Pasó frente al club de la calle Kildare, cruzó la calle y esperó el tranvía, apoyado en las verjas del Trinity College.
Acaso no es un hermoso lugar. A pesar de todos los rechazos y desaires. Pero recuerdo que también lo pasé bastante mal allí. Durante la primera semana en el comedor. Octubre, otoño, y ese año yo tenía mucho frío porque el tiempo era malo. Pero era grato entrar ahí porque hay un grueso caño que recorre todas las paredes y está lleno de agua caliente. Y es un salón tan grande, con enormes retratos colgados de la pared, de modo que me mantenía bien en el centro, no fuese que uno me cayera sobre la cabeza. Pero es una experiencia tan agradable entrar en ese comedor en un día frío de Dublín y decir, cómo le va, a la encantadora mujer que está en la puerta recogiendo las túnicas y avanzar en la línea académica con una bandeja de latón. En los días mágicos con media corona, es tan delicioso tomar un bollo de Chelsea y un platito blanco. Más adelante sobre las mesas altas hay lindas bolitas de manteca. Todas las bolas son como campanas. Luego, está la mujer de cabello blanco que sirve las papas. ¿Cómo está usted? Y esos días con la media corona siempre pronto recibía pastel de conejo de la encantadora dama de cabellos rojos que día a día era más joven y entonces decía, con voz siempre tan serena, porque eran palabras mágicas. —Por favor, también unos repollitos. No el último. No. La línea seguía. Bandejas cubiertas con menudencias. Había que llegar pronto para conseguir las menudencias porque eran tan buenas que desaparecían muy pronto. La mesa siguiente, una azucarera porque pensaba servirme un poco de crema para derramar sobre una banana, bien cortada y todo mezclado en la copa, y finalmente la caja para pagar. Mis trágicos dos chelines y seis peniques. Y ese día yo estaba muy hambriento. Marché con la línea recogiendo todo el alimento, arreglándolo con cuidado. Y tenía la cabeza dolorida y pesada de pensar, y los ojos cansados. La bandeja se me deslizó de los dedos y cayó al suelo. La jalea de naranja se mezcló con vidrios rotos ese día que compré un vaso de leche para tomarlo con mi bizcocho de Chelsea. Me dijeron que había estado torpe y me preguntaron por qué lo hice. Y a veces en mi corazón hay una música que toca para mí. Un treno sin sonido. Me insultaron. Les tenía tanto miedo y nunca pudieron mirar en mi interior y ver un universo entero de ternura o dejarme en paz porque yo estaba tan triste y sufría tanto. Por qué lo hizo. Y corazones. Y por qué el amor era tan redondo.
El tranvía se balancea calle abajo. Rechina y se detiene, viaja sentado, y sueña. Incluso pasa frente al número I de Mohammed. Tal vez fui un cretino por romper otra vez los caños. Que sepa que me necesita. Y yo necesito ese dinero. En Dalkey estaré completamente solo. No habrá peligro de encontrar a nadie. Sebastián llega a la calle principal. Hormigueo de gente. Entra en una taberna. Dos jóvenes bonitas y risueñas detrás del mostrador.
—Buen día, señor.
—Por favor, un Gold Label doble.
Busca bajo el mostrador. Siempre escondiendo el licor. Maldita muchacha con sus pulseras y sus aros baratos, el condenado par de tetas de oro, chorreando dinero.
—Y veinte Woodbines.
Otra vez mete la mano bajo el mostrador. Los ofrece sonriendo y moviendo los ojos. Hileras de botellas de vino y agua mineral y oporto y jerez depositados durante años. Como adornos para beber cerveza. En Dalkey vive mucha gente rica. Grandes residencias a orillas del mar. Me gusta. Y doy un paseo por la calle Vico y desde el puerto de Killiney miro en dirección a Bray. El cambio de escena es bueno para el espíritu. Y la mortificación de que me traten como a un borracho me parece terrible, en vista de mi absoluta y total sobriedad.
