Dangerfield elevó la llama del gas y se frotó las manos a las tres de esa tarde gris del viernes. Extrajo una botella de gin de la bolsa del arrugado canguro. Desde la cama la voz dolorida de MacDoon.
—Danger, en el nombre auténtico de Dios, ¿qué tienes ahí?
—E. Nada más que e. Agua bendita. Una pequeña y pronta bendición para todos. Parnell, despierta. Arriba de una vez. MacDoon por Dios mira si está muerto. No quiero que el cuarto apeste a cadáver.
Parnell envuelto en vendas, asoma la cara debajo de las mantas y la hunde otra vez.
—Danger, ven aquí con eso.
—Oh, la guardé con mucho cuidado durante la pelea. El saqueo es parte de la batalla. Sigues pensado MacDoon que comienza una época de abundancia. Piénsalo ahora. Y que de allá lejos los pájaros motorizados están trayéndome huevos. Grandes. Grandes. Nada como el país de los ricos muy ricos.
—Danger. Escúchame. Quiero que sepas que tus amigos no te abandonarán durante la postura del huevo. Nadie dirá que te han abandonado en la hora de la riqueza.
—Mac, creo que un poco de Argelia viene bien como descanso, hemos destruido la ciudad de Londres con un golpe poderoso.
—Sin embargo, te diría que en alguna parte se inició un contraataque.
—En efecto. Mac, uno de estos días te contaré cómo me uní a la Legión de María. Las cosas de la lucha interior. Intestinales y otras. Pero hay que recomponerse. Primero, un poquito de la manteca de maní de Parnell. Nada como la manteca de maní. Sin duda, he realizado el rápido viaje al prestamista con el cochecito chirriante. He tenido orgullo. No lo creerías Mac pero hubo tiempos en que no hubiera descendido al cochecito engrasado o no. O a vivir de las ganancias de una mujer. Pero pese a todo esto, los efectos de las granadas, las idas y las venidas e incluso los ardides sin importancia de Egbert Skully, he sobrevivido manteniendo intacta parte del hombre interior. Adelante absurdos soldados de Cristo. Llámenme mayor Dangerfield.
—Mayor pásame la botella.
—Y Mac, sólo una vez. Mira, sólo una vez he sufrido la ignominia. Admitiré todo lo demás pero no la igno.
—Danger, no se diga una palabra más que arruine o enturbie la belleza que has traído a este cuarto. Dame la botella.
—Parnell. Sal de la cama. Debo formular un pedido. Tendrías ahora una camisa limpia en vista de una cita urgente a las cinco a la que debo presentarme sin señales de sangre o de combate.
—En el guardarropa, la camisa de las grandes ocasiones.
—Exactamente.
—Detrás de la puerta. La única cosa digna que poseo en estos tiempos.
—Oh bella camisa. El corte es todo. Llegará el día, Parnell, en que oigamos hablar de esta maravilla. B. Berry sostiene que tres años en Borstal equivalen a cuatro en Harrow. ¿Qué tienen estas cárceles británicas?
—En diez años se pierden algunas ventajas.
—Me inclino a creer que es demasiado tiempo incluso pata el doctorado. Oh, una camisa bastante fina. ¿Qué aspecto tengo? Creo que me va bien. Ahora, algo bajo las axilas. Necesito ponerme algo en las axilas. Nada de olor corporal.
—Danger, puedes salir al vestíbulo y meterte en la segunda puerta a la izquierda. El dormitorio de la dueña de casa. Quizá haya algo para las axilas.
Dangerfield regresa.
—Muy agradable. Siempre me gustó la fragancia en contraposición a lo infragante.
MacDoon postrado en el lecho.
—Danger, ¿veo una mujer de labios manchados de fresas, cabellos de cuervo y dientes altivos? ¿Veo eso?
—Caballeros, a su debido tiempo. A su debido tiempo habrá un anuncio.
Salió a la fría media luz de esta calle con el parque triangular. En esa calle agradable Parnell tenía un bonito cuarto. Bueno, cualquiera de estas casas me vendría bien. Mary lava las ventanas y barre el sendero y me prepara la vieja avena por las mañanas. Importo salchichas de la calle Pembroke, en Dublín. Está prendada de mí. Me cree. Y si hay una cosa que vale la pena, es la fe. Incluso soportaría la igno por fe. Y sea lo que fuere, tengo que compensarla. Sé que me creen insensible porque no lloré ante la muerte. Pero no es así. Ocurre sencillamente que no puedo hacer nada. Bueno Marion. Ahora lo sabes pero te apresuraste. Es el defecto de la gente, se apresura. No espera, lo ven caído a uno y creen que ahí se quedará, incluso son capaces de clavarle el talón. Pero qué diablos, como yo dije, no tengo resentimiento. Mi corazón ahora está limpio. Marion lo comprobará muy pronto. Una notita al abogado y quizá veremos unas pocas inversiones aquí y allí. Reducidas y prudentes al principio.
