Hombres de las Morsas
Bahía de Chaguan, Alaska
La aldea de los hombres Morsa no había cambiado y, a pesar de que llevaba casi cuatro lunas fuera, Kiin tuvo la súbita impresión de que se había marchado el día anterior. El esquisto gris de la playa, el penetrante olor a humo de las lámparas de aceite que escapaba de los alojamientos, las tiras de color rojo oscuro de la carne de morsa puesta a secar sobre anaqueles en las lindes de la aldea y las mujeres agrupadas que reparaban trampas de pescar de sauce y mimbre… todo estaba igual.
Los hombres se congregaron para ayudar a los comerciantes a sacar del agua los ik y los ikyan. Los niños metieron mano dentro de los botes y quisieron saber qué contenían los hatos de los trueques. Kiin sintió que parte de su congoja se esfumaba al ver los inútiles intentos de Cazador del Hielo por apartar tantas manos morenas y ligeras. Como no deseaba afrontar las inquisitivas miradas de las mujeres Morsa, se abrió paso en medio de la gente y subió la pendiente de la playa en dirección a los alargados alojamientos de tierra y pellejos de morsa.
Reptó por el túnel de entrada de la vivienda de Cuervo. La mayoría de los alojamientos de los Hombres de las Morsas tenían paredes de tepes, apilados y apuntalados con maderos. Cada techo era una puntiaguda capa doble de pieles de morsa extendidas sobre postes de sauce, pieles teñidas de amarillo por el resplandor del sol.
Aunque largo y estrecho como los restantes alojamientos de los Morsa, el de Cuervo tenía el techo de tepe y madera flotante, como el de los ulas de los Primeros Hombres. Su vivienda era más abrigada que las otras, pero siempre estaba a oscuras, pues ni siquiera disponía de una abertura en el techo —como la de los ulas de los Primeros Hombres— para que entrase la luz.
Al salir del túnel de la entrada, Kiin se aprestó a oír las burlonas preguntas de las dos esposas de Orejas de Hierba, pero su sector del refugio estaba vacío.
«Puede que Cola de Lemming tampoco esté», musitó la voz espiritual de Kiin.
Se dejó arrastrar por esa esperanza mientras franqueaba las cortinas de pellejo de morsa para entrar en la zona del refugio correspondiente a Cuervo.
—De modo que has regresado —dijo Cola de Lemming sin molestarse en saludarla. Puso cara de contrariedad y dio la espalda a Kiin para revolver el escondrijo de los alimentos.
Kiin apoyó su bastón en la pared y trasladó a su tarima para dormir el hato que había sacado del ik. Desató la cuna y subió a la tarima para colgarla de los postes del refugio.
Cola de Lemming se volvió y señaló la tarima para dormir de Cuervo.
—Cuélgala allí. Yo no comparto su lecho. —Cola de Lemming se acarició el vientre y soltó una risilla—. Aún no se nota, pero llevo un niño dentro.
—¿Un hijo? —preguntó Kiin.
Cola de Lemming se encogió de hombros y respondió:
—O una hija.
Kiin permaneció inmóvil unos instantes y contempló el hermoso rostro redondo de Cola de Lemming. No tardó en decir:
—Tú y yo compartiremos este lecho. No me trasladaré al de Cuervo hasta que me lo pida.
Colgó la cuna y se levantó la suk para sacar a Shuku del portacríos. Lo tumbó en la tarima para dormir y le quitó la sucia piel de foca que llevaba entre las piernas. Durante la travesía desde la playa de los mercaderes no había podido asearlo a fondo y las nalgas del pequeño estaban enrojecidas.
Kiin se acercó al escondrijo para alimentos, se estiró por encima de los brazos de Cola de Lemming y sacó un estómago de foca con aceite.
—¿No lo pides? ¿Te limitas a cogerlo? —preguntó Cola de Lemming y se sentó sobre los talones para mirar a Kiin. Como ésta no respondió, Cola de Lemming se incorporó, echó un vistazo a Shuku y preguntó:
—¿Dónde está Takha?
—En las Luces Danzarinas, con sus abuelos —replicó Kiin—. Lo entregué al viento.
