Capítulo 7

Chagak apartó la vista de la costura cuando Kayugh descendió por el poste del ulaq y preguntó:

—¿Lo has visto?

—Está en la playa.

Kayugh se dirigió al rincón de las armas. Revolvió una cesta llena de puntas de lanza y sacó un excelente filo de obsidiana, negro y casi transparente, una de las mejores piezas de Amgigh. Se lo acercó unos instantes a la mejilla.

Hacía más de una luna que el dolor de la muerte de Amgigh le pesaba como una piedra apoyada en el pecho y, al ver la expresión afligida de Kayugh, a Chagak se le cerró la garganta y las lágrimas le quemaron los ojos.

Kayugh habló desde el rincón de las armas, con voz tan aguda como la de un niño. Preguntó:

—Esposa, ¿crees que al criar a nuestros hijos favorecí a Amgigh en detrimento de Samiq?

El dolor contenido en sus palabras alcanzó el pecho de Chagak y le estrujó el corazón, por lo que en principio no pudo responder. Con las palmas de las manos secó las lágrimas que rodaban por sus mejillas, cerró los ojos hasta que su llanto cesó, se acercó a Kayugh, se apoyó en su espalda y le puso las manos en los hombros.

—No existe mejor padre que tú —aseguró—. Pregúntale a tus hijos, pregunta a Baya Roja y a Reyezuela. Reyezuela sólo es una niña, pero ya lo sabe. Fuiste justo con tus dos hijos, que eran distintos, como una persona de otra. Y no preferiste a uno u otro simplemente porque los trataste de distinta manera.

—Samiq considera que…

—Recuerda que, diga lo que diga, Samiq ha sufrido más que nadie. No sólo ha perdido a un hermano, sino a Kiin, a su hijo Shuku y el movimiento de la mano. Como sabes, la pena no sólo retuerce el corazón, sino que nubla los ojos. Cuando están afligidos, únicamente los muy sabios son capaces de ver el bien en la tierra.

Kayugh asintió con la cabeza y dejó la punta de lanza en la cesta. Se irguió, rodeó a Chagak con los brazos y la estrechó cariñosamente.

Chagak preguntó con voz apenas audible:

—¿Volverá a cazar?

—¿Te refieres a Samiq? —inquirió Kayugh con la boca pegada a la oreja de su esposa. Chagak asintió con la cabeza—. Claro que sí. No sé cuándo ocurrirá, pero volverá a cazar. —Kayugh se apartó y miró a su esposa de arriba abajo—. No dudes de tu hijo. Es igual que tú. No cejará hasta encontrar una solución.

—¿Samiq?

El joven respiró hondo y se preguntó por qué Tres Peces lo trataba como a un niño al que hay que vigilar. Al final se puso de pie.

—Aquí estoy.

Tres Peces sonrió.

—Te he traído comida —explicó y le ofreció una cesta de pescado seco.

Samiq se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, a la manera de los Cazadores de Ballenas, a pesar de que formaba parte de la tribu de los Primeros Hombres.

—Tres Peces, no tengo hambre.

—Dime, ¿cómo cazarás si no comes? —lo regañó y se acuclilló a su lado—. Come —insistió y le ofreció un trozo de pescado—. En cuanto comas te diré algo que te hará feliz.

Samiq hizo ademán de coger el pescado que Tres Peces le ofrecía y se percató demasiado tarde de que había adelantado la mano derecha. Miró hacia el cielo y apretó los dientes para refrenar su cólera. Tres Peces se limitó a cogerle la mano y apoyarla en su muslo. Luego le acercó el trozo de pescado a la mano izquierda.

—¿Saldrás pronto a cazar? —le preguntó mientras observaba sus dedos.

Samiq lanzó un bufido.

—¿Cómo voy a hacerlo?

Tres Peces lo miró y arrugó el entrecejo.

—¿A mí me lo preguntas? Soy mujer y no sé cazar. Si tienes alguna duda sobre la costura o la comida, plantéala y te responderé.

Samiq mordió el pescado.

—Pasas demasiado tiempo con mi madre. Empiezas a hablar como ella.

Tres Peces rio.

—Me alegro. —Contempló el dorso y la palma de la mano derecha de Samiq, sacó un trozo de pescado de la cesta y lo comió mientras estudiaba la mano de su marido. Preguntó—: ¿Los dedos aprietan con fuerza?

