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En el domingo londinense, Sebastián Dangerfield fue por consejo de MacDoon a un lugar de la calle Bovier donde alquiló un cuarto en el último piso de una casa amarilla de estilo Victoriano. Un cuartito minúsculo y limpio. Un blando sofá verde cubierto con una cretona verde. En el rincón, al lado de la ancha ventana, una mesa de roble, una silla y otra de mimbre. Una retorcida estufa eléctrica en la pared y un medidor de a chelín al lado de la puerta. Un lavabo y un baño pasando el vestíbulo, donde desde una silla uno veía las vías y la estación.

Todas las mañanas un golpecito en la puerta dado por una india. Desayuno. Extender la mano para recibirlo y encender la estufa eléctrica. A vestirse. Bajo los escalones oscuros. Entro donde todos sonríen y dicen hola y otros buenos días. Agradable decorado y tiestos de flores secas. Siempre me gustaron. Sé que esta gente pertenece al Commonwealth. Esa mujer dice que su hijo tiene otro empleo. Sí, usted sabe, decidieron ascenderlo. Señora, es magnífico.

Todas las mañanas es igual. Avena con sorbos de leche y azúcar. Luego el tocino y los huevos. Los traen a la mesa. Oh, es excelente. Y la india trae las frituras. Y todas las mañanas vuelvo a subir la escalera y miro por la ventana mientras ellos salen a la calle con pequeños paraguas. Y esa mujer allí que se complace en hacerlo. Lo sé bien. De pie, desnuda e impertérrita al lado de su ventana devolviéndome la mirada con cierta altivez entre los pliegues de la toalla con que se seca la cara. No crea que no la veo, hermana. Tiene un cuerpo lindo y robusto. Pero si la viese en la calle vestida creo que tal vez usted sería distinta con su encaje blanco saliéndole de varios lugares del vestido.

Bajo la escalera y busco mi nombre en las cartas. Calle arriba y me detengo para mirar el foso de un edificio bombardeado donde merodea un gato. Compro un diario a la mujer que atiende el puesto. Retorno y me siento con las piernas apoyadas en el reborde de la ventana. Oh, creo que habrá un signo. Muy grande. Y dirá Dangerfield vive. El lunes a última hora envío la carta culpable a Mary, oh mi amor fatigado, probado y sincero, ven a Londres y trae quince libras y te recibiré en la estación y te llevaré a mi pequeña matriz.

Miércoles por la noche. Después de subir atemorizado entre las sombras de la escalera. Un telegrama en la cama.

LLEGO EUSTON VIERNES CINCO TARDE CARIÑOS MARY

Jueves, Dangerfield en la calle haciendo buena figura y poniendo la mano en la boca del animal y dando un tirón a la lengua. En el aire lleno de vapor MacDoon retuerce un alambre para fabricar la cola del canguro. Parnell sostiene un extremo con pinzas. MacDoon extiende la mano y extrae un sobre amarillo que está detrás de un espejo. Lo entrega a Dangerfield.

—Para ti Danger, llegó esta tarde.

Se sienta. Dangerfield abre el sobre con dedos nerviosos. Silencio. Todos esperan. El ceño fruncido y un chasquido de labios.

—Mac, ¿me darías una taza de té con un poco de limón?

—¿Malas noticias, Danger?

—Todavía no lo sé. Mi padre ha muerto.

MacDoon se inclina sobre la tetera, vierte el té. Con su cincel echa una rodaja de limón en la taza. Hasta el fondo del té color yodo. Sebastián se recuesta en la silla. Parnell retuerce el alambre con las pinzas. En el otro extremo MacDoon se incorpora. Afuera está oscuro. Observan la llama azul que consume el gas y enrojece los minúsculos pedazos de asbesto. Quizás no es momento de afrontar el futuro. Dicen que en todos hay algo de bueno. Si se les da una oportunidad. Y un buen puntapié en el culo.

—Muy bien. Fuera, fuera, fuera. Todos. Rápido. A la Caverna del Oso. Mac. Whisky, whisky.

MacDoon suelta un zapato que estaba calzando en la pata del canguro. Parnell se ajusta los lentes con un movimiento de estudiada elegancia, y se aclara varias veces la garganta. Y un gemido del pequeño que está en la caja.

—Mac, uno de estos días me dejarás llevar a tu hijo en una excursión que pienso hacer a la isla de Man con fines de descanso. Pienso ordenar la construcción de una capillita en la cima de Snaeffell. Y quizá rezarás una pequeña misa por mí.

—Ciertamente, Danger.

