Desprendo el imperdible. La blusa de la señorita Frías. Este mohoso pullover. Lo dejo sobre la silla. Y pienso que debo cubrir mi desnudez con el impermeable manchado y seguro. Camino sobre la alfombra con los pies desnudos, hundo los dedos en algo horrible.
Abro la puerta, salgo a este amplio vestíbulo. Una doncella aparece por el corredor. Su sonrisa amable y juvenil examina con bastante atención mis tobillos.
—¿Desea una toalla de baño, señor?
—Bueno…
Me siento confundido, me detengo en el vestíbulo en una situación molesta para contemplar la posibilidad de una toalla, porque tal vez mis pies huelen y mis valles íntimos están cargados con depósitos de pobreza.
—Un instante, señor. Son toallas grandes y calientes.
—Bien. Calientes. Sí. ¿Es allí?
—La puerta a su derecha, señor.
—Bueno gracias.
—De nada, señor.
Las rarezas de esta especie. Su sombrerito. Un brinco. Empujo esta puerta impersonal y enciendo la luz. Al fondo, una bañera para bañar el mundo. Tan gorda y lejana y repleta. Una silla revestida de corcho. Canillas. Objetos gigantescos. Me quitaré esta prenda impermeable y tomaré un sorbo de libido. Un poco de esta admiración del ego en el espejo. Vamos, por cierto no estoy del todo mal. Un poco grueso en la cintura. Extraña exhibición de costillas. Flexiono los músculos. Santo Dios. Debo afiliarme a un club de atletismo.
Estaba cerrando la ventanita, mirando en la corriente de aire helado para abarcar todas las ventanas. En esta enorme ciudad. Sé que aquí hay hombres de negocios. Lo sé.
Un golpe en la puerta. De un tipo que se ejecuta limpiamente con los metacarpios.
—¿Señor?
—Un momento.
Abro la puerta. El hombre desnudo. Por favor, no me crea desprovisto de modestia. Joven, ¿no sabe que esta es una actividad peligrosa? Quiero decir, usted me entiende, aquí estamos los dos y un hombre y una mujer. Sinceramente, creo que tal vez no me negaría a poseerla. Por bondad, ya que no por otra cosa.
—Aquí tiene. Una toalla grande y linda. Esas toallitas chicas no secan ni a una hormiga.
—Ja, ja.
—De antes de la guerra, señor.
—Por cierto, muchas gracias.
—Y sea bienvenido, señor.
Cierro la puerta y llevo esta toalla que se parece mucho a una alfombra bastante grande. Y abro las canillas y brota el agua. Me hundo. Me recuesto en este bálsamo cálido. Vengo de muchos años de cansancio y días fríos caminando las calles mal calzado, empujando mi alma educada, deslizándome razonablemente detrás de barriles, paredes y baluartes, jugando oculto y tenso en las orillas y por doquier.
Flotando. No hay nada parecido. Es como la suspensión del cuerpo. Anoche, al bajar del barco. Me preguntaron dónde pensaba alojarme. Bajo un arbusto en Hyde Park. Y al bajar del tren vi los árboles descarnados. Encantado de ver tantas calles. Mañana leo los avisos personales.
Caballero se ausenta por un año, desea relacionarse con persona apropiada, aficionada a la caza, la vida rural, para cuidar una propiedad, personal completo. Debe querer a los animales. Remuneración adecuada.
Más. Más de lo mismo. Les digo que hay abundancia. Y otras figuras erectas y dedos delicados como los míos. Y mujeres altas y descarnadas. De zapatos bajos. Y rosadas por puras. Óxido por honestidad. Soy un pedazo de hierro viejo.
El enorme cuarto de baño está caliente. Me siento sobre el corcho y me seco cuidadosamente los dedos. De pie para realizar una última inspección de mi persona en el espejo. Creo que el vapor la ha agrandado.
Envuelto en el impermeable, y yendo al encuentro de las comodidades. Una gran cama doble, y el lavabo y el espejo reflejando la luz. Una gruesa colcha floreada. Y quizá una alfombra Axminster, cuya semejanza las semejantes del señor Skully jamás vieron. Los irlandeses en efecto tienen esas pequeñas pretensiones. Querido Egbert, ¿crees que todavía estoy detrás de las cortinas?
En la esquina de la cuna al descubierto. Ahora déjenme descansar aquí. Creo que nunca he estado tan desnudo como ahora. Lo hace pensar a uno. En otros. Lilly, últimamente he pensado en ti. No vayas con las monjas.
Extendió la mano hacia el teléfono. Buzz buzz. Click click.
