Llegada a casa de MacDoon. Hola, hola, hola. Mac de pie con los brazos abiertos. Recibiendo. En este limbo. Por el reposo de las almas empeñadas. Y Clocklan, cómo te enriqueciste así. ¿Ganancias de mujer? ¿O vuelo nocturno o cien a ganador? Adelante todos.
—Cuéntanos Percy.
—Pago mis impuestos al Rey y yo, de sangre azul irlandesa, hablando con tipos como ustedes. Antes de haber acabado tendré mi propia milicia que aparte de mi camino a todos ustedes, piojosos irlandeses. Y Dangerfield, quítate esos harapos mugrientos. Fuera. Y ponte algo decente sobre el lomo. Aquí está mi dirección. Toma un taxi hasta mi casa, y no me empeñes cosas y te pones uno de mis trajes para que la gente no crea que somos todos vagabundos la noche sagrada antes del nacimiento del más grande de todos los irlandeses. Seguro, por cierto que no era judío.
Dangerfield en la calle Brompton, haciendo señas y un taxi que se detiene. A Tooting Bec. Dicen que es grande por los hospitales para enfermos mentales. Del otro lado del Támesis. Preservativos flotando en dirección al mar. Deberían rematarlos en Dublín. Los nativos se enloquecerían por conseguirlos. Hay que decirles que son medias impermeables y que pueden colgarlas a secar. A Mary no le gusta que se interpongan. Y ahora sube a escena y se expone al tipo más grosero de inmoralidad.
Atravesando todas estas extrañas calles suburbanas. Allá en una torre de reloj como una luna absurda. Y arriba hacia esta campana que resplandece en la sombra. El rostro de una joven diciendo el señor Clocklan me telefoneó para decir que usted venía y que le mostrase su habitación. Atraviesa la casa sórdida y oscura. Bastones en abundancia y sombreros. Joven, usted viene de Irlanda. Y usted es el señor Dangerfield. Oh el señor Clocklan me habló mucho de usted. Pero no creo todo lo que dice de Irlanda, nunca vi nada de lo que según dice ocurre. Oh tenga la seguridad de que es así.
La sigue por la escalera oscura. Un extraño cuadro de montañas en la pared. En el dormitorio una cama rosada y un escritorio cubierto de diarios y la imagen de un rostro salvaje. Y ella dice el señor Clocklan es gran coleccionista de arte pero esas cosas nada significan para mí. Y afirma me gusta saber lo que miro. ¿Y usted sabría lo que es esto si yo se lo mostrara?
En el guardarropa Dangerfield elige un traje de tweed con pintas negras. Y tengo tan buen aspecto con esta primera camisa blanca desde cuando. Y me ajusto esta bonita corbata verde. Medias y zapatos. Un bastón del vestíbulo. Y un pedazo de papel en el sombrero para que ajuste bien. Ahora adiós usted es una chica encantadora. Fue un placer conocerlo, señor.
Bajo los escalones de piedra parda y esta transformación seguramente confunde al chofer del taxi. Perdóneme que se lo diga señor pero usted no parece el hombre que entró. No lo soy excepto por la ropa interior. Ahora rápido de regreso a la ciudad. Y me parece que directo a Plaza Trafalgar para echarle una ojeada al árbol.
Y mira los haces brillantes. Oh son agradables. Vengo de tantos cuartos ensombrecidos. Y Piccadilly. Chofer. ¿Me oye? Dé la vuelta a la plaza. Oh, ahora siento que soy parte de ella, las sonrisas y los cantos. Mírenlos allí. Nada me parece suficiente. Y necesito más. Sé que las tabernas están colmadas.
El coche acelera entrando y saliendo de las calles. Pasa frente a altos edificios de oficinas y distingo algunas callejuelas y digo chofer pase rápido por allí para ver si hay actos de locura o infracciones a la moral en los portales oscuros. Y vea esa puerta allí. Deténgase, y entremos a tomar un brandy. Y ahora entro y les telefoneo desde esa fantasiosa cabina.
—¿Eres tú Mac?
—No es Cromwell ni su madre. Aquí tienes una carta.
—Rómpela.
—De O’Keefe.
—Gracias a Dios.
—¿Por qué tardas Danger? Según los informes estás forrado de billetes y como te dije muchas veces… ahora no te abandonaré. Y hablando de dinero, esta noche tenemos a muchos norteamericanos, y seguro que se alegrarán de encontrar a un hermano en tierra extranjera.
—Magnífico. Lo necesito. La tierra escupiendo ubres de oro. Clocklan me ayudó mucho.