Kiin quitó el tapón de marfil que cerraba el extremo del estómago de foca, se untó el dedo corazón con aceite y lo extendió por las piernas y las nalgas de Shuku.
Cola de Lemming caminó hasta donde se encontraba Kiin, la observó unos instantes y se apoderó del aceite.
—Es mío —dijo, aferrando el recipiente y levantándolo con tanta fuerza que los suaves lados del estómago de foca se aplastaron, por lo que el aceite salió a chorros y cayó sobre las pieles del lecho.
Kiin se mojó las manos con el aceite derramado y siguió limpiando a Shuku. Cola de Lemming trasladó el estómago de foca hasta el escondrijo de los alimentos y se acuclilló con el recipiente entre las piernas.
Kiin envolvió a Shuku con tiras de piel de foca limpias y le habló, a la espera de que sus miradas se encontrasen, pero el pequeño giró la cabeza y se contempló las manos.
«Añora a su hermano», murmuró su voz espiritual y, transida de dolor, Kiin cerró los ojos y rechazó esas palabras.
Kiin acostó a Shuku en la cuna y se esforzó por no recordar los tiempos en que la cuna de Takha colgaba junto a la de Shuku, en que el cuerpecillo de Takha era un cálido hato que tensaba el suave arnés de piel de foca de la cuna, como ahora lo estiraba el de Shuku. Dio un ligero empujón a la cuna para mecerla. Caminó hasta donde había dejado su hato y cogió el bastón. Acarició la tersura de la madera, suavizada por el agua, y levantó el báculo para que Cola de Lemming viese el extremo puntiagudo.
—Cola de Lemming, este palo es algo más que un bastón —dijo.
Cola de Lemming metió un dedo en el estómago con aceite y miró a Kiin. Sonrió presuntuosa y preguntó:
—¿Me estás diciendo que es un objeto sagrado, un amuleto o algo para convocar a los espíritus? —Chupó el aceite que tenía en el dedo.
—No, se trata de una lanza —explicó Kiin—. Viví sola varias lunas, hasta que Cuervo me encontró, pero no pasé hambre. En aquella playa fui todo lo que tenía que ser: cazadora y comerciante, madre y abuela, tallista, chamana y jefa de mi propia aldea. —Kiin separó las piernas y apoyó firmemente los pies en el suelo. Alzó la lanza y apuntó a la nariz de Cola de Lemming, al punto situado entre sus ojos—. No vuelvas a quitarme nada.
Cola de Lemming abrió la boca, pero no pronunció palabra alguna. Colocó lentamente el tapón de marfil en el recipiente de estómago de foca. Sin apartar la mirada de Kiin, se tocó los tatuajes negros que le cubrían las piernas.
—Hermana, el aceite es tuyo —ofreció con voz apenas audible.
—Te lo agradezco. Te daré la mitad. Podrías usarlo para llenar la lámpara que, como es evidente, ahúma.
Kiin dedicó el resto de la jornada a reparar su suk y a deshacer los hatos que Cazador del Hielo había dejado en la vivienda de Cuervo. Aunque al principio estuvo revoloteando alrededor de Kiin, finalmente Cola de Lemming suspiró y dijo:
—Cuervo sólo se ocupa de sí mismo. Me prometió collares y pieles, pero aquí sólo veo alimentos, aceite y tallas.
Kiin guardó silencio y trabajó hasta poner todo en su sitio. Comprobó que Shuku dormía, buscó una pequeña vejiga con aceite que había apartado mientras guardaba los objetos de trueque y comunicó a Cola de Lemming:
—Voy a visitar a Abuela y Tía. Volveré enseguida. Vigila a Shuku.
Kiin escogió el camino más largo, el que pasaba por detrás de los alojamientos y rodeaba el vertedero de la aldea, para no tener que hablar con las mujeres. Su curiosidad podía esperar un día más, hasta que las lágrimas no afloraran con tanta facilidad a sus ojos.
Utilizó una rama para llamar al faldón de hierba trenzada que hacía las veces de puerta del refugio de las ancianas.
—Hiciste lo que te dijimos —gritó Mujer del Cielo con voz aguda.
