Dicen que frecuenta este lugar gente de letras y cultivada conversación, y lo llaman Palacio. Me mantengo fuera de la vista. En el bolsillo un billete comprado a la British & Irish Steam Packet Co., Ltd. Garantiza que ésta mi carne será depositada en una costa civilizada. A las ocho de esta noche. Orden de entrega firmada y sellada.
Sebastián terminó su cerveza. Salió de la taberna y pasó rápidamente bajo el portal del Banco de Irlanda. Si este lecho llegara a derrumbarse, chicos, ni siquiera Skully podría encontrarme. Corriendo por la calle, pasa el portal principal de Trinity. De pie frente al tablero de información. Nunca se sabe. Quizás un mensaje de Dios. Espía en la vivienda del portero. Todos los ocupantes sonriendo y frotándose las manos en torno de un lindo y agradable fuego en la chimenea. Usando bonitos uniformes negros. Dispuestos a ofrecer su poquito de esperanza o ayuda.
—Buenos días, señor Dangerfield.
Muchachos, les ofrezco mi mueca de culpabilidad y péguenla en el tablero porque pronto dejaré de necesitarla. Y buenos días colmados de lonjas de tocino y huevos frescos de las rabadillas calientes de los pollos con café borboteando en el hogar al compás de las sabrosas salchichas que se abren en la vieja sartén. Buenos días, ¿y cómo están ustedes? Saludo de estudiante. Vengan, síganme, estudiantes. Aparten las narices de las hojas de papel y huelan un poco este aire. Ustedes no querrán esta seguridad, es malo para la digestión. Quieren algo mejor. Afuera, bajo los árboles. Soy el gaitero. Bip bip. Ustedes, los del desván, el trasero blanco de estar sentados. Alto. Eh, paren. Un golpecito de timón a la derecha. A la izquierda no está de moda. Los veo a todos allá en sus ventanas antes del alba, cuando creen que nadie mira, extendiendo las manchas de orina de la pared al suelo. Dicen que ha madurado la piedra. Afirman que al vicedecano le pegaron en la cabeza con una bolsa llena envuelta en el Irish Standard. Y no crean que me olvidé cuando me invitaron a beber té y nos sentamos alrededor del fuego invernal, cordiales y llenos de pasteles.
Dangerfield avanzaba a brincos, usando el paso rotatorio. Recorría el sendero de cemento al costado de la biblioteca. Mi púrpura pasión, mi rosado colgante. Trinity cubierta por una bella y suave lluvia y sus suaves alfombras de pasto. En los umbrales hay botellas de leche que me bebo. Son útiles después de la borrachera. Y allá la imprenta, al fondo de la calle oscura y plateada, donde imprimen los exámenes. Mis pequeños y torturados sueños de meterme a ver. Y a lo largo de esta verja de hierro con la cadena de poste a poste y los remaches de minúsculas espiras. Y los árboles de la plaza. Las ramas extendidas como cabellos sueltos. Y los faroles y adentro el vidrio reluciente. Los raspadores de metal en los porches de granito. Las gaviotas que descienden de los edificios de piedra y se posan en la calle gritando. No hay mundo afuera. O corazones hervidos en dolor. U ojos moribundos astutos y crueles. Ni palas hundiéndose premiosas en el suelo en busca de oro. Solamente comepapas.
Pasó frente a él un profesor de bata, seguido por un gato gris. Las piernas del piyama verde y blanco recogiendo una línea de humedad y los pies azules calzados en chinelas. El profesor asintió, un poco temprano para sonreír. Hundo mi cabeza. Lo veo subir los escalones y entrar en el vestíbulo de piedra con sus piernas solitarias y académicas y detrás el gemido lácteo del gato.