—Por favor, con el señor MacDoon.
—Veré si está en casa.
Con estas máquinas de conversar se oyen muchas cosas extrañas. Aproximación de sus pies de duende.
—¿Hola?
—Habla Dangerfield.
—De nuevo.
—Habla Dangerfield.
—Otra vez.
—Habla Dangerfield.
—Y ahora, por el amor de nuestro salvador que malgastó su sangre Rh negativa por unos pobres infelices como nosotros, ¿no me dirás que estás en Londres?
—Aquí estoy, Mac. Y me gustaría saber si hay violencia aquí. Aborrezco la violencia y a los que deambulan por las calles moliendo a palos a los caídos.
—Apenas cuelgues diré a Parnell, desnudo e hirsuto rey de asesinos, que alerte a los bajos fondos, para que te dejen pasar sano y salvo.
—¿Puedes aguantarme?
—Aguantarte. Exactamente. Puedo, si quieres colgar por el cuello del cielorraso. Entregamos un gancho a todos los invitados. Tengo anillitos en el techo. La habitación tiene nueve pies por once, y admito hasta cuarenta invitados por noche. Su Majestad no lo haría mejor. Por supuesto, yo duermo en una cama. Es un tanto desconcertante ver todos esos pies que le apuntan a uno por la mañana, se tiene la sensación de que lo están pisoteando a uno.
—Mac, ¿dirías que la cosa tiene cierto aire de matadero?
—Eso diría. ¿Cuándo te veremos?
—De inmediato. Sólo tengo que vestirme, para no ofrecer a los ojos del público cierto estado de desnudez.
—¿Sabes cómo llegar aquí?
—Yo diría que sí, Mac. Pero secreto total. Ni una palabra a nadie. En una hora estoy allí.
—Extenderemos la alfombra roja, blanca y azul. En el frente hay dos enormes animales. Mete el puño en la boca del que está a la izquierda, no tiene ninguna intención política, y tira de la lengua.
—Mac, si me muerde jamás te lo perdonaré.
—Adiós.
—Bip bip.
Ah, el buen Dios, oh mi alma, en eso estamos. Soy un padrillo loco. Con los ojos rosados. No te gustaría verme ahora, Marion, ¿eh? No te guardo rencor. Oh no. Me siento perfectamente calmo. Completamente relajado. Pero cuando vengas a mí en Mayfair, después que las cosas sean como deben ser, no trates de agregarte y creas que el asunto volverá a ser tan fácil. No te preocupes. Llegará el tiempo de los infieles y recibirás un buen puntapié en el culo. Dios, qué bien me siento esta noche. Las mejillas sonrosadas. Las aletas de mi nariz se estremecen con la sensibilidad que me posee. Salpicaduras del agua caliente de esta canilla. Este jabón es fragante. Mary, te lavaré con él.
Hubo sonrisas en el vestíbulo. Sin duda, revestimientos de mármol. Afuera, a la vida nocturna. Un tranquilo parque enfrente. Me gusta. Una vuelta por aquí. Y bajo al metropolitano. Todo el mundo enjoyado. Esa chica tiene un lindo vestido gris. Las manos un poco gruesas alrededor de los nudillos. Pero un par de piernas que deben ser hermosas. Confío en que no pensará que la estoy mirando. Porque en realidad me siento muy distante. Estoy mirando tus piernas y me pregunto cómo serán más arriba. O tal vez incluso puedas indicarme cómo llegar a casa de MacDoon. Estos asientos son cómodos. Mantengo así las piernas porque creo que las suelas pueden desprenderse en cualquier momento. De aquí en adelante tengo que usar el paso de arrastre. No es un momento apropiado para que me persigan.
Tantos rostros que mirar. Arriba por esta escalera. Sus piernas son extraordinarias. Debo preguntarle el camino. Indispensable.
—Discúlpeme, pero podría decirme cómo se llega a Minsk House.
—Por supuesto. La tercera calle a la derecha.
—Gracias. ¿No le molesta si le digo que tiene hermosas piernas?
—Bueno, no. Supongo que no.
—Pues cuídelas mucho. Y muchísimas gracias.
—Gracias a usted.
No quiero enredarla. Una chica como ésta merece tener su oportunidad. Sus dientes son un poco chicos, pero parejos y limpios, y yo siempre digo que me los den parejos y limpios, antes que grandes y sucios. El barrio no es feo, ciertamente no lo es. Debo reconocer que MacDoon mantiene su nivel a toda costa y ahora que he visto un poco la ciudad creo que apruebo su actitud. Santo cielo. Debe ser aquí. Y esos leones o lo que sea. No me atrevo a meter la mano ahí, quizá no pueda sacarla. Pero tengo que hacerlo. Bienaventurado Oliver sálvame de los colmillos. Dijo que tirara. Siento algo de lo cual prefiero no hablar. No veo nada por ninguna parte. Tal vez Mac está un poco achispado ahí adentro. Sé que es capaz de las cosas más fantásticas. Oigo algo.