—Acabo de cablegrafiar al Papa pidiéndole que lo canonice tan pronto su corazón equivoque un latido. Y, Danger, te compré un riñón, un excelente riñón de vaca, y lo meché con ajo. Ahora trae aquí tu boca para que no tenga que regalarlo a las bocas de estas criaturas hambrientas. Se lo pasan mirando la sangre por encima de mi hombro. Lo estoy friendo con mi mejor grasa de tocino y como sabes, es difícil conseguir la grasa. ¿Me parece que ya hablamos de eso?
—Sí, llegamos a la conclusión de que era difícil conseguir grasa, y sobre todo el tocino o grasa de cerdo. Esta vida me encanta. Tengo las manos bellamente blancas y además exquisitas. Estoy tomando atenta nota de mi desempeño frente a estos ricos en contraposición a los muchos pobres que conocí en mis tiempos. Y me siento cómodo. Y debo decirte algo en rigurosa confianza, de modo que difúndelo por todas partes. Sé que mi redentor vivió.
—Danger, estoy realmente conmovido. Sabía que detrás de esa apariencia fría y dura latía en ti un corazón cristiano. Y tengo que decirte otra cosa, quizá te impresione. Esta noche viene Mary, y consiguió un contrato en cine.
—No hablas en serio.
—Jesús es mi juez. Danger, es una hermosa chica. Yo mismo no rechazaría un ligero conocimiento carnal. Creo que le gustas.
—Le tengo simpatía.
—Tal vez podrían considerar la reconciliación. Danger, si la apoyas, ambos aparecerían en los filmes y aquí todos creen que harías muy buena figura en la pantalla.
—Ese no es mi género. Ahora, con respecto a mi riñón. Muy amable de tu parte, Mac. ¿Tendrías la bondad de esperar hasta que me oigas bajar la escalera, y entonces lo echas en la sartén y esperas un instante antes de que la toque, lo das vuelta y luego lo depositas en mi plato?
—Danger, ¿debo suponer que estás ansioso de sangre?
—De sangre. Adiós.
—Adiós.
Aquí las paredes están recubiertas de paneles. Y la gente es rica. Es extraña la cualidad lírica del dinero. Será mejor que examine mi bragueta porque las mujeres me miran. Mary actriz. Terrible. Lamentable. Tengo que hacer algo al respecto. Soy culpable. Quizá incluso le metí la idea en la oscura cabeza. Si engorda la despedirán. Creo que encamará su camino hacia el estrellato. Palo por palo. Como otras lo hacen para llegar al matrimonio. Y algunas a la pobreza, un número menor a la riqueza, menos por amor, y por supuesto están las que lo hacen por la sucia y vieja emoción. Gracias a Dios hay todavía algunas que renuncian a la cosa de por vida. Ahora chofer, rápido a Minsk House, escena de la reencarnación.
La habitación estaba atestada. Apenas había espacio suficiente para meter un pie en la puerta pero guiándome por el olor llegué a mi riñón que se cocinaba. Querían mirarme y me mostré, e incluso me subí sobre la mesa para realizar la danza lenta de la vaca mugiente.
—Percy, tienes una casa extraña en Tooting Bec y una encantadora doncella.
—Mantén los dedos sucios lejos de mi servicio. Y mi maldito bastón. ¿Qué les parece con mi maldito bastón? Guárdalo. Y dame una parte del riñón.
—Percy, eres bienvenido a todo lo que poseo en este mundo.
—No te hagas el humilde y dame un pedazo de riñón.
Sonriendo Mac presentó el raro órgano y se arrojaron salvajemente sobre él. Dangerfield se apartó de esa barbarie con el ceño enarcado. Mac le entregó la carta por encima de las cabezas. ¿Qué novedades? Mira mis puños blancos. Mira. Y este tweed es de buena calidad. Clocklan dijo algo como ochenta y cuatro chelines la yarda.
Estados Unidos
Estimado rufián:
El barco no tenía lastre y nos sacudimos como maníes todo el viaje hasta Bermuda, que para mí fue un desastre. Pero la tripulación del barco se portó condenadamente bien y me dio dinero suficiente para llegar a Nueva York malhumorado y sin un cobre. Ahora te diré una sola cosa; si concebiste la mera idea de volver aquí, no importa cuál sea tu situación allí, te daré un consejo. No lo hagas. Cuando llegué a Boston, le di toda la fuerza posible a mi acento, pero los amigos no me alentaron mucho. Otra cosa. Salí con una chica de Radcliffe para ver si finalmente podía organizar una vida sexual normal. Mis esfuerzos fracasaron totalmente, lo que me induce a pensar que necesito ver al psiquiatra.