A Kiin se le erizó el vello de los brazos y el cuero cabelludo. ¿Cómo sabía Mujer del Cielo que era ella la que llamaba? Se agachó para entrar en el refugio y, una vez dentro, se irguió. Se acomodó la suk, deambuló entre los rimeros de esteras funerarias y se acuclilló ante las ancianas.
Las manos de Mujer del Cielo interrumpieron la labor que tejía con su hermana, pero Mujer del Sol siguió trabajando la estera mortuoria y se balanceó con los ojos cerrados, por lo que Kiin no supo si la escuchaba.
—Sí, os hice caso —confirmó Kiin—. Entregué a mi hijo Takha a los espíritus del viento.
Mujer del Cielo se inclinó y selló los labios de Kiin con los dedos.
—No pronuncies su nombre, pues podría traerlo hasta aquí, devolvérnoslo.
Kiin se incorporó. Tal vez había cometido una insensatez visitando a las ancianas inmediatamente después de su regreso a la aldea. Percibió la frenética necesidad que su espíritu tenía de abandonar el alojamiento. De nada serviría quedarse y hacer caso de las viejas y de sus advertencias acerca de las maldiciones.
—¿Tu hermano ha muerto? —inquirió Mujer del Cielo.
—Sí, Cuervo mató a Qakan y yo lo enterré.
—Tugidaq, ¿por qué pronuncias su nombre? —preguntó la anciana, llamándola por su nombre espiritual—. ¿Por qué te arriesgas con los espíritus? Tu hermano ya te ha lanzado suficientes maldiciones. ¿Quién usaría a su hermana como esposa? ¿Quién obligaría a su hermana a hacer lo que sólo corresponde a una esposa? Como ahora tu hijo está con los espíritus del viento, estamos a salvo, toda la aldea está a salvo. Tugidaq, eres una mujer fuerte.
Kiin escrutó el rostro de Mujer del Cielo.
—Así es, Abuela, soy fuerte —confirmó y le entregó la vejiga de aceite—. Mi marido te trae aceite de la playa de los mercaderes.
Mujer del Cielo aceptó el obsequio y sonrió.
—Cazador del Hielo también nos trajo aceite.
La anciana colocó la vejiga a su lado y volvió a trenzar la estera. Kiin miró a Mujer del Sol, que abrió los ojos y sonrió, aunque no dijo nada. Kiin se sentó junto a las ancianas y observó un rato sus manos que, pequeñas como las de los niños, entretejían la hierba partida hasta formar la estera funeraria. Nadie habló. El silencio pareció adherirse a la pena que embargaba el pecho de Kiin y acrecentar el dolor de sus pérdidas.
—Tengo que irme —murmuró y se puso de pie.
Mujer del Cielo siguió tejiendo y Mujer del Sol atravesó con ella el túnel. Al llegar al exterior se incorporaron y notaron el frío viento que soplaba desde la bahía. La anciana extendió el brazo, aferró a Kiin y la miró a los ojos.
—A veces mis sueños son una maldición —reconoció Mujer del Sol—. A veces preferiría ignorar los secretos que los espíritus gustan de contarme. —Suspiró y miró hacia la bahía. Finalmente añadió—: Lo que has hecho, hecho está. Mi hermana no lo sabe y no se lo diré, por mucho que Cuervo nos culpe de la muerte de Takha. Sé lo que significa tener un hijo y no te guardo rencor.
Kiin se llevó las manos a la suk, pero la prenda estaba vacía, no contenía un rorro que mamara de sus pechos.
—No es él —acotó Mujer del Sol y señaló la suk de Kiin, como si Shuku estuviera dentro—. Shuku no porta una maldición. Es el otro, Takha, aunque quizá se encuentra tan lejos que no representa una amenaza para nosotros.
Durante unos instantes Kiin imaginó a Takha acunado por los brazos de Tres Peces y lo echó tanto de menos que sintió que una punta de hielo atravesaba piel y músculos hasta clavársele en el centro del corazón.
—Tía, te equivocas. Lo entregué a los espíritus del viento. Está muerto.
Kiin volvió la espalda a la anciana y retornó al alojamiento de Cuervo.