Una puerta se abre y se cierra. Una sombra pasa sobre la pared. Una figura inclinándose sobre un barril. Mete algo, saca algo. Alguien dice algo.
—Eh. Eh aquí, Mac. ¿Eres tú, Mac?
MacDoon. Una figura menuda bailoteando. Afírmase que sus ojos son como las joyas de la corona. Una barba roja puntiaguda en el mentón. Sin duda, un duende. No es posible hablarle muy fuerte, porque puede explotar en el aire.
—Baja, baja, abajo. Baja Dangerfield abajo.
—Mac, en estos tiempos todos mis conocidos bajan. ¿A qué se debe?
—Los tiempos, los tiempos que corren. Y qué tal blandes tu martillo. Por aquí, Danger. En las mandíbulas de la lucha.
Una puerta con una boca alrededor. Los labios rojos y los dientes blancos.
—Mac, esto es terrorífico. Me escupirá indigesto.
—E inmolesto.
—Mac, me alivia estar en Londres.
—Siéntate. Yo diría que tienes cierto matiz de angst alrededor de los ojos.
—Un poquito.
—Ahora cuéntamelo todo. Oí decir que tienen campanas nuevas en el infierno.
Dos sillones hermosos y mullidos. Una estufa de gas de llama azul, y encima un tarro de cola. En las paredes colmillos pegados. Grandes, medianos y curvos y, como dijo Mac, uno a imagen y semejanza. De una cajita de colores llegaban gemidos.
—Mac, por el cielo, ¿qué hay allí?
—Progenie.
—Oh, Dios mío.
—Bueno Danger quiero noticias.
—Bien creo que puedo decir que he recorrido un camino largo, bastante largo. Ahora lo veo en perspectiva. Ha sido duro, perverso y a veces incluso injusto. Digámoslo así.
—Danger, quiero sangre.
—Bueno, por supuesto también hubo un poco de sangre. Un poquito. Y confusión. La de Marion en Withwait con Felicity.
—Una interrupción, Danger. Mira, siempre creí que harías lo correcto y te apoderarías de una de las alas de Withwait Hall. En Dublín siempre supusieron que ese sería el curso natural de los hechos. Pensábamos que era mera cuestión de tiempo que el sentimiento de culpa impulsara al suicidio al almirante Testarudo Wilton, y que la vieja lady Wilton fuera enviada inmediatamente a Harrogate para recuperarse del golpe, mientras tú vendías los derechos de caza y te convertías en señor de Withwait. Ahora se necesita estilo, Danger.
—Mac, estoy de acuerdo. La muerte podría hacerme muchísimos favores.
—Y hemos oído que el viejo Dangerfield no está bien.
—Es verdad Mac y debo decir que esa situación agrava mi ansiedad. Me siento realmente jodido. Afirman que soy un apóstata. Dicen que he intentado salvar mi propio pellejo, bastante mancillado. Aquí estoy reducido al acento. Ni fuego ni hogar. Pero el hecho de estar aquí me induce a sentir que aún hay esperanza. Y te diré lo siguiente. Aunque me han tratado muy mal no olvidaré a quienes me extendieron la mano. En este mismo momento Tone Malarkey está detrás de sus baluartes. Creo que si Dios alguna vez lo aceptase en el paraíso no lo dejaría salir jamás. Y pienso que en secreto está planeando obtener algunas libras y comprar bloques de cemento y amurarse con un túnel que descienda hasta los Daids, para ir a buscar su cerveza. Dice que las piezas de su corazón que bombean son carborundum puro. Bueno, los dos sabemos que es una sustancia bastante dura, incluso en vista del actual y vertiginoso avance científico. Tone dijo que llegó a ser como es comiendo salmón vivo extraído del Shannon. Y Tone es el único hombre que conozco que jamás ha dicho una mentira.
—Danger, debo reconocer que lo que dices es cierto.
—En nombre de Dios, Mac, ¿qué es eso?
—Je, je.
Mac levantó de un montón confuso a los pies de su cama la cabeza de un canguro. Se la puso sobre el cráneo y la bamboleó. Se metió en el resto del cuerpo y bailó alrededor del cuarto.
—Mac, creo que es magnífico.