Desciende al metropolitano. De pie en la plataforma con unas pocas personas de la tarde que van a algún sitio. El tren vítreo y pulido se detiene suavemente. Entra y se aleja. Me dicen que, no importa lo que haga en este fantástico metropolitano, me mantenga apartado de la Línea del Círculo.
Caminando a lo largo de los túneles barridos por el viento. Arriba y fuera de esta dilatada estación. Colmillos. ¿Dónde está ella? Llego tarde. Plataforma siete. Buscar un rostro irlandés. No puedo haber olvidado su aspecto. Me advertirá en cualquier lado, porque por atrás tengo un aire Victoriano. Debo recibirla con alegría.
Con un abrigo negro baja tímidamente por la plataforma, arrastrando una gran valija de cuero, mordiéndose los labios.
—Hola, Mary.
—Hola, pensé que no vendrías.
—De ningún modo. Dios mío, has adelgazado. ¿Estuviste enferma?
—Me siento bien. Pero estuve enferma un tiempo.
—Dame la valija. Caray, ¿qué traes aquí? ¿Piedras?
—Algunas cosas para cocinar, y unos platos. Y parte de una máquina de coser. ¿Te molesta?
—Excelente. De ningún modo. Ya veremos. Creo que son las cosas que deseamos en estos tiempos. En fin, salgamos de aquí.
Dangerfield la lleva fuera de la estación. Una breve recorrida para ver el edificio. Tome una gira con Danger. Vea eso, y las grandes columnas. Qué arquitectura.
—¿Qué te parece, Mary? ¿Qué me dices?
—No sé qué decir. Supongo que es bonito.
—El tamaño Mary, el tamaño. Y los que lo pagaron. Pero ahora nos vamos a un lindo restaurante.
—Traje veinte libras.
—Caramba.
En el salón tibio con mesas a lo largo de la pared. Dangerfield dijo al mozo que trajera cierta cosa del château y un pollo y también un cigarro.
—Sebastián, ¿no es muy caro?
—Ji, bah.
—¿De qué te ríes?
—Porque la palabra caro ya no pertenece a mi vocabulario. Ya no la uso. Creo que eso puedo asegurarlo.
—¿Por qué?
—Después, Mary. Después hablaremos de eso.
—Bien, dime qué estuviste haciendo. Estás más delgado. Y la ropa no me viene bien, y tuve que reformar este viejo vestido negro. Cuando estuve enferma me sentía muy preocupada porque no escribías.
—Dame la mano Mary.
—Es un lindo lugar. Me alegro de haberme ido de Dublín.
—Muchos lo dicen.
—Cuando me enfermé y le dije que no pensaba seguir ocupándome de él, se curó bastante pronto.
—¿Y qué dijo de Londres?
—Me amenazó con la policía. Pero le dije que se fuera al diablo y que si volvía a ponerme la mano encima yo iría a la policía.
—¿Y qué dijo?
—Que me enviaría al cura. Yo estaba harta. Le dije que su propia alma estaba tapada por mentiras. Y que los chicos estaban bien lejos de allí, porque ya no tenían que escucharlo. Demasiado tiempo se había salido con la suya. Me contestó que era un viejo y ya no le quedaba mucho tiempo y no debía dejarlo solo. Y yo le dije ahora quieres que me quede. Yo que anduve con hombres. Y entonces explicó que su corazón estaba dando los últimos latidos y me pidió que llamase al cura antes de marcharme.
—Oh, no hay que ser demasiado crueles con él. Pobre hombre. Quizá el único consuelo que busca es envenenar al Papa.
—Me alegro de que sufra. Y de haber dejado todo eso. El Tolka era lo único que me daba placer. Caminar por el Parque Fénix hasta Chapleizod y la calle Lucan. Y pasar por Sarsfield. Es tan lindo caminar por la orilla del río entre los árboles. Cuando estaba ahí solía recordarte. No te rías, lo digo en serio.
