Waxtal miró atentamente el trozo de madera flotante.
—No ha sido un buen año para los tallistas —comentó y, contrariado, descartó el trozo de madera—. Si tuviera marfil tallaría todo el invierno y luego visitaría a Cuervo, el marido de nuestra hija, para que trocase mis tallas. Mira lo que me dio por los animalillos de Kiin.
Concha Azul, que se había sentado junto a la lámpara de aceite para clasificar hierbas, miró a su marido y sugirió:
—Tómate el día y vete por la playa hasta el mar del Norte. No se sabe lo que puedes encontrar. Tal vez los espíritus perciban tus necesidades y te envíen un colmillo de morsa.
Waxtal miró a Concha Azul y frunció el ceño.
—Las mujeres piensan que es fácil caminar hasta el mar del Norte y dicen: «Tómate el día. Tal vez encuentres un colmillo de morsa». Los cazadores sabemos que, incluso en ikyak, no es un recorrido fácil. Puedes toparte con fuertes corrientes y vientos racheados. ¿Hay algún cazador dispuesto a acompañarme? No valoran los colmillos de morsa. Ningún espíritu les ha abierto los ojos para que vean de lo que es capaz un cuchillo de tallista. —Concha Azul inclinó la cabeza y se concentró en su labor—. Además, con el viento que sopla no puedes pretender que salga con esta suk. Necesito una chaqueta. Aquí hace más frío que en nuestra isla. Debería vestirme como los Hombres de las Morsas, con una capucha que me cubriera la cabeza y polainas de piel. Kayugh y Samiq tienen chaquetas, pero mi esposa es demasiado tonta para hacerme una.
—Si quieres una chaqueta, te la coseré, pero no puedo hacerla con pieles de ave —explicó Concha Azul con voz queda—. Kayugh y Samiq tienen pieles gracias a los trueques de Kiin. Nos hacen falta pieles. Tendrás que cazar y traer pieles de foca peluda o de caribú.
—Las mujeres creen que cazar es fácil… —Waxtal reanudó sus lamentaciones.
Concha Azul respiró hondo y siguió clasificando las hierbas.
Samiq dejó a sus pies las emplumadas lanzas de práctica. Había afilado el extremo de las astas y lo había endurecido con fuego. Cogió la lanza más próxima, la colocó en el lanzador y, antes de arrojarla, se volvió hacia Tres Peces e inquirió:
—¿Cuándo nacerá el niño?
—He tenido dos faltas.
Samiq asintió con la cabeza y arrojó la lanza. El disparo fue correcto, pero no dio en el blanco.
—Me alegro de que Takha tenga un hermano o hermana.
Samiq no expresó sus temores en voz alta: el niño nacería a comienzos de primavera, época difícil para todos e incluso más para madres con recién nacidos.
«Dos hijos —pensó—. Pequeño Cuchillo y Takha. No, tres hijos».
Shuku era suyo, y si Tres Peces tenía un varón se convertiría en padre de cuatro niños.
Samiq extendió el brazo y acarició la mejilla de Tres Peces con las yemas de los dedos.
—Eres buena madre de Takha y Pequeño Cuchillo y también lo serás del nuevo niño. —Tres Peces sonrió y tensó los labios sobre los dientes—. Volveré a cazar, aunque tenga que empezar de nuevo y aprender como los críos. Nuestros hijos no pasarán hambre.
Samiq se negó a pensar en las escasas provisiones de aceite de foca y carne seca. Recordó que en la bahía los peces abundaban. Cada día las mujeres cogían pagros en los lechos de kelp. También había animales marinos como focas moteadas y nutrias. Además, las mujeres habían acumulado una generosa provisión de raíces y bayas. Las tallas de Kiin les habían proporcionado pieles para las ropas de abrigo. Sus ulas eran sólidos y ese invierno no tendrían que quemar mucho aceite para calentarse.
—El invierno no será fácil, pero sobreviviremos —aseguró a Tres Peces. Colocó otra lanza de práctica en el lanzador—. Fíjate bien. ¿Ves aquel matojo de ballico?
Samiq arrojó la lanza, que voló sin desviarse y se clavó en el ballico.
—Otra ballena —declaró Tres Peces.
Temeroso de que algún espíritu pensase que estaba orgulloso, Samiq dijo:
—Tal vez una foca moteada, cualquier animal que se compadezca de los hombres que necesitan carne.