—Mi traje de beber. Y aquí, un regalito que estoy seguro apreciarás.
Las manos de Mac sobre una pequeña reproducción parda de la cabeza del Bienaventurado Oliver.
—Mac, creo que nunca sabrás cuánto aprecio o necesito esto. Los dientes son perfectos. La parte más importante de Oliver. Eeeeeeh y E por esfuerzo. Ayúdame a difundir el justo nombre de Oliver entre las almas que no tienen en sí mismas ni siquiera un gramo de Dios.
—Fabriqué los dientes con una tecla de piano.
—Milagroso.
—Úsalo.
—Así lo haré. Y ahora Mac debo preguntarte si es verdad que ambos tenemos boca.
Suben y pasan por las mandíbulas, y salen a los árboles grises y la noche. A lo largo de las calles húmedas y vacías. Enormes ventanas y un criado que viene y corre las cortinas. Un gran automóvil negro se desliza al costado, y los neumáticos murmuran en la calle.
—Mac, es agradable ver esto.
—Concuerdo Danger.
—Y durante años no he visto tanta riqueza. Realmente años. Y la necesito. La necesito.
—Y aquí Danger está la Cueva del Oso, pero primero debo mostrarte enfrente algo que sé te impresionará.
MacDoon condujo a Dangerfield a lo largo de la calle. Se detuvieron frente a una fuente y una entrada en el muro. Un poema.
Dios
bendiga
a los
pobres.
—Mac, confío en que no te sentirás molesto si me arrodillo aquí y murmuro una breve plegaria desde el pavimento. Una cosa muy bella. Si más gente pensara así, ¿habría luchas? ¿Disputaríamos? Te lo pregunto, ¿disputaríamos?
—Danger, sólo puedo decirte que me han encomendado diseñar corpiños cuyo realce infundirá renovada lascivia en los corazones de estos ciudadanos.
Las luces cálidas atraviesan las ventanas escarchadas. Entran en el salón con sus flores y las pilas de sandwiches. Las sillas y las mesas lustradas. Gente de cierta clase con perros. MacDoon trajo los dos vasos de cerveza y los depositó sobre la mesa reluciente. General sensación de sed.
Dangerfield se recostó en la silla, plegando las piernas bien metidas bajo la mesa. Sonrió.
Sentados charlando de Dublín cuando era la Roma del mundo, oh, sus pequeñas acechanzas y desesperaciones. De Clocklan que abandonó el barco. MacDoon se refirió a las severas exigencias de la mujer, y cómo estaba empezando a desear que pudiese verse libre de todas o que lo tuviese tan grande que debiera ser transportado por la Brigada de Bomberos de Londres, para usarlo en los grandes incendios.
Y estos perros. Animales felices y hambrientos. Si tuviese por lo menos uno. Sé que ensucian las calles y a veces son repugnantes unos con otros y los jardines de las aldeas. A pesar de la indelicadeza deseo uno. Preferiblemente de buen linaje y pedigrí que armonice con el mío. Y debo reconocer, MacDoon, que eres extraordinariamente buen mozo con tus manos finas, y aquí estás chapuceando en esta ciudad interminable. Quizá Mary pueda posar para ti cuando diseñes los tamaños grandes. Y llevar a casa el tocino, a un lindo y elegante cuarto con una hermosa cocina de gas y alfombras colgadas de las paredes, donde yo pueda sentarme como un detective, fumando una pipa y descansando los pies. Leeré libros, me lustraré las uñas. Nada me importa de los codiciosos. Creo que tomaré otro baño antes de despedirme y meterme en la cama.
Se separaron en la estación. Donde los trenes rojos entraban y salían. Concretamente, en Earl’s Court. Y viajo en estos hermosos vagones, mirando a todo el mundo. De retorno al hotel, y a deslizarme cansado en la pesada cama. La cara sobre la almohada, cubierto por las mantas. Y los autos chirriando en las esquinas, allí abajo.
Con velas desplegadas. Vi las luces de Holyhead. El sombrío Liverpool. Y los pájaros inmóviles encima de ese edificio. Algodón, carne y granos. Desde el puente miro abajo, los rostros aterrorizados del reconocimiento. Seguro únicamente en el mar. Desayuno, un periódico de tres peniques, y mirando a todas esas chicas de labios rojos y ruleros. Estoy solo. Y tomé el tren. La tierra era gris. Y cuando llegué aquí todos los demás ocupaban grandes automóviles y taxis por todas partes, y yo no tenía a nadie y recorrí la plataforma preguntándome qué hacer. Veo que a todos los reciben con besos.
Y no
uno
para mí.