El olor del vino y la suave carne de pollo. El mozo que traía repollitos y papas al horno. Uiii. Si no fuera por mis viajes en tranvía a través del sueño cuando descendía en las paradas de la desesperación y tenía que salir de la cama tibia para prepararme una taza de leche con miel y me sentaba en la bamboleante silla de la cocina. Oh esa cosa llamada alimento. O como solía decir Malarkey. Dios, Sebastián, si llegase a tener dinero reuniría a todos los amigos en mi casa de campo y nos sentaríamos a una mesa de una milla irlandesa de largo con los puños grasientos de lonjas de carne de vaca y pavo y nuestras mujeres viniendo del fuego y gimiendo bajo el peso de las fresas silvestres y las aves arrancadas al cielo, y por diversión golpeábamos las cabezas de los toros y poníamos patas arriba todo el campo para plantarlo, y Jesús, le metíamos medio metro de caca de pollo y algas podridas, y luego diez toneladas de duraznos descompuestos. Oh, acaso oíste hablar jamás de la avena. O las papas que te encienden deseos paganos por el resto de tu vida. Mary déjame un poco de pollo.
Allí cerca están sentadas tres secretarias. Y dos hombres calvos. Creo que esto me gusta. Es más saludable que la taberna. Oh, puedo renunciar a la taberna. Y limitarme al cigarro, las chinelas y la máquina de coser.
—Mary, ¿me disculpas mientras hago un llamado telefónico?
—Sí.
Ahora mi dueña de casa, mi estimada señora Ritzincheck, muestre su gran corazón. Abandone la absurda cautela y la reserva que estos ingleses creen tan extraordinarias.
—Hola, ¿la señora Ritzincheck?
—Sí.
—Señora Ritzincheck habla el señor Dangerfield. Estoy en una situación un tanto difícil. Mi novia acaba de llegar a Londres. Naturalmente sé que éste es un pedido inesperado y un tanto fuera de lo común, pero no dudo que usted comprenderá y me pregunto si a usted le molestaría muchísimo que yo compartiese con ella mi habitación. Es una muchacha excelente.
—Bueno, señor Dangerfield, eso está contra las normas de la casa. Todos los caballeros vendrán a pedir que les permita tener una dama en su cuarto por la noche. Lo siento.
—Bueno, bueno, sé que es mucho pedir, pero pensé que debía ser sincero con usted puesto que se ha mostrado tan honesta conmigo. Pero le aseguro que todo se realizará con el mayor decoro y quizá usted pueda explicar la situación. Mi esposa, usted comprende. Bueno, faltan pocas semanas para el día. Tenemos tantos deseos de estar juntos. Y estuvimos separados y ahora vino de Irlanda. Y, señora de Ritzincheck, nunca me atrevería a hacerle este pedido si no creyera que usted es una mujer de mucha sensibilidad y gran experiencia.
—Bueno, señor Dangerfield, sin duda usted tiene un modo de decir las cosas, y si no molestan, y recuerde, si aparece una mujer distinta todas las noches esto se termina.
—No sabe cómo se lo agradezco, señora Ritzincheck. No tiene idea.
—Por cierto que tengo idea.
—Excelente. Nuevamente gracias. Llegaremos dentro de un rato.
Dangerfield austeramente en la caja diciendo por supuesto cuando le dijeron esperamos que vuelva por aquí señor. Y un exquisito movimiento giratorio guiando a Mary delante de él mismo. Un taxi se acerca al cordón de la vereda. Mary le sostiene la mano mientras el taxi vuelve a la estación, en busca de la valija; y ella mira por la ventanilla las calles atestadas. Que me entierren en suelo neutral. Quizá en Austria con sencillez y colores y rostros desvaídos. Mis hijos alrededor. Deseo que mis últimos momentos posean cierta dignidad. Mary acércate. No me temas porque estoy perfectamente.
La señora Ritzincheck sonrió en la puerta y se secó las manos con el delantal. Siempre digo que hay que ser francos si se puede.
Suben las escaleras, y finalmente entran en el cuartito. Mary se sienta en la cama. Sebastián deposita la valija en el piso.
—Bueno Mary aquí estamos.
—Me gusta. Es lindo mirar desde esta altura. Me gusta Londres, todo es tan excitante. Tanta gente de aspecto interesante.
—En efecto.
—Y tantas cosas extrañas que no hay en Dublín. Todos esos negros y egipcios. Algunos son terriblemente apuestos y tienen dientes tan blancos.
—Mary muéstrame la máquina de coser.
—Bésame.
—La máquina, Mary. La máquina.
—Bésame.