—Por favor, puede servirme una cerveza negra.
—Cómo no, señor.
Muy atareada bombeando la bebida. Me gusta esta bonita chica. Me apasiona. Sé que me apasiona. El sol amarillo entra por la ventana. Esos tipos están hablando de mí. No me llevo bien con los hombres.
—Y otro vasito.
—¿Gold Label?
—Sí, por favor.
Era un niño extraño. Me enviaron a los lugares apropiados. Y yo iba a los más inapropiados. Secretos y pecaminosos, y cierta vez incluso trabajé. Creo que es algo bastante usual, empezar desde abajo. Él, ja, ja, se las rebusca. Pero cuando uno tiene tantos problemas no es fácil rememorar el pasado. Quizá fui un chico malcriado. Muy propenso a las mentiras. Y a decir groseras falsedades a los maestros, supongo que sobre todo por miedo. Pero en esa época qué habría hecho si no hubiese podido mentir. Recuerdo que el maestro me decía que yo hacía muecas y era feo. Lo cual no era cierto. Era un niño extremadamente bello y curioso. Los maestros son insensibles a la verdadera belleza.
—¿Cómo se llama?
—Gertrude.
—¿Puedo llamarla Gertrude?
—Sí.
—Gertrude, ¿quiere darme otro Gold Label y un vaso de cerveza negra?
—Sí.
Fui a una buena escuela preparatoria, preparándome para la universidad. Nunca creí que estas escuelas estaban a la altura de mi capacidad. Me mantuve alejado de todos. Nunca busqué amigos. Pero mi silencio fue observado por los profesores y pensaron que era un tipo inestable y cierta vez oí que decían a algunos muchachos muy ricos que se mantuvieran apartados de mí porque no era una buena influencia. Luego crecí y adquirí más audacia. Una muchacha sensual que tenía marcas de viruela en el rostro y mechones de pelo en los muslos cuando yo creía que las piernas de las chicas siempre eran lindas y suaves, me llevó al centro desde los suburbios donde yo vivía, y bebimos en los bares. Cuando se sintió íntima y posesiva y percibiendo mi reserva y mi temor dijo que yo no debía usar una corbata rayada con una camisa rayada y yo decía para mis adentros, procurando disimular el dolor, que me había puesto la camisa y la corbata a las apuradas. Y cuando volvimos juntos a casa en el metropolitano se durmió con la cabeza sobre mi hombro. Me sentí molesto porque se la veía vieja y tosca. Una chica que se escapaba, expulsada de las escuelas y que fumaba desde los doce. Y yo, siempre acababa conociendo ese tipo de chicas, no por sexo o pecado, sino porque ellas tenían el alma agobiada por esas lamentables bebidas sin alcohol y esos bailes, y me veían con mis ojos grandes e ingenuos y venían a invitarme para conseguir un cigarrillo o una copa.
—Gertrude, usted es muy eficiente detrás del mostrador. Quiero un vaso realmente grande de Gold Label.
Gertrude sonrió a Kathleen.