Arriba en las ventanas veo cosas que me hacen sentir que soy un turista. Veo un hombre con barba detrás de la grasa y el vaso manchado de vapor. Vierte té en cacharros o algo parecido. Me da un poco. Creo que lo conocí en el Movimiento de Estudiantes Cristianos. Un tipo robusto y animoso. Oh, recuerdo haber leído al respecto en el calendario. Decía que el Movimiento de Estudiantes Cristianos es una fraternidad de alumnos que desean comprender la fe cristiana y vivir la vida cristiana. Este deseo es la única condición de la afiliación. Les ruego me permitan pertenecer a la entidad. Conocí allí a ese hombre. Es posible que olvide muchas cosas. Me acerqué al Movimiento de Estudiantes Cristianos con el corazón abierto y la boca también. Y me detuve en la puerta del número 3, tímidamente atento a la salvación. Un joven de cabellos rubios y rizados se acercó extendiéndome la mano en un saludo cálido y firme. Bienvenido a nuestra pequeña sociedad, entre, lo presentaré. ¿Estudia derecho? Lo he visto en la Universidad. Formamos un grupo muy pequeño. Esta es la señorita Feen, la señorita Otto, la señorita Fitzdare, la señorita Windsor y el señor Hindes, Tuffy y Byrne. Ahora, permítame ofrecerle una taza de té. ¿Flojo o fuerte? Flojo, por favor. En el rincón un recipiente con agua sobre un mechero de gas, arrojando vapor al aire de la tarde. Un piano. La señorita Fitzdare tenía un vestido liviano de suave lana gris, y cuando pasó bajo mi nariz estremecida, un perfume invernal. Me ofreció una torta de crema y me preguntó ¿es la primera vez que viene? Sí, la primera vez. Me pareció encantadora. Mientras decía no muchos universitarios demuestran interés, me incliné y le dije tiernamente, un grupo cordial. Intentamos serlo. Oh, creo que lo consiguen admirablemente. Deseo muy vivamente asistir a las reuniones de oración. Puse en acción mi halo y ella dijo que estaba tan contenta y a usted le gusta el canto. Por supuesto la canción es para mí. Por favor diga algo más, señorita Fitzdare. Tenemos algunas voces excelentes en el grupo. Y usted, señorita Fitzdare, ¿usted canta? Conmigo. A veces, quizá. Pase otra vez bajo mi nariz. Salí esa noche a los olores fríos de Dublín y las últimas rayas de luz. Bajé por la calle Dame con esperanza y un corazón macizo. En este grupito cantándome notas altas y retorcidas. No totalmente de acuerdo en todos los aspectos, pero por lo menos reconfortado por sus caras bondadosas y consideradas, los ojos vivaces. Los quería tanto.
Caminó entre las esquinas de dos edificios, al fondo del Teatro de la Reina. Sentía que todo estaba cerrado por el invierno. Este callejón y nunca había visto el lugar. Una noche trepé al montículo alfombrado de pasto al lado del campo de juego y lloré entre las rodillas. Y los sábados por la tarde venía aquí a mirar cómo se rompían unos a otros la cabeza persiguiendo una pelota. Apenas algunas personas en los bordes del campo, con bufandas y cuellos levantados. Al fondo están los edificios de ciencias donde mezclan las cosas para que hagan bum. Y el Departamento de Botánica y las bonitas flores. Debe ser agradable conseguir un diploma cultivando plantas. Y la sala de exámenes. Solicitar permiso para vivir. Mejor que la mayoría. El edificio de Física donde gasté un chelín para entrar en la Sociedad del Gramófono. Fría pero agradable. Y más allá de las canchas de tenis el edificio de Zoología. Tienen una impresionante colección de insectívoros y un elefante en medio del salón. Subí los escalones y oprimí el botón reluciente de los visitantes y vinieron a guiarme en una recorrida. Y después de las clases de derecho me acerqué a este pequeño museo para mirar los murciélagos. Podría decirse que tenía muchas y fantasiosas actividades. Los animales embalsamados son mi especialidad. Y el pabellón de los deportes. Aquí jugué el extraño juego de tenis con Jim Walsh. Tampoco sabías eso. Y la bañera de agua fría fría. Los tipos rudos del rugby se zambullen mugiendo. Yo me contentaba con quedarme bajo la ducha hasta que estaba agradablemente escaldado.
