Capítulo 10

Había bajamar. Waxtal se agachó para recoger un trozo de madera flotante. Estaba podrida y tan blanda que la vació con un golpe de la uña del pulgar. No podía esperar nada mejor. El mar casi nunca arrastraba hasta esa bahía de aguas poco profundas regalos para su cuchillo de tallista. Hasta la madera flotante era inútil. La tiró y siguió andando por la playa.

Apretó los dientes y los rechinó irritado. Tendría que haberse quedado en el ulaq. Al menos no había seguido los consejos de Concha Azul. ¡Era tan insensata…! Su esposa pretendía que se desplazase hasta el mar del Norte. Podría haberle hecho caso —pasando frío un día entero en el ikyak mientras cubría la larga distancia que lo separaba de la desembocadura de la bahía— y conseguido lo mismo: nada que compensase sus esfuerzos.

Había deambulado tanto rato por la ensenada que, cuando alzó la vista al cielo, divisó el dibujo de la arena de la playa en las nubes grises. Se restregó los ojos y escudriñó la superficie de la bahía.

Al principio pensó que se trataba del ikyak de Samiq. Hacía días que Samiq arrojaba lanzas de práctica y esa mañana Waxtal lo había visto salir en el bote y disparar una lanza tras otra hacia una vejiga de foca inflada.

Waxtal lo había observado, riéndose. ¿Samiq era tan iluso como para creer que los animales marinos se entregarían a un cazador deformado? Más le valía recoger bayas con las mujeres.

Durante unos instantes Waxtal se imaginó el placer que su hijo Qakan habría sentido al ver la torpeza de Samiq con las armas. Qakan había muerto a manos de Cuervo, el marido de Kiin. Waxtal suspiró y pensó que en el mundo no había honor porque un hombre era capaz de matar al hermano de su esposa.

Waxtal se detuvo y se volvió hacia el agua, con la esperanza de presenciar un lanzamiento fallido de Samiq o, mejor aún, de ser testigo de cómo zozobraba el ikyak. En ese momento se percató de que no era el ikyak de Samiq, sino un ik en el que viajaban dos hombres. Aguardó, aferrando el bastón con ambas manos, hasta que el ik se aproximó lo suficiente para distinguir las marcas de la proa: las líneas amarillas y los círculos rojos del ik de un comerciante. El entusiasmo lo embargó y le hinchó el pecho y la tripa como si hubiese tragado una gran bocanada de aire.

Corrió hacia el ulaq de Kayugh, trepó por el tepe que cubría el techo y los lados y gritó a través del agujero para el humo:

—¡Kayugh, se acercan mercaderes!

Kayugh salió del ulaq, se hizo sombra con la mano sobre los ojos, miró en dirección al mar y preguntó:

—¿Has dicho mercaderes? ¿Mercaderes en esta época del año? —inquirió. Waxtal se encogió de hombros—. Avisa a Grandes Dientes. Busca a Samiq.

Waxtal se mordió el labio inferior. ¿Quién era Kayugh para ordenarle lo que tenía que hacer? Regresó a la playa e hizo señas a los mercaderes para que lo siguieran hasta el sitio donde las olas perdían fuerza y permitían un desembarco tranquilo durante la marea menguante.

—¿Sois mercaderes? —preguntó y se internó en el mar para ayudarlos a varar el ik.

Los hombres eran jóvenes, poco más que muchachos, y lo bastante parecidos como para que Waxtal los tomase por hermanos.

—Sí, somos mercaderes —replicó el que ocupaba la proa del ik.

Sus palabras sonaron guturales, a la manera de los Hombres de las Morsas, a pesar de que habló la lengua de los Primeros Hombres.

Los comerciantes se bajaron del ik y Waxtal los ayudó a retirarlo del agua. En cuanto el bote quedó al amparo del oleaje, Waxtal extendió las manos con las palmas hacia arriba para hacer el saludo tradicional.

—Soy amigo, no tengo cuchillo.

Los comerciantes asintieron con la cabeza y respondieron de la misma manera. Waxtal se volvió para mirar los ulas y vio que Kayugh se acercaba en compañía de Grandes Dientes y Primera Nevada. Waxtal señaló con la barbilla a los miembros de la tribu y dijo a los comerciantes:

—¿Veis a esos hombres? Son excelentes cazadores. —Se pasó las manos por la pechera de la suk y añadió—: Soy el jefe de los cazadores y el chamán. Bienvenidos a nuestra aldea.

Aunque frunció el ceño al ver que Waxtal ocupaba el sitio de honor entre los comerciantes, Chagak ocultó su irritación en la velocidad que imprimió a sus manos mientras preparaba comida.