¿Y tú? ¿Y esa mujer que trabajaba en la lavandería y la otra, la pensionista? Y dime, ¿cómo te las arreglas para encamarte así? ¿Cuál es el secreto, y dónde está mi error? Estoy enloqueciendo. Si bien la masturbación es clásicamente significativa, no la considero sustituto de la cosa real y para complicar todavía más las cosas ni siquiera sé en qué consiste la cosa real. Todos los días bajo por la calle Brattle, con la esperanza de que alguna vieja dama se rompa la pierna cuando sube a su coche y con mi aplomo europeo correré en su ayuda y ella dirá, mi querido muchacho, qué amable es usted, quiere venir a tomar el té conmigo cuando salga del hospital. Pero nadie ha llegado tan lejos. También vi a Constance Kelly. Tiene el rostro cubierto de granos. Me acerqué y puse mi acento a toda marcha y se me rió en la cara. Dios, cómo añoro la vieja tierra. Incluso perdí el control y lloré en la plaza Harvard con Constance, ¿y crees que me sostuvo la mano y me acarició el cabello? Se limitó a dar media vuelta y huir.
Hazme un favor. Mira si hay vacantes de limpiadores de retretes en Londres y volveré. Pero para finalizar quiero que recuerdes lo siguiente, que esto es Estados Unidos y producimos, vendemos, fabricamos, peleamos y nos encamamos más que el resto del mundo, pero el último rubro es esquivo.
Dios bendiga a
KENNETH O’KEEFE
(Duque de Serutan con licencia)
Cálmate, Kenneth, tienes que hacerlo así. Te les acercas y las pellizcas en el trasero. Ah qué carne tierna nena. Pero si todo lo demás fracasa. Recuerda, en Francia tienen la guillotina. Te lo cortas completamente. Y Mac, estoy seguro, te enviará uno postizo por si vuelves a necesitarlo. Allí veo una cabeza rubia con lentejuelas doradas. Y oigo himnos. A lo lejos en un pesebre. Afuera los taxis recogen gente. Sigamos al líder. Fuera de esta sala y a través de la boca detrás de esta chica rubia. Puedo olerla. Aquí estamos todos juntos. Guiso de conejo y budín de carne.
En la calle, la muchacha deslumbrante se aproxima a Dangerfield.
—Disculpe, usted es el señor Dangerfield, ¿verdad?
—Sí.
—El señor MacDoon me dice que usted es norteamericano. ¿Es cierto?
—Sí.
—Bueno, yo soy norteamericana y me gustaría ir en su taxi. Creo que los norteamericanos debemos unirnos. ¿Qué hace aquí?
—Yo…
—Magnífico. Vine para Navidad. Inglaterra es tan rústica. Y este taxi es antiguo. Le presento a mi amigo, Osgood.
—Encantado.
—Se llama Osgood Swinton Hunderington. ¿No es bonito?
—Excelente.
—Viajemos juntos. Me llamo Dorothy Cabot. Y tengo un segundo nombre, Gastaplata.
—El mío es pimienta.
—Ja ja. Oh, me alegro de que viajemos juntos.
Los tres en el taxi. Dejan atrás los grupos de niños cantores y las madres que arrastran juguetes rojos. Mary con un contrato en cine. Nadie conoce mejor que yo la ley de contratos. Y Mary pienso hablar contigo. Suelta en Londres y quizá pusiste tu foto en uno de esos tableros públicos de modo que los caballeros puedan tomar tus medidas. Y yo diría que tienen afición a las grandes. Calabazas. Como una que vi cuando Mac entró en un negocio a comprar una lata de corned beef australiano. Y fue cuando Mac me habló del diseño del corpiño. Acerca del realce y la necesidad de que tengan un poco de punta. Para conservar el aire flexible y cierto grado de movimiento. Convinimos en que el movimiento era muy importante para separar lo real de lo falso. Y Mary yo diría que los tuyos son la verdad y nada más que la verdad. Y esta Dorothy aquí tiene dos minúsculas formas que le cuelgan de las orejas. El cabello forma una curva suave alrededor de la nuca. Y Mac yo sugeriría que esta Dorothy tenía la forma de pera que según dijiste era rara y gozaba de demanda. Me acercaré un poquito y echaré una ojeada por la chaqueta abierta. Como pensaba, de la clase sin breteles. Y Dorothy tienes una bonita joya en tu pálido pecho invernal. Y manos sin vello. Las mías son frías y nudosas. Pocas veces me incliné a los cabellos claros, y prefiero lo negro, lo profundo, el Oeste. Pero eres rica y lo prefiero así. Pero de los pobres crecen las lilas y también las rosas. Yo soy una flor rubia.