Mary sobre él con brazos y piernas. Hacia la cama. Abajo. Por favor. Ya sabes lo que siento con el ataque directo. Qué lengua. Lo único que deseaba era mirar la máquina.
Afuera ha caído la noche. Y todos corren las cortinas. Y van a sentarse en sus sillas. Mary por lo menos déjame hacer una rápida visita al baño.
—Quiero que nos bañemos juntos, Sebastián.
—Pero no debemos dar un ejemplo carnal a los demás huéspedes.
En la bañera ella dijo que el agua era terrible y no hacía espuma y parecía gris y sucia y cualquiera podía pensar que ella jamás se lavaba. Le sonrió desde la bañera. Lo atrajo hacia ella para besarlo otra vez. Los pies de Dangerfield resbalaron en el piso jabonoso. Cuidado, por Dios, me caigo. El estruendo del agua al desbordar. La señora Ritzincheck pensará que estamos festejando con martillos y tambores, colgados de los candelabros y los diferentes artefactos del baño. Y eso provoca celos. Todos querrán hacer lo mismo.
—Sebastián, qué aspecto tienes.
—Tranquilízate, Mary.
—Quítate la ropa, quiero ver cómo eres.
—Mary, por favor.
—No tienes pecho.
—Un minuto. Mira esto. Aquí. ¿Ves?
—Qué divertido.
—¿Cómo?
—Pero eres delgado.
—Bueno, Mary, mírame de atrás. Tendrás una idea del ancho de mis hombros. Engaño un poco.
—Reconozco que es ancho.
—En cambio, Mary, tú tienes un pecho notable.
—Pero no debes mirar, sé que son muy grandes.
—De ningún modo.
—Pero son más pequeños que antes.
Dangerfield se mete en la bañera. Tengo que controlarme. Mantenerlo dormido. Mary no se detendrá en nada. Alguien viene rompe la puerta y nos sorprende en la bañera.
—Sebastián, te veo raro con esta luz.
—No me agarres, me ahogaré.
—¿No es una muerte terrible?
—Oh, no sé, Mary. Entre las olas, con los barcos en el mar.
—Frótame con el jabón.
—Melones, Mary.
—No digas eso. Llévame al mar.
—Iremos a vivir a la costa.
—Y yo pasearé desnuda por la playa.
—Caramba, Mary. Ya veremos.
—Leí de esos pintores franceses, individuos terribles, dibujaban sin ropa y seguramente sería lindo posar para ellos.
—Mary, has cambiado.
—Ya lo sé.
—Mary, me gustas.
—¿En serio?
—Sí. Frótame aquí, Mary.
—Cómo tienes la espalda.
—Necesito que tu mano me frote. Hacía años que no me sentía tan bien.
—Me alegro, y me alegro de besarte la espalda y tirarte del pelo. Solía tirar de los cabellos de mis hermanitos en la bañera. Tienes un pelo lindo y suave. Casi sedoso. Es mejor ser hombre, ¿no es cierto?
—Mary, no conozco la respuesta a esa pregunta.
—Tengo algunos encajes y adornos, y los usaré para ti.
De pie sobre el linóleo en un charco de agua. La pequeña y morena Mary se arregla sobre la nuca un rodete de anchos rizos negros y se arrolla una toalla. El rostro sonrojado. Se inclina y seca los charcos. Fuera de la ventana y sobre las vías, los trenes del metropolitano entran y salen. Largas plataformas grises. En puntas de pie atraviesan el vestíbulo oscuro y se detienen frente a la estufa eléctrica. Los pies ágiles de Mary.
—Hace frío. ¿Nunca hay nadie en el vestíbulo?
—Londres, Mary. Nunca te preocupes de esas cosas. Aquí se ve de todo.
—Me imagino.
Sebastián extendido sobre el cubrecama verde mirando a Mary desnuda que se cepilla los largos cabellos.
—Mary, hermoso cuerpo.
—¿Te gusto?
—Ni todo el ejército de los santos podría mantenerme lejos de ti.
—Eres terrible. Te diré algo si me prometes no reírte.
—Por Dios, Mary, dilo. Dilo de una vez. Sea lo que fuere, no te lo guardes. Tengo que saberlo.
—Podrías creer que soy una persona rara.
—Vamos, de ningún modo.
—Solía practicar desnudándome en mi cuarto frente al espejo, para que no me importase cuando estuviera contigo en Londres. Y me imaginaba que estabas mirando y que yo me movía así. ¿Te parece que estoy loca?