Tenía diecinueve años y había crecido y estaba ataviado con traje de marinero y de vuelta en Virginia y Norfolk. Los días de licencia iba a las bibliotecas porque detrás de los estantes podía escapar. Los días soleados nada significaban para mí. E hice un viaje a Baltimore. En una pensión extraña durante una fría y seca víspera de Año Nuevo. Soplaba el viento. Mi habitación no tenía ventanas. Apenas una claraboya abierta. Mientras estuve en esa parte de Estados Unidos sentí la proximidad del Gran Pantano de la Tristeza y las tablas rotas y los anuncios descascarados y las tabernas aisladas con la codicia y el silencio, el alcohol y las víboras. Caminaba por la ciudad, perdido y tratando de entenderla. Ponerla en un sitio y mirarla y quedarme allí con todo Baltimore alrededor de mí donde pudiese recogerla con la mano y llevarla. Pero seguir caminando arriba y abajo y alrededor de cada calle y hallar que era una cosa vacía y sin importancia sin el resto. Me metí en un bar, atestado y oscuro, tropezando con las piernas de la gente. Voces, suspiros y risas y mentiras y labios y dientes y blanco de los ojos. Secretos de axilas afeitadas y el vello delgado y ralo del labio superior de las mujeres traspasando el polvo oscuro. Todos estos pechos aferrados por moldes de rayón. Avancé entre codazos hasta el mostrador y me senté en una banqueta roja y cromada. Sentada a mi lado, una muchacha con un vestido negro poco elegante. En una pierna le vi medias caladas. Extraña chica con grandes ojos pardos en el rostro redondo de piel áspera y labios delgados. Aquí en Baltimore. Sentado, buscando en un bar. Hubo una horrible pelea. Y los insultos. Cheapskate, ásperos y certeros. Y bastardos. Amigo, aquí hay mujeres. Me gustaría ver cómo lo hace, quién se cree, salgamos a la calle, oiga, cuide su lenguaje, yo no soy ningún hijo de puta, péguenle, por Dios, péguenle. En medio de toda esta rutina aburrida ella se volvió hacia mí y dijo hola, sonrió levemente, apenas y dijo usted parece mucho más tranquilo. La invité a beber una copa y ella dijo sí, pero no necesitaba una docena de tragos para pasarlo bien, o beber toda la tarde ya que estoy aquí porque quise hacer algo distinto, y en realidad, no te importa que te levante. Tenía los cabellos negros peinados hacia atrás, ajustados en la nuca, y la oí hablar con su voz sonora, armoniosa y amable. Entré sola aquí y ahora estoy hablando con un marinero —sí, me gustaría beber una botella de champaña con usted, me gustaría —nunca lo hice. —¿Es lindo? ¿Y por qué entró aquí? Espero que perdone mi conducta, pero fue mera curiosidad. Era una muchacha suave y limpia. Y dijo me estoy mostrando presuntuosa y atrevida. No es mi intención —sólo que estoy un poco mareada. He pedido tres whiskies. Me había prometido que un día entraría sola en un bar y me sentaría a beber con otras personas, pero tuvo que llegar la víspera de Año Nuevo para que lo hiciera —nadie es el mismo en Año Nuevo, ¿no es verdad? ¿O no le importa lo que le digo? Le expliqué que me parecía muy agradable. Y vi que se le iluminaban los ojos. ¿Por eso me paga una botella de champaña, porque soy agradable? Espero que lo sea. Me siento bastante bien —me río y parezco tonta, y usted se muestra sereno y reservado, ¿no es así? Y aquí estoy, hablándole, a un completo desconocido, y hablo y hablo… bueno, le hablaré de mí. Estoy en la universidad, y en realidad no me gusta porque no tengo tiempo para divertirme porque tengo que trabajar y no salgo con nadie, nunca estuve en un club nocturno —por supuesto, tengo curiosidad, pero eso se opone a todo lo que creo, quiero decir la vida frívola y sofisticada de la sociedad. No creo que esa clase de cosas sea importante —y le diré la verdad— que en Navidad entré aquí porque en esta noche tan especial no tengo con quién salir y me dije que de todos modos bebería una copa y si alguien me hablaba le contestaría, pero decidí hablarle porque me pareció que con usted se podía y que sería amable y que también se siente solo, ¿no es así? Y no soy una muchacha valerosa, sino más bien frustrada. Lo único que hice es entrar en un bar, y tenía un miedo terrible de que el barman me dijera que no se admitían mujeres sin acompañante. Y ahora que estoy aquí todo parece tan simple y fácil y me alegro de haber venido. Y empiezo a ver que ése es el modo de hacer muchas cosas en la vida —sencillamente, adelante, y ya está. Lo vi entrar y me dije que usted parecía bastante simpático y luego se puso a mi lado y sencillamente quise hablarle —y lo hice— y ahora, ¿dónde estamos? Me dijo que tenía que pedirme una sola cosa —que no le preguntase el nombre porque tal vez se arrepintiese de todo, y que no gastase mucho dinero en ella, una desconocida, porque de todos modos probablemente nunca volveríamos a vernos. Se mostró cálida. Apreté la nariz sobre sus cabellos lacios y negros y mis labios detrás de su oreja, murmurando que me gustaba y que por favor se quedase conmigo. Puso su rostro frente al mío y dijo claramente, si eso significa que quieres acostarte conmigo o si quieres que me acueste contigo, seré franca, quiero. De todo corazón. Franca. Y no quiero darme aires de perdida. Pero supongo que lo soy. ¿Lo soy? O qué. ¿Qué esperas de una chica como yo? Y después de esa observación supongo que no me creerás si te digo que no tengo la menor idea de cómo es acostarme con un hombre. Pero, ¿dónde y cómo y cuándo? El asunto es complicado, ¿verdad?