Una vez cumplido el ritual de las presentaciones, los comerciantes se quitaron las chaquetas. Chagak oyó que Tres Peces lanzaba una exclamación, se volvió y descubrió que los hombres lucían muchos collares. Tal cantidad de garras de oso, conchas, cuentas de hueso y dientes de foca la llevó a preguntarse cómo soportaban tanto peso.

Chagak pensó que era de sabios que los hombres mostrasen lo que podían ofrecer como trueque. ¿De qué forma se entera la gente de lo que quiere si no ve lo que los comerciantes pregonan?

Las mujeres prepararon un banquete y lo sirvieron en esteras en el ulaq de Kayugh. Chagak no quiso pensar en lo desprovistos que estaban los escondrijos de la aldea. Ninguna familia se negaría a alimentar a los huéspedes. Ningún cazador se negaría a compartir lo que su lanza había recibido de regalo.

Mientras los hombres comían, Chagak dio a Reyezuela restos de carne y bayas secas, trozos que no eran lo bastante buenos para ofrecerlos a los invitados. Mientras alimentaba a Reyezuela observaba a los comerciantes. Eran jóvenes, de cara afilada y manos y pies pequeños. Vestían polainas de piel y chaquetas con capucha como los hombres Morsa y, como en el caso de esta tribu, las palabras brotaban ásperamente de sus bocas.

El más hablador tenía las cejas tupidas y unidas encima de la nariz. El otro llevaba marcas en la cara, líneas delgadas y oscuras que le cruzaban las mejillas, muy parecidas a las que Samiq lucía en el mentón, dibujadas por los Cazadores de Ballenas.

Los hombres terminaron de comer y se pusieron a charlar en torno a la lámpara de aceite más grande. Las mujeres comieron, ayudaron a Chagak a fregar los cuencos y a guardar los alimentos y se retiraron.

Chagak se sentó con Reyezuela cerca de su espacio para dormir y colocó en el suelo una gavilla de ballico seco. Acomodó a Reyezuela en su regazo y le enseñó a partir cada brizna de hierba con la uña del pulgar para que se rizara fácilmente y se la pudiese utilizar para trenzar pequeñas cestas.

Reyezuela esbozó un mohín de disgusto y cortó lentamente la hierba. Chagak se agachó para felicitarla y depositó la hierba partida sobre una estera.

—Colócala bien para que no se enrede —murmuró.

Sentó a Reyezuela en el suelo, a su lado, y le pasó varias briznas de ballico. Después cogió un fajo de hierba y se lo puso en el regazo.

Mientras trabajaba, Chagak prestaba atención a la conversación de los hombres. Al principio se refirieron al clima, las mareas y las corrientes, por lo que prefirió hacer caso del parloteo de Reyezuela, pero aguzó el oído cuando uno de los comerciantes comentó:

—Nos gustaría visitar la aldea de los Cazadores de Ballenas.

—¿Ahora? —preguntó Kayugh—. El invierno se os echará encima.

Chagak respiró hondo y recordó la aldea de los Cazadores de Ballenas. ¿Quién podía ser tan insensato como para viajar hasta la isla de los Cazadores de Ballenas cuando el invierno estaba al caer?

—Tendréis que afrontar tormentas —intervino Grandes Dientes.

—Cierto —admitió uno de los comerciantes, el más menudo, que aparentaba más edad—. Ya hemos sobrevivido a otras tormentas.

—Si fuerais más, estaríais más protegidos. Podríais unir los ik si en alta mar os sorprendiera una tempestad —opinó Samiq.

Chagak notó que su hijo ocultaba la mano derecha junto al cuerpo. Se le hizo un nudo en la garganta y se obligó a concentrarse en Reyezuela, que partía el ballico con los dientes.

—Así no —susurró Chagak a su hija—. Tus dientes son muy gruesos y deshilachan la hierba.

Reyezuela suspiró, apretó los labios y cogió otro trozo de hierba. Chagak se estiró y acarició la cabellera oscura de Reyezuela. Pensó que no había transcurrido tanto tiempo desde que enseñó a Baya Roja —la hija mayor de Kayugh— a partir hierba. Y pensar que Baya Roja ya era madre de dos hijos…

Chagak se dijo que pronto volvería a ser abuela y sonrió al recordar el entusiasmo de Tres Peces. Al principio había temido que Samiq no se alegrara del embarazo de su esposa, pero su hijo fue a verla con los ojos brillantes y le hizo infinidad de preguntas, preocupado mientras le consultaba una y otra vez sobre las provisiones que quedaban en el ulaq de Kayugh.

Chagak había asegurado a Samiq que Tres Peces tendría un rorro sano y fuerte. Cuando añadió que se convertiría en padre de tres niños, vio que la mirada de su hijo se ensombrecía y dedujo que pensaba en Kiin y Shuku.

