Hombres de las Morsas
Mar de Bering
Kiin no oía nada, ni el murmullo envolvente del viento, ni los gritos agudos y aterradores del ostrero y la gaviota, ni el chapoteo de los zaguales ni el tierno ronroneo de Shuku mientras mamaba. El silencio era tan cortante como la obsidiana, tan oscuro como la sangre reseca. Hasta su espíritu estaba inmóvil, tan callado que, de no haber sentido tanta congoja, habría creído que había desaparecido… que se lo había entregado a Tres Peces junto con su hijo Takha, junto con la talla del hombre, la mujer y el niño que el gran chamán Shuganan había realizado tanto tiempo atrás. No se había ofrecido a remar, no había mirado a Cuervo ni observado los ikyan que rodeaban el ik de mercader de su marido.
Kiin se distanció de lo que sus ojos veían y de lo que sus oídos percibían hasta que no notó más que el estremecimiento de su espíritu, que latía cual una herida. Al principio el ritmo se acompasó a sus pérdidas: Amgigh, Takha, Samiq; Amgigh, Takha, Samiq. De pronto se impuso el silencio y se preguntó si Cuervo, los comerciantes Morsa y ella habían dejado de formar parte del mundo visto para internarse en el universo de las fábulas o los cantos. Puede que en ese mismo momento estuvieran en la mente de un narrador y sólo cobraran vida cuando las palabras escaparan de sus labios y llegaran a oídos de cuantos lo escucharan.
Cuando Cuervo habló, Kiin no lo escuchó, pues oyó el sonido del mar como una ráfaga de viento tormentoso. Notó el frío de la espuma en sus mejillas y supo que su elección no sólo era una historia digna de ser desgranada las noches de invierno, sino algo tan real que podía separar su mente y su espíritu hasta crear un vacío absoluto.
Mientras Cuervo llamaba a sus hombres y señalaba con el zagual la ensenada que quebraba la línea gris de la orilla, Kiin invocaba a su espíritu y por fin percibía el débil murmullo de su voz espiritual, cuya primera palabra fue un nombre: «Takha».
«No, Shuku», replicó Kiin.
El ik de Cuervo llegó a la playa y Kiin bajó de la embarcación, protegiendo con los brazos a Shuku, que dormía en el portacríos, bajo su suk. Recogió madera flotante y observó a los hombres que encendieron la fogata. Cuando Cazador del Hielo repartió trozos de pescado seco, Kiin no reclamó su parte ni esperó, sino que lo cogió como si fuera un comerciante más.
Aunque no dijo nada, Cazador del Hielo la miró con el ceño fruncido. Kiin mordió la carne ahumada y firme y declaró:
—Yo hago tallas.
Cogió otro trozo de pescado antes de que Cazador del Hielo siguiese con el reparto.
Utilizaron el ik como refugio y lo inclinaron para que el ancho fondo los protegiese del viento. Cuervo colgó de las cuadernas el rectángulo de madera que servía de cuna a Shuku e hizo señas a Kiin para que se quitase la suk. Kiin lo miró severamente a los ojos y acató sus indicaciones, pero no acostó a Shuku en la cuna. Pensó que el niño estaría más abrigado junto a su pecho.
Cuervo se quitó la chaqueta y empujó a Kiin al amparo de la proa del ik. Kiin se puso de cara al bote y de espaldas a Cuervo, que se tumbó a su lado, cubrió a los tres con su manto de plumas y acercó su cuerpo al de su esposa.
Kiin permaneció expectante, con la carne de gallina por el contacto con la piel de Cuervo. Posó una mano sobre Shuku y la otra en su vientre y evocó los tiempos en que sus dos hijos habían estado calentitos y a salvo bajo su corazón. Notó la presión de la parte masculina de Cuervo en su espalda, pero continuó inmóvil, casi sin atreverse a respirar. Cuervo no intentó penetrarla ni reclamarla como esposa. Al final se relajó con el brazo apoyado en las costillas de Kiin y el ritmo de su respiración indicó que se había dormido.
El calor del cuerpo de Cuervo suavizó la oscuridad, hasta que la noche, cual dedos que trenzan, deslizó sueños en los pensamientos de Kiin. Después su espíritu tomó la palabra y la despertó con una voz tan chillona como el reclamo de un ostrero: «Amgigh, Amgigh, Amgigh». Era un canto de duelo.
Kiin dejó que el dolor la embargara hasta que le arrancó las lágrimas. Aunque volvió a ver a Amgigh muerto en la playa, también imaginó a Samiq con Takha en brazos, los dos a salvo y en compañía de Tres Peces en el ulaq.
Kiin respiró hondo y se enjugó las mejillas con el dorso de la mano. Dijo a su espíritu: «Soy fuerte. Mis seres queridos están a salvo y yo soy fuerte».
Volvió la cabeza hacia la playa de los mercaderes, donde se alzaba el montículo del ulaq de Samiq, y repitió esas palabras al viento nocturno.
El futuro era impredecible. Puede que el viento transmitiese aquellas palabras a Samiq, y quizá algún día le devolvería su respuesta.