Samiq permaneció despierto hasta bien entrada la noche. La alegría que había experimentado durante el día, cuando Tres Peces le comunicó que estaba preñada, parecía relacionada de algún modo con la luz. Cuando el sol se puso y la noche cayó sobre los nías, los temores que había relegado al fondo de la mente asaltaron sus pensamientos, y vio a Tres Peces, a Takha y al recién nacido enfermos y agonizantes por la falta de alimento.
«Eres el jefe, el cazador principal de esta aldea —susurró un espíritu en medio de la oscuridad de su espacio para dormir—. Eres responsable de las necesidades de tu pueblo».
Samiq intentó organizar planes de caza y pesca, pero las ideas se le escurrieron como sueños apenas recordados.
—Por la mañana saldré en el ikyak para que el viento y el mar me transmitan lo que debo hacer —susurró finalmente en voz alta, con el propósito de que los espíritus que lo perturbaban lo oyesen y lo dejaran dormir.
No logró conciliar el sueño y, próxima la mañana, se levantó, se puso las polainas, la chaqueta y la chigadax y abandonó el ulaq. El sol acababa de asomar y brillaba, dorado y naranja, en un cielo prácticamente sin nubes. Samiq notó que se animaba mientras guiaba el ikyak a lo largo de la bahía y lo introducía en un brazo próximo a la desembocadura. Por encima de los bajíos descubiertos por la marea avistó el mar del Norte, cuyas aguas se ondulaban y rompían en espumosas cabrillas a medida que cada ola cruzaba los bajos bancos de arena cercanos a la bahía.
Los mérgulos se congregaron; las bandadas aprovechaban las corrientes de viento y las oscuras formas se tornaban súbitamente blancas cuando volvían el pecho hacia el sol. A comienzos del invierno la tribu de los mérgulos se reunía, emprendía el vuelo y sólo regresaba a finales de primavera, cuando las nieves se fundían. Samiq se preguntaba adonde se dirigían. ¿Tenían aldeas de invierno en otras playas?
Cerró los ojos e imaginó el gozo de poseer alas.
«Como el ikyak cuando el cazador rema a favor del viento», susurró un espíritu.
Samiq abrió los ojos y vio que los mérgulos se encumbraban, volaban en estrecha formación y giraban poco antes de llegar al sitio donde se encontraba. Levantó el zagual y les mostró la mano izquierda, abierta y vacía.
—Hermanos, soy amigo, no tengo cuchillo —los saludó.
El viento y el sol aclararon sus ideas, los temores nocturnos se difuminaron y Samiq supo lo que tenía que hacer.
Samiq fue a ver a Kayugh y le preguntó si todos los integrantes de la aldea, hombres, mujeres y niños, podían reunirse esa noche en su ulaq. Kayugh levantó la cabeza y contempló a Samiq con los párpados entornados. Era una actitud que el joven recordaba de su niñez, una mirada que parecía plantear una pregunta sin reclamar respuesta.
—Después de cenar haremos planes para el invierno —explicó Samiq.
—¿Todos comerán de mi escondrijo? —quiso saber Kayugh.
—No, claro que no, cada uno traerá alimentos —respondió Samiq. Enseguida acotó—: Tengo motivos…
—¿Tienes un buen motivo para convocar una reunión en mi ulaq?
—Sí.
—¿Quieres ahorrar el aceite de tu lámpara y evitar que Waxtal meta mano en tu escondrijo para alimentos?
Samiq abrió la boca para decir que su ulaq era pequeño y que deseaba que las mujeres también estuvieran presentes en la reunión, pero se dio cuenta de que su padre bromeaba, vio que Kayugh reía en silencio. El joven sonrió.
Kayugh soltó una carcajada, palmeó el hombro de Samiq y le entregó un cuenco. Chagak había preparado un buen estofado.
Esa noche, después de cenar, los hombres formaron un círculo en torno a la lámpara de aceite más grande y las mujeres se congregaron detrás. Aunque en las reuniones de la aldea sólo los hombres solían tomar la palabra, Samiq quería hacer unas cuantas preguntas a las mujeres, aunque se sintieran incómodas: qué cantidad de alimentos había en cada escondrijo y cuánto durarían. Lo cierto es que no podía planificar las salidas a cazar si desconocía cuánta carne necesitaban.
Samiq se decidió a hablar y dijo:
—Los Cazadores de Ballenas tienen costumbres que no son las nuestras. Durante el año que conviví con ellos hubo momentos en que me parecieron absurdas. En otros las consideré sensatas. Lo cierto es que aprendí mucho. Las mujeres participan y dan su opinión en las reuniones en que los Cazadores de Ballenas planifican las cacerías y las provisiones invernales. —Samiq miró a las mujeres por encima de las cabezas de los hombres—. Los hombres lo sabemos casi todo sobre la caza y vosotras sobre los alimentos. ¿Por qué tengo que tomar decisiones sin aprovechar los conocimientos disponibles? —Se dirigió exclusivamente a las mujeres e inquirió—: Decidnos, ¿con cuánta comida contamos?