Sebastián se puso de pie, llevó el vaso a ese mostrador de Dalkey, esperó detrás de las figuras
—Un Gold Label doble.
De vuelta al asiento. Se acomoda lentamente y extiende las piernas, cruza las rodillas, sacude el pie y deposita el vaso al alcance de su brazo. La taberna estaba llenándose con los rostros que aparecen a las siete, después del trabajo y después de la cena.
La llevé a un cuarto de un hotel amplio e importante de Baltimore y recorrimos las calles llenas de gente y una chica bailando sobre el techo de un taxi, y marineros y soldados extendiendo las manos hacia los tobillos de la muchacha. Le tironean de las ropas hasta que empiezan a arrancárselas. Las manos la arrebatan. En el cuarto me dijo que estaba un poco atemorizada. Bebimos más champaña. Me senté en una cama de matrimonio, excitado. Le hablé. Mi capacidad de seducción. Engaño puro. Bluff para que me acepte. La siento a mi lado. Su voz en mi oído. Tengo miedo. Estoy atemorizada. No me obligarás a hacer nada, ¿verdad? Pero creo que eres bueno. Y yo me muestro apenas un tanto blasé y despreocupado, pero la verdad me inquieta mucho lo que pueda ocurrirme. Pero después de un tiempo una acaba odiando a cada uno y a todos y se amarga mucho porque no tiene dinero ni vestidos ni amigos ricos que la lleven a lugares elegantes y aunque una sabe que en realidad todo eso es falso, lo cierto es que se infiltra y una se amarga porque lo único que tiene es una buena cabeza y es más inteligente que ellos pero le gustaría usar pechos postizos porque los naturales son chatos pero siente que es una horrible mentira y sin embargo las otras lo hacen y tienen éxito y en definitiva una afronta la cruda verdad de que ellas se casarán y una no y que terminarán odiando el matrimonio pero irán a reuniones y cócteles y bridge mientras los maridos duermen con otros hombres. Era una muchacha extraviada. Y yo puse el dedo en su agujerito triste y tenso, sintiéndome perdido y llorando y vagando entre la lluvia y los árboles, un mundo demasiado grande, y perdido y su cabeza oscura era tan oscura y tenía los ojos cerrados.
Llevó el vaso de vuelta al mostrador y salió. Subió al tranvía. En el tranvía, porque todos vamos hacia East Geenga. Soy un hombre que va hasta el final de la línea. He sufrido más de lo que puedo soportar. Súbanme al barco, sáquenme. A Florida. Conduzco mi gran automóvil por los Everglades. Húmedo, empapado. Solía pasear alrededor del Fuerte Lauderdale borracho y por la noche me zambullía en los canales para matar cocodrilos. Y recorría Miami Beach manejando con los pies. Qué quieres que haga. ¿Debo quedarme en este sórdido panorama de desesperanza religiosa? Este país me resulta extraño. Quiero volver a Baltimore. Nunca tuve oportunidad de ver nada, o viajar en los trenes, o ver los pueblitos. Levantar chicas en los parques de diversiones. U olerlas con los maníes en Suffolk, Virginia. Quiero volver.
