Tugix. En su opinión, había sido un desplazamiento erróneo, y así se lo había manifestado a Kayugh. Todas las montañas tienen ataques de ira, pero acaban por calmarse. Cualquier hombre lo sabe. La culpa era de Samiq, que se empecinó en trasladarse para encontrar a Kiin.
Kiin… su hija siempre le había creado problemas. ¿Existía algún otro padre que hubiese perdido más a causa de una sola hija?
Waxtal suspiró. Debía tener en cuenta que ni siquiera los comerciantes conocían el verdadero valor del marfil que transportaban. Quizá lo trocarían por aceite. Puede que no le diesen todos los colmillos, sino algunos… y con unos pocos tendría bastante.
Por la mañana Kayugh, Grandes Dientes, Samiq, Primera Nevada y Pequeño Cuchillo salieron a cazar. Los comerciantes se quedaron y charlaron largo y tendido con Tres Peces y Chagak sobre los Cazadores de Ballenas. Waxtal desdeñó a esos hombres tan débiles que daban valor a las palabras de las mujeres. De todos modos, fue una suerte, pues se reunieron en el ulaq de Grandes Dientes, con lo cual los ulas de Kayugh y Samiq permanecieron vacíos.
Waxtal cogió de su escondrijo para alimentos estómagos de otaria que no usaba, los enrolló y se los guardó en la suk. Salió, caminó entre los ulas y procuró que no lo vieran desde el mar. No podía correr el riesgo de que uno de los cazadores volviera la vista atrás y lo divisase. Reptó hasta lo alto del ulaq de Kayugh y dio un grito. Entró cuando nadie le respondió. Al principio se movió con cautela y echó un vistazo en los espacios para dormir separados por cortinas, pero no había nadie; ni siquiera estaba Reyezuela, la hija pequeña de Kayugh.
Waxtal rio y se dirigió al escondrijo para alimentos. Sacó de debajo de la suk los estómagos de otaria enrollados y cogió del escondrijo un estómago lleno de aceite de foca. Extrajo de la manga la pieza que había tallado la víspera. Comprobó que no se había equivocado y rio: el objeto era un tubo delgado que podía introducir en la abertura del estómago vacío, cuyo otro extremo, de boca ancha, servía para transvasar el aceite.
Trabajó deprisa y pasó el aceite de un recipiente a otro mediante suaves presiones. Sólo quitó un poco de aceite, colocó el tapón al estómago y sacó otro. Transvasó una parte de aceite de cada recipiente de almacenamiento y llenó cuatro estómagos de otaria con lo que extrajo de los diez más siete que había en el ulaq de Kayugh. A continuación, retiró los recipientes de uno en uno. Waxtal tenía la sensación de que el corazón se le escapaba del pecho cada vez que salía del ulaq con un estómago de otaria lleno de aceite, pero nadie se acercó ni lo vio.
Transportó los recipientes a su espacio para dormir y los tapó con pellejos, pieles y esteras de hierba. Contaba con cuatro estómagos de otaria cargados de aceite depurado, estómagos que tal vez podría trocar por dos, quizá tres colmillos si añadía algunas tallas. Y si por casualidad lograba recoger aceite en el ulaq de Samiq o en el de Grandes Dientes…
Cuando regresó, Concha Azul vio que Waxtal revolvía la cesta con las tallas de madera. No dijo nada. Se dirigió al escondrijo para alimentos, sacó unos trozos de carne seca, los acomodó en una estera y los dejó junto a su marido. Waxtal masculló algo y señaló la vejiga con agua que colgaba sobre su cabeza.
Concha Azul le pasó la vejiga. Waxtal bebió un sorbo de agua, se secó la boca con el dorso de la mano y comentó a su esposa:
—He dirigido plegarias a los espíritus. También les he hecho promesas. Aléjate de mi espacio para dormir a fin de no maldecirme.
Concha Azul se encogió de hombros y asintió con la cabeza.
Waxtal acercó un trozo de carne seca a la llama de la lámpara de aceite. En cuanto se ablandó, cogió el cuchillo de la manga y separó varios pedacitos. Se llevó la carne a la boca y, mientras masticaba, observó a Concha Azul. Costaba creer que en otro tiempo había sido hermosa. Si hubiera sabido en qué se convertiría su mujer, flaca y reseca como la piel del pescado ahumado, Waxtal habría elegido otra esposa.
Al menos Concha Azul entendía el poder de su báculo, pensó Waxtal y rio entre dientes. La sabiduría siempre supone dolor.