Osgood se vuelve hacia Dangerfield.
—¿Y le gusta vivir aquí, señor Dangerfield?
—Mucho. Podría decirse que me encanta Inglaterra.
—Bueno, eso es un verdadero cumplido. Confío en que Dorothy acabará gustando de Inglaterra tanto como usted.
—Pero si ya me parece magnífica.
—Intento mostrar a Dorothy algunos lugares interesantes. Quizá usted pueda indicarme algo, señor Dangerfield. Creo que he empezado bien llevándola a conocer una celebridad como el señor MacDoon. Un hombre encantador, ¿no le parece?
—En efecto.
—Pero, por supuesto, como es natural, me chocan un poco algunas cosas. Sabe, la primera vez uno se sobresalta un poco. Los irlandeses tienen tanto ingenio y tanta vitalidad. Y creo que el ingenio es esencial.
—Pero Osgood, es sencillamente maravilloso. Me encanta esa barbita roja. Tan coqueta. En Goucher haría sensación. Es tan viril y maduro.
—Señorita Cabot, ¿de qué parte de Estados Unidos viene?
—Llámeme Dot. De Nueva York, pero ya superé eso. Mami y papi viven en el campo. Aquí tenemos una casa en Cornwall, pero todavía no la visité.
—Señor Dangerfield, Dot me habló mucho de Nueva York, y según parece es un lugar muy notable. Se necesita valor para vivir en edificios tan altos.
—Oh, no es nada. El departamento de mami y papi está en el piso superior de uno de ellos, y es maravilloso. Mira al río, y a mí me encanta tirar pétalos de rosa desde el balcón.
—Señorita Cabot, o mejor dicho Dot, sabía usted que en Nueva York no se permite arrojar animales muertos a las aguas públicas, o lanzar, agitar o soltar cenizas, carbón, arena seca, pelos, plumas u otras sustancias que puedan ser impulsadas por el viento o transportar estiércol o sustancias semejantes por las calles, a menos que estén cubiertas de modo que no puedan volcarse, o tirar desechos, desperdicios de carnicería, restos de sangre o animales malolientes en la calle, o permitir que un ser humano use un retrete como dormitorio. Culpable de infracción.
—Caramba, ignoraba eso. Nunca se me ocurrió.
—Digo, ¿quiere mostrarse ingenioso, señor Dangerfield?
—Estoy cansado y aprensivo por el futuro y necesito reírme.
—No entiendo.
—Bribones y ladrones. Estoy cansado de charla. Rústicos y benefactores y bribones. Estoy harto. Déjenme bajar.
—¿Adónde quiere ir a parar, señor?
—Ya no aguanto más. Creo que voy a desmayarme. Desmayarme y desintegrarme. Chofer, deténgase.
—Sí, chofer, deténgase.
El taxi se detuvo. Dangerfield desciende trastabillando a la vereda. Dorothy dice que no debo marcharme. Pero el taxi arrancó y se perdió en el tráfico. Apoyado en la pared de un banco. Necesito el sostén de un banco. Iiiiii. Uno puede soportar hasta cierto punto. Bancos. Debo ver bancos. Estoy por los bancos y ellos por mí. Y necesito llegar al distrito financiero de Londres o me volveré loco. A veces también creo que me gustaría ser ayudante de un burdel, pero no ahora. Esta noche necesito ver los bancos.
En otro taxi sombrío que avanza por esta calle Fleet y adelante la cúpula de San Pablo. Aquí todo está oscuro, cerrado y vacío. Por Cheapside en dirección al Royal Exchange. Es el sector más pobre pero sé que hay riqueza. Verdadera riqueza. Y todos esos ventanales altos. Adentro hay mostradores y libros y carpetas que recogen polvo los días feriados. Chofer, por esa calle. Veo una luz. Estrella de Belén. Ni un alma, solamente dinero. Déjeme aquí mismo, me meteré en este callejón en busca de brandy.
Una entrada revestida de azulejos y un salón enorme. Todos hombres, ni una sola mujer. Rostros pálidos. Sé que esta gente seguramente trabaja en los bancos y aquí están riéndose y alternando con palmadas en la espalda y chistes. Y sobre el extremo del mostrador hay un hombre con un bastón que parece la viva imagen de O’Keefe. Toda esta gente se muestra tan cortés y satisfecha. Muchacho, qué noche. El niño sagrado tan dulce. Y un jarro de cerveza suave. Tengo que llamar a la fiesta. Arreglaré a Mary.