Pasos rápidos calle arriba. No se ve nada a un lado y al otro. No hay casas ni escaleras ni verjas de hierro de las empalizadas. Medio corriendo, tropezando, repiqueteando, abriendo el aire.
Aminorar. Lánguido, y también atento, mientras entra, una actitud reservada y otras cosas también y ya arreglaremos esto.
El bar está lleno de viejos. Unos a otros se comunican secretos al oído. De todas las copas se desprende humo. Los rostros se vuelven cuando entra Dangerfield. El sonido de botellas descorchadas. Las botellas vacías golpean sobre el mostrador. Espuma de algas marinas se eleva en los vasos húmedos. Es necesario frenar la grosería. Prontamente. Yo diría que sofrenarla, no alentarla, y no ahorrar golpes.
Sebastián se acerca al mostrador, y se detiene digno y discreto. El barman arregla algunas botellas. Se le acerca. Sus ojos encuentran la mirada de los ojos enrojecidos y asiente a este cliente de elevada estatura.
—¿Sí?
—Un Gold Label doble.
El barman se aleja unos pasos y vuelve con la botella, tenso, y vierte el líquido.
—¿Agua?
—Soda.
El barman se aleja, toma la botella de soda. Un chisporroteo. Un ruido resonante. Plop. El whisky desborda el vaso, se derrama sobre el mostrador.
—Disculpe, señor.
—Sí.
—Es una botella nueva.
—Comprendo.
El barman retira la botella y vuelve en busca del dinero. Permanece molesto frente a Dangerfield. Se moja los labios, dispuesto a hablar, pero espera, y nada dice. Dangerfield lo mira. Los viejos olfatean el desastre, y se vuelven en sus banquetas para mirar.
—Dos chelines.
—Esta tarde estuve aquí alrededor de las cuatro. ¿Recuerda?
—En efecto.
—Y se negó a servirme.
—Sí.
—Dijo que yo estaba borracho. ¿Cierto?
—Cierto.
—¿Le parece que ahora estoy borracho?
—No me toca a mí decidirlo.
—Pero lo decidió esta tarde. Repito. ¿Cree que ahora estoy borracho?
—No quiero problemas.
—La mitad de mi whisky está sobre el mostrador.
—No quiero problemas.
—Quiere tener la bondad de traer la botella para reponer la cantidad que me salpicó la cara.
El barman con su camisa blanca y las mangas arrolladas trae la botella. Sebastián quita el corcho y llena el vaso hasta el borde.
—No puede hacer eso. No admitimos eso.
—Repito. Cree que ahora estoy borracho.
—Tranquilícese, no quiero problemas, no quiero tener problemas aquí. No creo que esté borracho. Borracho no. Un poco excitado. No.
—Soy una persona sensible. Odio que me insulten. Que todos lo sepan.
—Tranquilícese, tengamos paz.
—Cállese mientras hablo.
Todas las figuras giran en sus banquetas y sobre los pies planos.
—No quiero problemas, ningún problema.
—Cállese. ¿Estoy borracho? ¿Estoy borracho?
—No.
—Pues entonces, basura celta, estoy borracho. Óiganme, estoy borracho y voy a arrasar esta madriguera, romperé todo, y el que no quiera salir lastimado que se vaya.