—Sí.

—¿Cuál es el problema? Puedes mover el brazo y arrojar la lanza.

—Fíjate —instó Samiq.

Cogió el lanzador, se lo colocó en la mano derecha y le mostró el dedo que se curvaba en la parte inferior de la madera.

—¿Tiene que quedar recto? —inquirió Tres Peces.

—Sí. De lo contrario, no puedo apuntar y el lanzador se tambalea.

Tres Peces siguió comiendo y cuando se zampó el último trozo de pescado dijo:

—Espérame, enseguida vuelvo. —Dio dos pasos hacia los ulas, se volvió y recogió la cesta vacía—. ¿Tienes hambre?

Samiq disimuló una sonrisa. Tres Peces se había comido todo, salvo el trozo de pescado que Samiq aún sostenía en la mano izquierda. Se lo mostró.

—Aún tengo comida —respondió.

Contempló a su mujer a medida que se alejaba. Tres Peces era tan ancha como cualquier cazador de los Primeros Hombres y casi tan alta como Grandes Dientes, y corría lenta y torpemente por la arena de la playa de los mercaderes.

Samiq mordió el pescado. Se incorporó, se desperezó y caminó a lo largo de la playa. Era una suerte que los ulas estuviesen protegidos del mar del Norte por los brazos de la bahía, aunque a veces deseaba ver mar abierto; permitía saber si había ballenas o focas. Claro que ahora daba igual. ¿Cómo enseñaría a los hombres a cazar si su mano estaba inutilizada?

Muerto Amgigh y con Samiq anulado como cazador, ¿con qué contaban los Primeros Hombres? Con tres cazadores: Kayugh, Grandes Dientes —aunque ambos eran casi ancianos— y Primera Nevada, el marido de Baya Roja. Los dos hijos de Baya Roja eran pequeños y no podían confiar en las dotes de cazador de Waxtal —el padre de Kiin—, ya que sólo cobraba dos o tres focas por estación. Pese a ser casi un niño, Pequeño Cuchillo era más hábil que Waxtal con el arpón.

Tal vez Roca Dura y los Cazadores de Ballenas tuvieran razón cuando culparon a Samiq de la maldición del fuego y la ceniza de Aka. Quizá también hubiera transmitido maldiciones a los Primeros Hombres, que finalmente se quedarían sin cazadores y se verían obligados a vivir de los peces y las bayas que las mujeres recogían.

Asimismo, se preguntó qué sería de Kiin. Estaría esperando que fuese a buscarla. ¿Qué diría si no aparecía?

Se quitó el lanzador de la mano y alzó el puño hacia el cielo plomizo.

—¿Qué pasa con mi mano? —gritó al viento—. ¿Cómo haré para cazar? ¿De qué sirvo si no puedo traer carne a mi pueblo?

De repente Tres Peces se detuvo a su lado; una sonrisa demudó su cara redonda y aplanada.

—Samiq, mira lo que traigo. —Le mostró un hueso de ave y le cogió la mano. Le enderezó el dedo índice y ató el hueso con delgadas tiras de tendón trenzado—. Ya está —musitó y se volvió hacia el anaquel de los ikyak—. ¿Dónde está tu lanza?

—Aguarda —aconsejó Samiq y la retuvo.

Nadie sabía qué maldición recaía sobre un arma tocada por una mujer. Samiq cogió el lanzador y corrió hasta el sitio donde había dejado la lanza. Acomodó el artilugio en su mano y colocó el extremo romo de la lanza en el gancho de marfil de la parte superior del lanzador. Echó el brazo hacia atrás y realizó un potente lanzamiento lateral. Aunque no fue perfecto, el arma voló en línea recta en lugar de trazar un arco corto o de seguir un rumbo caprichoso.

—¡Tres Peces! —la llamó Samiq y su voz se convirtió en un grito. Corrió hacia su esposa y la estrechó contra su pecho. Tres Peces intentó apartarse, pero Samiq añadió—: No me importa que nos vean.

Los colores afloraron al rostro de Tres Peces, que bajó la mirada.

Samiq se quedó quieto y abrió desmesuradamente los ojos.

—Takha está aquí —indicó Tres Peces, acariciando el bulto formado por el rorro debajo de la suk. Se palmeó suavemente el vientre—. Y tu otro hijo está aquí.