Dangerfield recorre la calle limitada por muros altos y negros. En la esquina cabinas telefónicas, rojas, luminosas y cálidas. El viento sopla y silba alrededor de la puerta.
—¿Hola?
—Por favor, deseo hablar con el señor MacDoon, el celta real. Y dígale que venga enseguida pues gimo ansioso de hogar, de colmillos que se entrechocan y de bocas verdes y codiciosas. Dígale eso.
—Muy bien, señor, mantenga la comunicación.
—La estoy manteniendo. Sigo manteniéndolo todo, hasta que apenas me queda un vestigio de dignidad. Y es una hoja de parra. ¿Me oye? Una hoja de parra. La mantendré. ¿Quién sabe qué es esto? ¿Alguien lo sabe?
—Danger, ¿qué estás diciendo, por el amor del pequeño señor Jesús? ¿Estás borracho? ¿Qué ocurrió? Esa gente dijo que enloqueciste en el taxi, que estabas desmayándote.
—Fueron mezquinos conmigo. Mezquinos, Mac. Estoy decepcionado de los ricos. Perdí confianza en ellos.
—¿Dónde estás?
—En el centro del mundo financiero.
—Bueno, Danger, ¿por lo menos sabes qué noche es ésta?
—Mañana es el salvador y mi Cristo y me alegraré de verlo.
—Bueno, ¿dónde estás?
—¿No te dije que en medio del mundo financiero? ¿No acabo de decírtelo? Quiero que vengas y lo veas por ti mismo, Mac. Las calles están vacías y como suele decirse, ni un alma. Y quiero que sepas qué se siente aquí. ¿Me comprendes, Mac? Y hay una calle llamada Cheapside. Eso mismo, Cheapside.
—Bueno Danger, quieres cerrar la boca un segundo. Mary está aquí. Y te digo Danger, que no hubo jamás una muchacha más bonita en este sitio que las putas temen pisar.
—Mac deja de mentir. Eres magnífico para mentir a un pobre infortunado como yo que ha bebido y se siente confuso y conmovido por la riqueza reciente. No lo creeré porque tengo que verlo y siento que en todo esto hay una trampa para ponerme en las garras de la reunión.
—Bueno Danger, aquí prevalece la idea general de que estás loco. Y creen que la tensión nerviosa provocada por los dólares te ha trastornado. Pero la chica norteamericana opinó que eras fascinante. No había conocido a nadie como tú y teme que te importunen en la calle. Pero el señor Hunderington sostiene que fuiste grosero. El señor Hunderington es lord Berrido, heredero de varias pocilgas en Kent. Afirma que te mostraste insultante. Percy lo encaró y dijo que le hundiría el rostro en el caviar si decía otra palabra contra ti. Creo que esta noche estamos manteniendo en su lugar a los británicos. Esta fiesta es en tu honor.
—Entonces, Mac, ¿la situación está culminando?
—Culminando, Danger. Total y absolutamente.
—Entonemos el canto de la reconciliación con Mary. Para que pueda darle la paliza de su vida.
—Tendré listo el látigo. Ahora arrodíllate en esa cabina mientras te doy mi bendición especial de Navidad. Arrodíllate en esa cabina. Sé que estás de pie, viejo sucio y tramposo. Abajo. Por Dios, ¿qué haces, destrozas la cabina? Repite conmigo, el Señor es mi pastor y soy una de sus ovejas trasquiladas.
—El Señor es mi pastor y soy una de sus ovejas trasquiladas.
—Ahora ven aquí rápido y te abriré paso al útero de Mary. Y podrías considerar la situación de esta chica norteamericana. Dice que eres sugestivo.
—Mac, he decidido que sin duda soy un excitante. Iré. Insisto en la alfombra.
Esperó en la vereda, húmeda, brillosa y oscura. Se acerca un taxi. Lo llama. A la plaza del León Rojo. Rápido.
Dangerfield desciende frente a una casa de estilo georgiano. No hay signos de luces ni pecado ni nada. Sube los escalones de piedra. Y golpea el llamador. Un interesante pedazo de bronce.
Se abre la gran puerta verde y llega un flujo de ruidos y voces. Reciben mi sombrero y el bastón. Una hermosa escalera, amplia y curva. Me anuncian. Sebastián Balfe Dangerfield.
MacDoon acude presuroso y se oye el sonido de la risa de Percy Clocklan. Alegres candelabros. Les digo que veo antiguos maestros en las paredes y mesas crujiendo bajo el peso de los alimentos y las bebidas.