La botella de whisky pasó rozando la cabeza del barman, y se despedazó en un manchón de vidrio y gin. Dangerfield se bebió de un trago el whisky, y un hombre detrás con una botella de cerveza la rompió sobre la cabeza de Dangerfield, la cerveza le corría por las orejas y la cara, y él se la lamía reflexivamente en las comisuras de la boca. Horrorizado, el hombre huyó de la taberna. El barman bajó por la puerta trampa del piso. Sebastián se inclina sobre el mostrador. Elige una botella de coñac para ulterior referencia. Tres valerosas figuras en la puerta espían el caos y dicen deténganlo, y este Danger se dirige a la puerta y un hombre extiende la mano para aferrarlo pero se la retuerce prontamente hasta que los dedos se le rompen con un alarido de dolor y los otros dos retroceden para atacarlo por la espalda y uno se tira sobre los hombros de Dangerfield, y va a sentarse de culo cinco metros más allá, en la calle. El resto se había refugiado en los umbrales o fingía que se dedicaba a pasear al perro.
Dangerfield corría como un loco por el medio de la calle y el grito llamen a los guardias ponía alas en sus piernas. Entró en un sendero, la botella sujeta bajo el brazo. Más gritos cuando lo vieron volver una esquina y filtrar por otra calle. Por amor de Dios, tenía que ocultarse. Sube una escalera y consigue pasar la puerta y esconderse.
Le late el corazón, y se apoya en la pared para recuperar el aliento. Una bicicleta contra la pared. Por cierto que oscuro y oloroso. Esperanza. Hay que esperar que pasen frente a la casa. Ruido de pies. Oigo los tacos pesados de un policía. Ora por mí. Si me atrapan quedaré deshonrado. Debo evitar la captura en vista de la publicidad indeseable que provocará. O quizá me golpeen con garrotes. Maldito sea.
La puerta se abre lentamente. Una luz brilla en la oscuridad. Dangerfield se sitúa cautelosamente detrás de la puerta mientras ésta se abre. Una cabeza pequeña se asoma, vacila. Debo atraparlo por razones de seguridad. Sebastián golpea la puerta con el hombro y atrapa por el cuello a la figura.
—Si dice una palabra lo mato.
—No. Por Jesús, María y José no abriré la boca.
—Cállese. Deme el sombrero. Y la chaqueta.
—Oh no, soy hombre de Dios. Usted no sabe dónde detenerse.
—Lo que se detendrá es su vida si no calla y me da esa chaqueta.
—Sí señor. Lo que usted quiera señor, cualquier cosa, pero no lastime a un viejo, señor. Soy inválido de nacimiento, y lo ayudaré a huir. Lo que pueda.
—Suba la escalera.
—¿Qué piensa hacerme? Puedo salir un viernes de los primeros nueve viernes.
—No podrá salir a ninguna parte si no sube la escalera. Vaya arriba y quédese allí. Si dice una palabra vuelvo y lo mato.
El hombrecito de ojos azules subió la escalera, se detuvo en el primer descanso y ascendió tambaleándose el resto. Sebastián se pone la chaqueta. Los hombros le ajustan, las mangas le llegan a los codos. Se inclina para recoger el coñac. La chaqueta se abre por el medio. Espía por la puerta. Nadie a la vista. Mucho cuidado, cautela. Cómo me metí en este maldito embrollo. Qué fantásticamente absurdo.
Baja los tres escalones de granito. ¿En qué dirección? En la esquina aparece un uniforme azul y un casco. Dios todopoderoso. El guardia se detiene, y mira, reanuda la marcha. Dangerfield afirma la bicicleta al costado de la vereda, monta, y empieza a pedalear temerosamente seguido por la voz del hombrecito que asoma por la ventana más alta del edificio.
—Ése, ése es. Me quitó la chaqueta y el sombrero. Ése.
La bicicleta avanza velozmente por la calle estrecha y da vuelta la esquina y entra en una baraúnda de bocinas y la botella se desliza, le golpea la rodilla y se rompe en la calle con ruido apagado. En medio de la calle un policía dirige el tránsito. Levanta la mano para detener la corriente de vehículos. No puede saber que soy yo. No puedo correr riesgos, adelante absurdo soldado de Cristo, pedaleando hacia la condenación.
—Eh usted, deténgase. Deténgase. Ya me oyó, alto ahí. Eh.