—No.
—¿Conociste a muchas mujeres?
—No diría que fueron muchas.
—¿Y cómo estaban?
—Desnudas.
—No. Dime. ¿Cómo me ves, comparada con ellas?
—Un lindo cuerpo.
—¿Y se ponían frente a ti?
—A veces.
—¿Cómo se ponían frente a ti?
—No recuerdo.
—¿Daban vueltas como las modelos, mostrando lo mejor o algo así?
—Por Dios, Mary.
—¿Lo hacían?
—En cierto modo.
—No creerás que soy demasiado atrevida. Pensé que eras un tipo raro cuando me dijiste todas esas cosas extrañas en la fiesta, pero cuando las recordé en mis paseos y me acostumbré, dejé de pensar que eras raro. Solía pensar en ti en el Jardín Botánico. En esa casa grande con tantos árboles y enredaderas, era como una jungla. Y donde están las lilas flotando en el gran estanque. Son tan extrañas. A veces sentía ganas de tirarme. Pero tenía la sensación de que en el fondo había cosas que podían morderme los pies. Lo hubiera hecho por divertirme si el hombre no me hubiese mirado.
Mary se sienta en el borde de la cama. Me recuesto, mirándola. Los tienes muy grandes. Los usaré como almohadas. Soy el cálido pasaje a la eternidad avanzando sobre rieles fundidos en todas direcciones. Hacia Kerry y Caherciveen. Por un dólar bailo la danza del perro y ya sabes cómo soy cuando estoy en eso. Muy bien, los que tienen un dólar, formen una línea y miren, y desde Cincinnati, Ohio, pueden pasar al frente.
—Sebastián, es tan lindo y tibio y grato sentir tu cuerpo y pensé que no aparecerías en la estación. Que todo era un sueño y que jamás te encontraría. Tantos días tuve que perder en esa condenada casa y podríamos haber estado como ahora. ¿Te parece que tengo curvas?
—Eres mi circulito.
—Pellízcame más fuerte.
—Dime gorila.
—Gorila.
—Ahora, unos buenos golpes en el pecho. Uf. No estoy tan bien como creía.
—Hazme el amor. Y quiero hijos porque a ti te gustarán. Y puedo conseguir empleo. Cierta vez gané un premio en el teatro. Quiero frotarte mis cosas en el pecho. ¿No es cierto que a todos los hombres les gusta?
—Me encanta.
—Y solía pensar que podía alimentarte con ellos. ¿Comerías de mí?
—Santo Dios, Mary.
—Oh, no puedo decirte estas cosas.
—Dímelas. Es sólo una broma. Comeré de ti.
—Creo que hablo así porque eres delgado. Lo necesito. ¿Eso es malo? Y esa noche lo deseaba muchísimo.
—A veces es difícil conseguirlo.
—Pero tú me darás todo lo que yo deseo.
—Haré lo que pueda, Mary.
—Leí que una puede sentarse encima.
—Es cierto.
—Y por atrás.
—También es cierto.
—Estoy tan excitada.
Quizás incluso en alguna parte hay alguien que lo recibe por todos los costados. Redonda Mary. Quizá soy un poco más joven que Cristo cuando lo clavaron, pero de todos modos ya me forzaron unas cuantas veces. Y, Mary, tú me has clavado a la cama. Con tu lascivia. Aferrado. Y retorciéndote con los ojos encendidos de oscuro fuego. MacDoon forjando reliquias para la Santa Iglesia de Roma. Y otros vestidos de cura en el norte de Dublín, palmeando rostros de querubes y bendiciendo a los niños que salen por las puertas de la escuela y luego murmurando una proposición indecente a la monja que los escolta. ¿Por qué mi corazón se muere? ¿Por todos mis pequeños Dangerfield que brotan de los úteros de todo el globo? Volveré a Irlanda con los bolsillos llenos de oro. Irrumpiré por las ventanas de Skully con montones de oro. Y Malarkey puede instalar un tren de su túnel a la taberna. Mary, ¿cómo es? ¿Notable y muy grato y siempre estaremos juntos? Por favor. Y nunca saldrás con otros o se lo harás a ellos y yo cuidaré la casa y la cocina para ti y cortaré camisas y zurciré medias y te haré feliz. Y Mary, ¿qué hay de otros hombres? No hay otros hombres porque mi corazón está contigo. Y si no te ríes te diré lo que pienso. No me reiré. Creo que Dios hizo un bonito instrumento para que lo gocemos las pobrecitas como yo.