—Por aquí Danger, ella está en la biblioteca. Tienes buen aspecto. Espera verte en harapos y no con riqueza. Y les enviaré una botella de champaña helada para enfriar los corazones cálidos. Si las cosas no andan bien te serviré a la yanqui, está jadeando y no se aguanta el deseo de decirte qué maravilloso eres.
—Mac, gracias profundas y sinceras. Los bancos me han enfervorizado.
Las alfombras eran espesas. Una habitación amplia y sombría. Los cabellos negros de Mary sobre el respaldo del sillón. Volviendo las páginas de una revista.
—¿Cómo estás, Mary?
—Creí que tu amigo Mac me engañaba cuando dijo que vendrías.
—Sinceridad pura. Oí decir que estás posando.
—¿Y qué?
—No me gusta.
—Bueno, no es asunto tuyo. Seguramente has olvidado lo que me dijiste esa noche. Me llamaste puta. Me dijiste que me tirase por la ventana y me fuese a la mierda.
—Mira, Mary. Estoy un poco débil. No puedo soportarlo. Esa clase de conversación provocará una recaída. Esta noche estás encantadora.
—Quieres ablandarme.
—Es la verdad.
—¿Y todo lo demás que me dijiste también es verdad? ¿Tengo que olvidarlo todo?
—Por el momento. Estamos en Nochebuena.
—Supongo que te has santificado.
—No santificado, pero he tomado en cuenta la Nochebuena.
—¿Por qué no trataste de verme, o de hacer algo?
—Necesitaba un poco de tiempo para reflexionar. Ahora me siento mucho mejor. ¿No luzco mejor?
—Tendrás buena ropa, pero los ojos están hinchados. Y aquí se habló de lo que le dijiste a la chica norteamericana en el taxi. Me inclino a pensar que fuiste grosero. Exactamente lo mismo que conmigo.
—Acábala. No pienso soportar esta clase de conversación. Por el niño Jesús, acábala.
—No.
—Bueno, maldito sea, otra palabra y te aporreo esa maldita cara, y de paso liquido el condenado contrato en el cine.
—Tú eres quien debe callarse y recibir una buena en la cara. No quiero tener nada que ver con las películas, pero pensé que si ganaba un poco de dinero nos serviría. Quería hacer cualquier cosa para ayudar y tú me hablas así. Bueno, vete a la mierda, condenado bastardo. También yo puedo echarte.
El brazo de Sebastián silbó en el aire. La palma de su mano golpeó el rostro, y Mary cayó sentada, aturdida. Volvió a pegarle.
—Te romperé el alma a patadas. ¿Me oyes?
Mary levantó los brazos para protegerse de los golpes. Mary y la silla cayeron hacia atrás. Dangerfield tropezó con una mesa y cayó encima de la mujer.
—No me harás nada. Puedes golpearme y golpearme y no me importa. No me importa lo que hagas, eres un bastardo y siempre serás un bastardo, siempre, siempre.
Hubo un silencio de jadeos y un golpe discreto en la puerta. La puerta se abre cautelosamente.
—Discúlpeme señor, pero ¿dejo aquí el champaña?
—Sí, por favor.
La puerta se cierra silenciosa. Sonido en pechos jadeantes. Sebastián la aferra por las muñecas para apartar las uñas, que lo buscan. Líneas de arañazos. Mary lo mira con ojos centelleantes. Sus muñecas y sus dedos blancos. Es un cuerpo esbelto y blando donde antes era tan grueso y fuerte. Oh, sin duda esbelto y blando.
—Arriba.
—No.
—Arriba.
—No.
—Levántate o juro por Dios que te aplasto la cara contra el piso. Cuando te digo que te levantes, obedece.
—Sucio bastardo. ¡Digo que te vayas a la mierda y haré lo que quiera!
Mary se recuesta con los brazos extendidos. Las piernas y las rodillas blancas. La emoción de sus piernas. No puedo seguir cuando lo que en realidad quiero son tus piernas blancas y desnudas oprimiendo mi cuello, exprimiendo jadeos de placer. Y estoy de pie sobre una alfombra espesa que parece invitadora. Y ataco con el arma de la mano abierta.
—Arriba o te doy un puntapié.
—Te amo y mira cómo me tratas.
—Arriba o te pego.
—¿Por qué eres así?
—Vamos, siéntate. Tienes que dejar el condenado teatro y el cine.
—Por qué no puedo intentarlo. Quise ganar un poco de dinero porque dijiste que de lo contrario no me querrías. Dijiste que me tirarías por la ventana, hiciste nudos con mi toalla, me mojaste la ropa interior y ahora que tengo la oportunidad de ganar algo tampoco te gusta.
—No me gusta la escena de ningún modo. Está todo podrido. No me gusta. Esta noche vuelves conmigo.