—Parnell, ¿me buscarás un sastre acreditado en Row?

—Claro que sí, Danger.

—Algo así como un Humber de preguerra con portaequipaje me vendría bien. Mac, ¿encontraré uno en Mayfair? ¿Qué te parece?

—Seguro.

—Bueno. Sí. Sí. Excelente. Tengo que arreglar muchas cosas. Chapas de bronce. Ahí están. Detrás del bronce. Y creo que iré a vivir en la calle Old Queen.

—Danger, ¿huelo dinero en tu vida?

—Mac, puedes decirlo así. Sí. Creo que puedes decirlo así. Dirías ahora que este cuarto tiene el sesgo universal. ¿Podríamos decir eso?

—Podrías decirlo, Danger.

—He conocido lunes que caían en viernes. Jueves en martes. Pero el domingo es un día que jamás puedo aceptar. ¿Puedo decirlo así? Creo que todos necesitamos una copa.

—Danger, Parnell y yo no tenemos más remedio que aceptar. Y ahora, si todos ustedes se arrodillan les impartiré mi bendición negra y salpicaré con jugo sagrado vuestras jóvenes e inocentes cabezas, buena banda de paganos que son todos ustedes.

—Mac, tú dirías que fui concebido en idolatría. Parnell por error, y tú de ningún modo.

—Sí.

Algunas risitas. Dangerfield se mete en el canguro. Parnell ajusta la cola de alambre. Dangerfield fue elevado a la calle. Un extraño grupo. La cabeza del canguro girando los globitos oculares en las cuencas de celofán. MacDoon con su barba roja apoyado en un cayado de pastor. Parnell golpeando una cacerola vacía con una cuchara. Procesión de santos y bestias. Las catorce absurdas estaciones de la cruz. Paganos.

El mostrador era un río. La cerveza fluía incontrolada. Decíase en la Taberna que nunca se había conocido una noche así. Dublín instalado en Londres. Algunos afirman que los romanos eran hombres de Kerry disfrazados. Charla acerca del descanso y de ver todo un poco más claro y arreglar asuntos. Se extraían conclusiones. Mejor con que sin. Y en el caso de sin mejor aquí que allí. Sed.

Dangerfield sentado sin la cabeza del canguro, todo un espectáculo con el vientre preñado que Mac le había hecho al animal, y el pequeño colgando su cabeza confundida fuera de la bolsa. Se habló de que alguno se metiera en la bolsa y Dangerfield lo llevase para viajar más barato al Soho. Se resolvió que esa noche debían ver el Soho.

La gente salió de la taberna para mirarlos bajar por la calle. Parnell tocando el ritmo fúnebre. MacDoon ejecutando la danza de Bali delante del canguro.

Avanzan lentamente por el centro de las calles. Se abren las ventanas para contemplar el extraño espectáculo. MacDoon arrastra al canguro, usando su largo cayado. Parnell al frente caminando hacia atrás por la calle de Kensington Church, donde una joven arroja una flor desde la ventana de un piso alto. A Notting Hill, donde intentaron cerrar las puertas, y Parnell lo impidió con el pie. La calle de Bayswater. Oh, realmente fantástico. La danza de la trinidad idiota. Un policía dijo vamos vamos muchachos, cálmense y ellos dijeron por designación de Su Majestad el Rey y el policía gigantesco detuvo el tráfico para que pudieran pasar sin riesgo. MacDoon ejecutando el brinco del duende. Diversión para la fatigada Inglaterra. Y un sombrero que se llena de peniques. En Marble Arch, agobiados por el peso del dinero, lo meten en la bolsa del canguro de modo que era necesario arrastrarlos, tan cargados de oro y éxito. El más absurdo circo callejero que el mundo ha visto jamás.

En Arch subieron a un ómnibus. Una mujer, que tenía unas largas y peludas orejeras de piel de conejo, se volvió y vio al animal sentado detrás, y gritó, y todos los que estaban en el piso superior del ómnibus clavaron los ojos en la bestia. En Tottenham Court con la bolsa rebosante de peniques tuvieron que sacar a la bestia arrastrándola con la ayuda del guarda. MacDoon dijo que no había visto nada parecido desde la noche en que dejaron salir el ganado de los mercados antes del alba y Dublín desbordaba de mugidos de vacunos y la ciudad se paralizó y algunos dijeron que después Dublín nunca fue la misma.

Costearon la plaza del Soho y luego entraron por la calle de los Griegos y se metieron en una taberna.

El canguro charlaba frente al mostrador. Elevó su voz en una canción.