Cualquier cazador podía dar de comer a tres niños. Por fortuna, Pequeño Cuchillo —el hijo que Samiq había adoptado en la aldea de los Cazadores de Ballenas— tenía edad suficiente para conseguir carne para sí mismo y los demás. Chagak pensó en Takha, el crío que empezaba a sonreír y a emitir sonidos que según Samiq eran palabras, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no acordarse de Shuku, el hijo de Amgigh.

Amgigh… Chagak había luchado a brazo partido para mantenerlo vivo cuando no era más que un rorro y Kayugh apeló a ellos a raíz de la muerte de su esposa, ya que su hijo recién nacido se moría de hambre. También le prodigó sus cuidados cuando, de joven, Amgigh estuvo a punto de ahogarse durante una cacería de ballenas. Al menos había vivido lo suficiente para procrear un hijo, aunque el niño fuese criado por Cuervo.

Chagak contempló a Samiq, sentado al otro lado del ulaq, en medio del humo de la lámpara. Su hijo volvía a cobrar fuerzas. Al principio, inmediatamente después de la partida de Kiin, parecía que Samiq no tenía ganas de vivir, y Chagak había empezado a creer que cada día una parte de su espíritu escapaba, quizá para seguir a Kiin por el mar del Norte, acurrucarse dentro de su cuerpo y convivir con su espíritu.

Samiq volvía a ser prácticamente el de siempre y, a pesar de la lesión, aprendía a remar y a lanzar el arpón. Sin embargo, su mirada seguía empañada por una nube de tristeza.

Chagak oyó la voz de la nutria que susurró en lo más profundo de su mente: «¿No puede decirse lo mismo de todos vosotros? La aldea entera llora a Amgigh. Os gustaría que Kiin y Shuku estuviesen aquí. ¿No lloráis por vuestra playa y por Aka, el monte sagrado? Es tanto lo que habéis tenido que abandonar… Habéis sufrido tantas pérdidas en los meses transcurridos desde que la ira de las montañas obligó a los Primeros Hombres a dejar su isla…».

Chagak respiró hondo para expulsar la pesadez que agobiaba su pecho y respondió a la nutria: «Es verdad, todos estamos de duelo». Bajó la cabeza, se concentró en la labor y procuró dejar de pensar en su pena. Por el rabillo del ojo vio que Waxtal abandonaba el corro de hombres. Se sorprendió ante tanta descortesía. Kayugh hablaba y Waxtal reaccionaba como un crío y no hacía caso de los buenos modales.

«Todos estamos de duelo salvo Waxtal, que sólo piensa en sí mismo», comentó Chagak a la nutria.

Waxtal volvió la espalda a los hombres y se dedicó a revolver la pila de objetos de trueque. Levantó algunos trozos de marfil y los examinó a la luz de las lámparas de aceite. Los comerciantes no le quitaban ojo de encima. El mayor estiró la mano y estuvo a punto de hablarle, pero volvió a concentrarse en el corro de hombres.

Chagak se preguntó por qué nadie hablaba claro. A ningún comerciante le gustaba que un desconocido manosease sus cosas. Waxtal no era chamán, un hombre al que se temía o se respetaba.

«Tienes razón, Waxtal sólo piensa en sí mismo —confirmó la nutria—. Mejor dicho, piensa en sí mismo y en sus tallas».

Chagak se acordó de las cestas con tallas que guardaba en un rincón de su espacio para dormir. Eran obra de Shuganan. Recordó el cariño con que el anciano la había acogido después de la matanza de su pueblo. La había llamado nieta, y había reivindicado a Samiq como nieto, a pesar de que era hijo de uno de los hombres que asesinaron a la familia de Chagak.

A través de sus cuidados y de su afecto, Shuganan había devuelto a Chagak el valor para seguir viviendo. Era imposible dejar de ver los mismos cuidados en cada línea de los animales de marfil y las personas de madera flotante que había tallado.

Chagak pensó en las tallas de Kiin, muy distintas a las de Shuganan, pero pletóricas de gracia y movimiento, como si captase el espíritu de cada objeto.

Repentinamente Chagak se enfureció por la forma en que las manos de Waxtal toqueteaban el marfil de los mercaderes. Dijo a la nutria: «La mezquindad del alma de Waxtal aflora a través de su cuchillo y destruye el marfil en lugar de tallarlo».

La nutria guardó silencio, como si la cólera de Chagak la hubiese enmudecido. Chagak suspiró.

—Reyezuela, por hoy ya está bien —dijo a su hija—. Los hombres hablarán toda la noche y tú y yo tenemos que dormir.