—Eso debo decidirlo yo.
—Vamos, Mary, vuelve tranquilamente conmigo. Y mañana empezamos de nuevo. Guardemos esta botella de champaña para la mañana. Después del tocino y los panqueques. Deja la escena y olvídate del cine y viviremos en algún lugar tranquilo.
—Tampoco a mí me gusta; todos tratando de acostarse conmigo, hombres y mujeres por igual. Pero qué seguridad tengo de que no me echarás otra vez. No volveré contigo esta noche. Pero te diré dónde vivo y puedes venir a verme por la mañana. ¿Alguna vez se te ocurrió lo que significa para mí vivir sola, y esos tipos raros que me llaman por teléfono y me siguen por la calle? ¿Pensaste en eso?
—Mary, te reservo un lugar especial en mi pensamiento. Un lugar muy particular. Necesité cierto tiempo para reponerme de los efectos de la impresión. Y ahora me siento un poco mejor. Dispuesto a salir nuevamente al mundo. Pero está ese lugar especial para ti. ¿Me perdonas?
—Veré. Sácame de aquí, y llévame a casa.
—Transgresión. Culpable de transgresión. Estás más atractiva que nunca. Y tengo que decir algo a Clocklan antes de salir. Envuelve este champaña.
En el salón estaban las jarras de ponche y las mesas cargadas de langosta. La bonita rubia preocupada por mí. Le veo los pechos a través del vestido. MacDoon en medio de un grupo de vírgenes, la vara pronta para bendecir, perdonar o fertilizar. Y Clocklan otra vez con una enfermera, naturalmente. Siempre con enfermeras. Siempre rubias. Su doncella es morena y adivino que prospera con la diversidad. Y más allá algunas mujeres maduras con diamantes sobre el busto en lugar de las otras cosas. A veces tengo un yen para meter a una de ellas en la cama. La edad no es obstáculo. Leños en el fuego. No creo en la Navidad. Un engaño. Sé que es un engaño. Nadie me ve. Me ocupo de eso.
Sebastián respira hondo y brama.
—La Navidad es un engaño.
El ruido se pierde en ecos y se dibujan sonrisas en los rostros de MacDoon y Clocklan pues bien sabían que esa noche había que ser sincero. Mary espera lo peor junto a la puerta de la biblioteca.
—La Navidad es un engaño. Esta habitación está llena de bribones y ladrones, Jesús fue celta y Judas británico.
Se oyeron murmullos, ¿lo hacemos callar, lo echamos de aquí? Clocklan alzó la voz, si alguno de los aquí presentes se atreve nada más que a tocar los rubios cabellos de Dangerfield le destrozo la mandíbula.
—Gracias, Percy. Ahora como todos ustedes saben, la Navidad es un engaño. Jesús era un comepapas y Judas era inglés. Yo soy el rey de la selva. Un yanqui grande y musculoso. ¿Me oyen? Sé que a todos les gustaría pegarme. Oh, a muchos les agradaría hacerlo. Pero esta noche estuve en la calle Lombard para tomar el pulso de la inversión. Ahora bien, sé de buena fuente que algunos de ustedes poseen pocilgas y debo confesar que la cría de cerdos me parece muy desagradable, excepto en la mesa del desayuno, donde es sabroso. Pero sé que ustedes tienen tocino oculto en los desvanes y carne y cueros en el sótano y los mejores claretes y brandies. Pero yo soy un hombre destinado al manicomio. ¿Qué me dicen del manicomio? ¿Les agrada la vajilla rota o el candelabro retorcido? Me llevo a casa el champaña de mi anfitrión, para beberlo por la mañana, lejos de todos ustedes, amantes de los caballos. Ahora adiós. Sé que ustedes tienen tocino en el desván y carne y cueros en el sótano.
Clocklan rugiendo de alegría y un hombre alto, el anfitrión, sonriendo complacido. Oh, quizá después de todo es imposible derrotar a estos británicos, porque no sólo queman la vela por los dos costados, sino por todos los costados. Y contra eso no puede hacerse nada. Y Percy precisamente tengo que decirte algo al oído.
—Acércate, Percy. Escucha. Cierta noche caminaba detrás de una bella joven de largos cabellos dorados y mi corazón latía de deseo. Se volvió y le vi la cara. Era una bruja vieja y desdentada.
—Jesús, Sebastián, toma otro billete de cinco.
—Percy, lo usaré para comprarme un juego de ropa interior de seda.
Y mientras Dangerfield abandonaba fríamente la fiesta, el mayordomo se acercó corriendo con una botella de brandy, y tocino. Una botella y un paquete. ¿Acaso es posible derrotarlos?