Waxtal apretó los labios y exclamó:
—¡Mujeres! ¿Consultas a las mujeres? ¿Desde cuándo las mujeres saben algo?
Samiq hizo oídos sordos al comentario de Waxtal y prestó atención mientras Nariz Ganchuda —la esposa de Grandes Dientes— y Chagak —su madre— enumeraban los alimentos que guardaban en los escondrijos de almacenamiento. Tres Peces tomó la palabra y mencionó los huevos que Kiin había acumulado en primavera y enterrado en la arena, por encima de la línea de la marea alta.
—¿Has visto los huevos? —quiso saber Waxtal.
Samiq contuvo el aliento, temeroso de que Tres Peces revelara dónde estaban, pero su esposa asintió con la cabeza, bajó la mirada a la manera en que lo hacían las mujeres de los Primeros Hombres y miró furtivamente a Samiq para transmitirle que compartía sus temores.
—Concha Azul, ¿qué hay en tu escondrijo? —preguntó Samiq.
Sin darle tiempo a responder, Waxtal gritó:
—¡No tenemos nada! Esta mujer es muy perezosa. No pesca lo suficiente ni tiende trampas para pájaros.
El rostro de Samiq se encendió de ira, pero no llegó a replicar porque Grandes Dientes dijo:
—Waxtal, es evidente que no tienes alimentos para compartir y que esperas que seamos generosos contigo.
Waxtal se puso de pie, alzó el bastón del que jamás se separaba y amenazó con el báculo a Concha Azul.
—Es ella la que debería pasar hambre —masculló.
—Sí, por supuesto —intervino Kayugh—. Es ella la que se dedica a tallar y no sale a buscar focas con los cazadores. Es ella la que come en los ulas de otros hombres y jamás invita a nadie a probar bocado en su ulaq.
Waxtal apretó los labios. Le temblaron los pelos que colgaban de su barbilla cual una delgada cuerda. Deambuló por el corro de hombres, pasó descaradamente entre uno y otro y junto a la lámpara de aceite. Agarró a Concha Azul del pelo y la obligó a incorporarse. Samiq se irguió, pero su padre lo retuvo con la mano.
—Espera —aconsejó Kayugh a Samiq y la palabra produjo silencio en el ulaq.
Concha Azul sujetó la muñeca de su marido, bajó la mano hasta su boca y le hincó los dientes. Waxtal apartó bruscamente la mano y se echó hacia atrás para abofetearla, pero Concha Azul paró el golpe con el brazo.
—No me toques —advirtió—. No puedes hacer nada. Diré a Samiq lo que necesita saber. —Se volvió hacia Samiq y añadió—: Además de los peces que cogí hoy, tenemos cuatro pieles de foca llenas de grasa, dos estómagos de otaria con aceite depurado, tres estómagos con pescado disecado y una piel de foca con frailecillos enteros. También tengo tres cestas con bulbos de raíces amargas y otra, no muy grande, de carne de foca seca.
Samiq cerró los ojos desalentado. Waxtal sólo tenía aceite para una luna, con un poco de suerte para dos. ¿Acaso pensaba que podía vivir eternamente de lo que cazaban los demás? Miró a su padre, pero Kayugh había cerrado los ojos.
—Debemos salir a cazar —afirmó Grandes Dientes.
—Yo cazo —se defendió Waxtal—. En mi escondrijo para alimentos habría tanta comida como en el de los demás si mi esposa no desperdiciara lo que le entrego.
Concha Azul se echó a reír. Waxtal levantó el bastón, pero la mujer pasó a su lado y abandonó el ulaq sin volver la vista atrás.
Al día siguiente Samiq envió a Primera Nevada y a Pequeño Cuchillo a la caza de focas, nutrias y cualquier otro animal que avistaran en los brazos de la bahía. Preguntó a Kayugh y a Grandes Dientes si estaban dispuestos a internarse en la isla a la búsqueda del caribú.
—El verano pasado los comerciantes comentaron que había caribúes en la tundra, a uno o dos días de camino desde esta playa —explicó Samiq—. Nunca hemos cazado caribúes, pero…
El joven hizo una pausa y notó que la mirada de su padre se iluminaba.
—En cierta ocasión, cuando era niño, mi padre me llevó a cazar caribúes —dijo Kayugh—. Estoy dispuesto a volver a intentarlo.
—Si quieres, llévate a Waxtal —apostilló Samiq y sonrió al ver la mueca de su padre.