Desordenado avance hacia St. Stephen’s Green. La bicicleta se tambalea sobre los adoquines, resbala sobre los rieles del tranvía. Dangerfield agazapado sobre el manubrio. Se lame los labios. Los ojos llorosos por el viento, pestañeando y ciegos. Me echarán encima el patrullero, si tienen uno, o tal vez motocicletas o toda la fuerza policial sobre monopatines. Adelante, el semáforo. Uf. Rojo, hay que detenerse.
La bicicleta describe un amplio arco frente al tránsito que se aproxima. Más bocinas y chirridos de frenos. Baja a la calle una multitud de niños y un pequeño esquiva a derecha e izquierda frente a la máquina trastabillante, hasta que al fin se encuentra debajo de Dangerfield jadeante.
—¿Te lastimaste?
—No, no.
—¿Estás seguro?
—No no me lastimé.
—Lo siento muchísimo, pequeño. Estoy muy apurado. Mira, te regalo esta maldita bicicleta, antes de que termine matándome.
El niño está en medio de la calle, mirando al hombre que se quita el sombrero y lo arroja detrás de una empalizada y hace un atado con la chaqueta que sigue el mismo camino, y en la caída se despliega y planea.
Recorre la calle Cuffe. Toma por Aungier. Hay que desaparecer. A buen paso. Bajo por esta callejuela y atravieso los patios posteriores de las casas. Camino entre las paredes blancas y el olor de orina. Tampoco quiero que me atrapen.
Dangerfield atravesó rápidamente el laberinto de senderos y llegó a una plazoleta con un farol común y más chicos. Se metió en un umbral y esperó. Atrás nadie. En la calle, una niña arrastra por los cabellos a un chico. El niño grita y patea. Los pies desnudos están hinchados y lastimados. Otro chico sale de la casa con un montón de diarios y grita que deje tranquilo al pequeño, y le da un golpe en el brazo, y ella le aplica un puntapié en la rodilla y él la aferra y la derriba. La niña extiende una garra y quiere alcanzarle los ojos y él le dobla los brazos y la chica le escupe en la cara.
Sebastián sale del portal y recorre lentamente el sendero. Avanza y retrocede y se desvía y pasa frente a esas casas de ladrillo rojo, en terraza, cada una con su llamador reluciente y las cortinas y las cosas bonitas en las ventanas de la planta baja. Al final de esta calle puedo ver las montañas de Dublín y el sol poniente y ojalá estuviera allí con una maciza pared alrededor de mí. Entra en la calle bordeada de árboles. La cruza ágilmente. Con un movimiento cierra la puertita. Baja los escalones. Rap, rap. Espera. Silencio, rap, rap. Dios mío, mi querida Chris, no me dejes afuera, aquí me atraparán.
—Hola.
La voz detrás.
—Dios mío.
—¿Qué te ocurrió?
Chris llevando paquetes, el rostro contraído de inquietud mientras baja los escalones.
—Déjame pasar.
—Tenme esto. Tienes la nuca llena de sangre.
—Un pequeño malentendido.
—Oh, querido. ¿Te peleaste?
—Un poco nervioso.
—Pero dime. ¿Qué ocurrió?
—Está bien. Me marcho.
—No seas tonto. Entra y siéntate. Claro que no te irás. Pero no puedes pretender que no te pregunte cuando apareces de pronto cubierto de sangre. ¿Cómo fue?
—Sencillamente fue.
—No hables tonterías. Cálmate. Tendré que calentar agua y lavar la herida. Bebiste demasiado. ¿Te duele?
—No.
Chris revisa el cajón. Extrae las botellas. Yodo. Agua en el hervidor.
—Chris, quiero explicarte cómo puedo evitar el mal de este mundo. Cómo someter a los pecadores y exaltar a los buenos. He pasado una tarde terrible. En verdad, mi sufrimiento ha sido agudo, y quizá más que eso. Más que el pecado o el mal o lo que sea. He llegado a la conclusión de que los habitantes de esta isla son espurios.