—Mary, ¿no es muy amable de su parte?
—Eres un tipo terrible.
—Ahora me ha descolocado. Gracias.
—De ningún modo, señor. El amo se sintió encantado por su discursito.
—Eeeh.
—Señor, llamé un taxi para usted. Me gustó mucho eso de que Judas es británico. Ya, muy bueno. Feliz engaño, señor.
—Oh. Sí.
—Sebastián, eres un tipo terrible.
—Feliz engaño.
Suben al taxi. Y de pie en la puerta, MacDoon al lado de Clocklan. MacDoon comiendo una masa. La mano de Clocklan sobre la cadera de una enfermera. La otra con un cigarro. Y en las ventanas veo a algunas de las mujeres maduras y el rostro de la rubia norteamericana. Me parece que está llorando. ¿Ahí lloran todos? Oh chofer. Vamos, vamos, adelante como el diablo, disparado entre las estrellas. Y tampoco se detenga por el tráfico.
Mary, ahora estás a mi lado. Y quiero ir en el tren a Dublín, entre las rocas y atravesando los túneles en dirección a Bray. Cuando está lloviendo. Tienes unas orejitas. Y te llevaré a vivir en una casa fuera de Tooting Bec, con las libras de Clocklan cerca, para pronta referencia. Compraré una pequeña cortadora de césped para sacar al jardín y darle una rápida repasada todos los viernes, un jardín no muy grande porque no quiero exagerar este ejercicio. Diez por diez. Tendremos una salita con plantas, y una será un gomero. Y a la hora del té, en las tardes grises, quiero que me leas relatos de aventuras.
—¿Por qué no eres así más a menudo, cariñoso y bueno y todo eso?
—Precisamente pensaba que podríamos tener una casita.
—¿Y bebés?
—Oh sí.
—¿Me darás un bebé? Me gustaría tener uno.
—No soy un padre orgulloso, pero ésa es una de las cosas que estoy seguro sé hacer. Soy el hombre para ti.
—¿Y haremos uno mañana, en Navidad?
—Mary, ya es Navidad.
—No. Quiero que vengas a verme. Tengo una parrilla. Y compré cuatro huevos. Y después podemos beber el champaña y el brandy.
—Mary, soy una mierda.
—No, no es cierto.
—En mí hay cierta mezquindad.
—Tengo un regalo para ti.
—Yo no tengo nada para ti.
—Tienes lo que deseo.
—Realmente, Mary.
—Y tendremos un hijo.
—Sí.
—¿Y no volverás a hacer nudos con mi toalla?
—Jamás volveré a hacer nudos.
—Estás encantador con tu traje y el sombrero y el bastón. Esa chica norteamericana te buscaba, ¿no es así?
—Sólo deseaba fraternizar con un compatriota en tierra extranjera Mary, cuando uno es yanqui, sólo los demás yanquis son amigos.
—En realidad, no era sincera. Lo único que quería era tu miembro. Pero es mío.
—Seguramente, Mary.
Cruzan Earl’s Court y bajan por West Cromwell. Atraviesan el puente y la desolación de las vías del tren. Veo luces encendidas en los edificios. Antiguos cerebros dormitando. Y sobre los techos los sombreretes de las chimeneas son horribles pedazos retorcidos. Uno de ellos con una veleta rechina en la calle Bovier. Oh por Dios, Mary, déjame sentir tu bonito y pequeño seno. Déjame sentirlo. Déjame tocarlo. Guía de San Antonio. Mi mano. Eres un tipo terrible, Sebastián, pero no me calentarás. Conozco tus trucos.
—Mary, dime qué es mi regalo.
—Te compré un par de chinelas de lana.
—Maravilloso, ¿qué color?
—Marrones, para que no se vea la suciedad.
—Mañana las usaré.
—Y tengo ropa interior nueva y un perfume que se llama Deseo de la Jungla, y creerás que soy un animal o algo así.
—Mary, traeré mis tambores.
Un beso de despedida. Y retorno a la calle Bovier y arriba por la escalera. Donde siempre siento que algún intruso me dará un golpe en la cabeza. La violencia está siempre en mi espíritu. Meto la llave en ese agujero condenado y esquivo. Dejaré correr el agua caliente para obtener un mezquino sentido de calidez y alegrar el cuarto con un poco de vapor. Un chelín en el medidor para asegurarme. Pequeñas comodidades, pequeñas alegrías. Retiro el cubrecama, descubro las sábanas. Y acomodo la almohada y me recuesto tranquilamente, pronto para recibir el cielo blanco.