Por la mañana, cuando los hombres abandonaron la aldea, Waxtal se reunió con Kayugh y Grandes Dientes. Los tres llevaban lanzadores y botas de aleta de foca y echaron a andar hacia las montañas.
Las mujeres salieron en el ik de Chagak a pescar bacalaos con sedales de mano. En cuanto partieron, Samiq entró en su ulaq y se pintó la cara de rojo con ocre y grasa de foca, a la manera de los Cazadores de Ballenas. No fue de cacería. Le parecía imposible atrapar ballenas con la mano tullida. Quizá algún día pudiese cobrar focas u otarias, pero jamás alcanzaría la rapidez necesaria para cazar ballenas, ni siquiera con la ayuda del hueso de ave de Tres Peces, que le enderezaba el dedo. Se limitaría a ser cobrador, el que seguía a la ballena una vez que le clavaban el arpón y ayudaba a trasladarla a la aldea cuando moría. Ante todo, debía pedir a los espíritus de las ballenas que eligiesen otro alananasika, al hombre que se convertiría en el principal cazador de ballenas de la aldea, a quien Samiq transmitiría cuanto había aprendido en su estancia con los Cazadores de Ballenas.
Se internó en la bahía con el ikyak y entonó una canción de los Cazadores de Ballenas, canto que le había enseñado su abuelo —Muchas Ballenas—, otrora alananasika de su tribu. Cuando acabó la canción, Samiq pronunció sus propias palabras, una súplica a los espíritus de las ballenas:
—No cazamos para que los hombres nos honren con canciones ni para que las mujeres nos cubran de halagos. Cazamos para vivir. Si elegís un cazador de nuestra aldea, os trataremos con honores. Honraremos a las ballenas que se entreguen. Llenaremos sus bocas de agua dulce. Devolveremos sus corazones al mar. Haremos todo lo que honra a las ballenas.
Aguardó con la esperanza de experimentar el poder de los espíritus de las ballenas, de comprobar desde el fondo del corazón que comprendían las necesidades de su pueblo. Sólo percibió el vacío bajo la elevada cúpula gris del cielo… y el mismo vacío en su corazón.
Miró unos instantes su mano derecha, agarrotada en el zagual, y al virar el ikyak hacia la aldea se preguntó por qué había imaginado que los espíritus de las ballenas atenderían sus peticiones. Al fin y al cabo, no era cazador.
«Lo sabías —afirmó una voz espiritual—. Ya lo sabías. ¿Por qué saliste solo, sin compañía? Los espíritus de las ballenas no te consideran cazador y saben que has perdido tu poder».
Primera Nevada y Pequeño Cuchillo retornaron con expresión avejentada, arrugado el rostro y la espalda encorvada. No habían visto ni oído nada, ni siquiera habían sacado los arpones de las cubiertas de los ikyan.
—Mañana —declaró Samiq—. El cazador no suele regresar con carne cada vez que sale de caza.
Al pronunciar esas palabras, Samiq experimentó un escalofrío que le heló el pecho. ¿Y si no traían carne? ¿Y si una maldición había alejado a los animales de la playa de los mercaderes?
Al día siguiente y al otro volvieron a navegar. Samiq también salió; se dirigió en el ikyak a la desembocadura de la bahía y apeló a los espíritus de las ballenas. Ambas jornadas los hombres regresaron con las manos vacías. A pesar de sus plegarias y sus canciones, esos dos días Samiq sólo percibió la vacuidad del cielo y el mar.
Al cuarto día Kayugh, Grandes Dientes y Waxtal retornaron de la cacería de caribúes. También lo hicieron con las manos vacías.
Las mujeres prepararon pescado y lo sirvieron en el ulaq de Kayugh. Samiq observó a los hombres cabizbajos, ojerosos y con los ojos hundidos por la falta de descanso. Cuando terminaron de comer no hubo conversación, ya que la aflicción contenida en los pensamientos de cada uno se impuso en el ulaq. Finalmente Kayugh sugirió:
—Recuperaremos fuerzas y volveremos a salir.
—¿Crees que estoy dispuesto a caminar cuatro días a cambio de nada? —preguntó Waxtal con el rostro encendido y los ojos casi cerrados—. Podría haberme quedado en mi ulaq y tallado piezas para trocarlas por aceite y carne. Idos si queréis, yo no os acompañaré.
Samiq buscó los ojos de Waxtal con la mirada y dijo:
—Si no cazas no comes.
Waxtal señaló con el báculo la mano derecha de Samiq.
—Y tú, ¿qué? —preguntó y rio—. Yo no tengo miedo de vivir de lo que puedo conseguir con mis tallas. ¿Serás capaz de vivir de lo que obtengas con tu arpón?