—Te peleaste, ¿no es verdad?
—Creo que fue el incidente menos caballeroso que he protagonizado jamás.
—¿En un bar?
—En un bar. La tosquedad de esta isla es abrumadora.
—Y bien. ¿Cómo? ¿Por qué?
—Entré en la taberna para beber tranquilamente una copa. Estaba absolutamente sobrio. Un hombre me aferra del brazo y lo retuerce: dice afuera, está borracho. Le contesto, discúlpeme, pero estoy sobrio. Naturalmente salí del local en vista del mal trato. Ahora bien, no soy mala persona, y jamás provoco ningún tipo de desorden. Pero regresé después al bar, pedí otra copa y me atacaron brutalmente. Un comportamiento indigno. Todos contra mí como una jauría de lobos. Trataron de doblegarme y saltaron sobre mí. Pero utilicé mis tácticas más esquivas y logré escapar con vida. No me cabe duda de que están revisando la ciudad para infligirme nuevas sevicias.
—¿De veras?
—Ven Chris, siéntate a mi lado.
—No.
—Siéntate a mi lado. Estoy muy nervioso.
—Te curaré la cabeza.
—¿Puedo pasar la noche aquí?
—Sí. Creo que deberías bañarte.
—Tendré que abandonar este condenado país. Sí, por Dios.
—¿Tienes dinero?
—No.
—Deberías tomar un baño de tres peniques.
Le ayuda a quitarse la ropa. Entra en el baño húmedo con la bañera sostenida por patas de león y el piso frío y pegajoso. Adentro, blub, gurgle slub dub glub. La cara blanca cubierta de espuma, nadie me reconocerá. En la calle caminaré siempre hacia atrás. La luz amarilla y el cielorraso agrietado y verde. Todo el año pasado estuviste aquí en la bañera mientras yo vivía perseguido y triste en Howth.
—Ven conmigo, Chris.
—Bebiste demasiado. Dilo cuando estés menos confuso.
—¿Qué? Quiero decir, confuso.
—Vuélvete y déjame secarte la espalda.
—Quiero que te vayas conmigo.
—No puedo decidir de pronto una cosa como ésa.
—¿Quieres?
—¿Adónde? ¿Y tu esposa y tu hijo?
—Nos arreglaremos.
—¿Y tu carrera?
—Tendrá que esperar hasta que recupere la tranquilidad. Estoy en una situación molesta.
—Sin duda.
—Me tratas mal. No lo merezco.
—Enciende la luz. Te prepararé chocolate.
Hay que apelar a las grandes soluciones. Me he colocado en una situación muy desagradable. Ojalá no me detengan y encarcelen. Me vieron andar como un loco en esa bicicleta por todas las calles de Dublín. Por favor, no me metan en la cárcel de Mountjoy, a menos que me pongan en la biblioteca. Casarme contigo, querida Chris. Pero lo que me confundió es la sangre. Creía tanto en la sangre, la dinastía de los Dangerfield, honorables monarcas de reinados y he llegado a lo sumo al número I de la calle Mohammed, donde la mierda cae del techo de un modo impresionante y el pan tiene una semana de antigüedad y el té parece limaduras de hierro. Quiero irme a un país más civilizado. Qué me pasará cuando sea viejo. Y esté encorvado y deshecho.
Chris deposita dos tazas blancas sobre la mesa. Está desnuda bajo la bata. Siento mejor la cabeza. Y ella llena la botella de agua caliente. Sólo se me ocurre decir que enrollen la alfombra de la tierra y la guarden hasta el verano próximo, para entonces las cosas mejorarán. Los dos juntos en la cama. Creo que es la única paz que he tenido durante años. Mi querida Chris, descansar la mano en tu trasero desnudo es tan grato. Y tocar y sentirte tan cerca, pues los dos nos protegemos. Aquí juntos. Lo estamos, ¿no es así? Recemos. A San Judas por lo imposible, ¿o no se permite rezar por un orgasmo?