Díganme británicos

cómo saben

que les gusta

este Soho ho.

Ni alegría ni bebida

cerdos inútiles

me gustaría saber

por qué les gusta

este Soho ho.

Se oyeron algunos gruñidos y rezongos y MacDoon dijo vamos Danger esta gente es buena gente bebiendo sus tragos.

Gruñen y rezongan

escupen, se fruncen

estos pobres cerdos

Oh Dios, qué apestosos.

Se pusieron de pie. Catorce en total avanzando hacia el canguro que cantaba venid todos los fieles. El moreno y bruto Parnell sobre ellos. Empezó la cosa.

Parnell aferró al tipo de adelante y sosteniéndolo un instante sobre la cabeza lo arrojó contra la turba que avanzaba. MacDoon giraba el cayado sobre su cabeza y dijeron agarren a ese bastardo de helicóptero y Mac rompió limpiamente la nariz del hombre. El canguro extendió la mano sobre el mostrador y estaba vaciando una botella de gin cuando desde atrás descargaron una silla sobre su cabeza. El canguro cayó al piso, los brazos y las piernas abiertas. Parnell atacó desde todos los costados mientras MacDoon los aferraba con la empuñadura del cayado y los enviaba al suelo. La casa temblaba. Quedaban ocho de los catorce, seis inconscientes y pisoteados. MacDoon cayó y estaban pateándolo y él los aferraba por los tobillos con el cayado y los derribaba. Estaban empujando a Parnell hacia la puerta y gritaban estos condenados intelectuales de Oxford creen que pueden llamarnos cerdos. Echaron a Parnell y aseguraron la puerta. Arrastraron la figura inconsciente de MacDoon para tirarlo a la calle, diciendo le ajustamos las cuentas al grandote, no lo intentará otra vez. Afuera un gran alarido de guerra. Se volvieron hacia la puerta. Otro alarido de guerra y una voz gritando allá voy. La puerta parda manchada de vómito se abrió con un quejido de goznes y madera astillada. La puerta cayó en pedazos en el salón. Parnell, el rostro cubierto de sangre, la ropa rasgada, desencadenó su feroz contraataque y tres de los ocho restantes escaparon por la escalera gritando este hombre está loco, llamen a la policía. Lo tenían a raya con sillas. Una multitud reunida en la calle. La sirena policial.

MacDoon medio revivido y Parnell arrastrando al abatido canguro por la puerta, trastabillando en la calle. Arrojan a la bestia al interior de un taxi y aúllan en la oreja del hombre aterrorizado, vamos bastardo cockney corre como los mastines del infierno antes de que la ira de los celtas caiga sobre tu cráneo inglés.

El canguro gime que necesita una copa o morirá. No valía la pena vivir la vida si no se podía tomar algo. El chofer del taxi decía que llamaba a la policía si no dejaban de pelear allí atrás, y que mejor fueran al hospital porque estaban cubiertos de sangre.

El taxi se detuvo y se sumergieron en los olores blancos del hospital. Trinidad maltratada. Entrando por los tibios corredores. Las enfermeras salen de todas partes para contemplar el espectáculo del canguro que cojea.

Desde la cabeza caliente podía ver por los agujeros de los ojos a las enfermeras de amplio pecho y la bondadosa monja que llamaba al médico chino. Y esta monja dijo ¿qué pasa? ¿Estuvieron en una taberna? En efecto. Nunca tuvimos pacientes como ustedes, y en realidad están bastante golpeados, pero el doctor hará un trabajo especialmente bueno en su cara, la herida es seria. Parnell es un hombre valeroso. Oh, un tipo brutal, y este Mac, por Dios, podría liquidar a una banda completa de cockneys en plena juventud si no fuera por la sed fabulosa de las jóvenes doncellas inglesas e incluso de otras ansiosas de un trago de su jugo irlandés.

El hospital llamó a otro taxi y con el médico chino, la monja compasiva y trece enfermeras arrancadas de sus camas estuvieron contemplando a la trinidad trágica que salía en tropel por el portón. Pero el canguro, afectado de una ligera locura a causa de su propio viento que se acumulaba en la cabeza del animal y de otras cosas como esa lluvia de gratos dólares de plata, salió por una puerta y entró por otra, hasta que todos estaban corriendo alrededor del taxi, entrando por una puerta y saliendo por la otra. La residencia de las enfermeras poblada de cabezas asomadas hasta que los tres fatigados granujas se amontonaron uno encima de otro, medio ahogados, y se desmayaron, y se los llevaron. La gente del hospital saludándolos.