Sebastián pasó bajo el arco de la entrada posterior del Trinity College. Cruzó la calle Fenian entre las audaces maniobras de carros y automóviles. Caminaba con la cabeza inclinada, y de tanto en tanto levantaba los ojos para examinar el territorio que tenía al frente. Calle Merrion arriba y el sol salía iluminando los edificios del gobierno. Secretarias con matutinos meneos de caderas en los umbrales. Todos sus labios rojo vivo. Chaquetas rojas sobre sus amplias espaldas. Pasan hombres de abrigo oscuro. Y la nariz roja, y las manos ásperas y rojas. Muchachas con tobillos púrpura. Continúo. Más rápido. Sobre el Baggot Inferior. Un rápido giro a la derecha, subo por Pembroke y alrededor de la plaza de bonitas puertas georgianas. Crucé la plaza Fitzwilliam y de pasada toqué las verjas de hierro. Hasta que abrí un estrecho portón y bajé los escalones empinados. Golpeo. No hay respuesta. Trasmito el S.O.S. en la ventana. Seguro que vendrá. Sé que Tone es un as del mar. Se enciende la luz. Se abre la puerta y Tony Malarkey se asoma.
—Dios mío, Sebastián, tenía que asegurarme.
—Y con mucha razón. Hola Tony.
—Hace semanas que no contesto la puerta.
—¿Problemitas con el dueño de casa?
—Estoy jodido. ¿Cómo te va? Entra mientras cierro.
Sebastián esperó detrás de Tony, mirando mientras su amigo cerraba la puerta y ponía en su lugar una sólida tabla, asegurándola con varias cuñas.
—Caramba, qué bueno, Tone. Excelente.
—Oh, Dios mío, todo esto me ha quitado diez años de vida. Ya no se contentaban con golpear, querían echar abajo la puerta. Trabajé toda la noche y a la mañana estaba listo. Vinieron con dos policías, tipos fuertes, pero no pudieron moverla. De modo que estaban allí murmurando con sus malditos papeles y yo detrás de la puerta dispuesto a enviar a la luna la primera cabeza que asomara. Malo para los chicos, no podía dejarlos salir.
—Pero, Tone, ¿qué pasó?
—Saqué todo. Envié al campo a Terry y los chicos. Y hago guardia en esta tumba, por si renuncian al deseo de echarme. Es buen lugar, ¿no te parece?
Sebastián se sentó en el alféizar de la ventana. Tony apoyado contra la cocina, sonriendo, los brazos cruzados, un par de zapatos de cuero crudo en los pies cruzados. El cuarto desnudo, con su único cacharro colgado sobre la cocina y las voces de los dos haciendo eco en las paredes espesas y húmedas. Mirándose uno al otro. Dangerfield doblándose hacia adelante, chillidos. Tony echa atrás la cabeza y ríe. Las ventanas se estremecen.
—¿Te parece, Tone, que esto es eterno? ¿Qué opinas ahora?
—Dios, lo creo, y ni siquiera me queda una bala para el arma.
—¿Me parece que te vendría bien dormir un poco, una siesta en el «Nevin»? Aquí yace el cuerpo de Tone que dejó sólo un gemido. ¿Qué te parece?
—Sebastián, estamos acabados. Este mes ha sido realmente el peor. Cuando las cosas andan mal uno piensa que no pueden empeorar. Y luego se jode más. Y se quedan así hasta que uno está tan cansado y acabado que ya no puede seguir preocupándose. Así son las cosas. Tan podridas que uno tiene que animarse o morir. Clocklan tenía razón, esa puta. Allá arriba, negociando las nubes de Dios.
—Kenneth me contó.
—Así hay que hacer. Una botella de Jameson y al agua. Estuve leyendo en los diarios para ver si el viejo putañero aparece en alguna costa. No me extrañaría que el verano próximo se presentase en una playa para asustar a unos pobres chicos indefensos.
—Tone, ¿crees realmente que se tiró al mar?
—No sé qué pensar. Después nadie oyó hablar de él. No me sorprendería que estuviese en cualquier lado, por ejemplo en Cardiff, montándose alguna vieja bruja para sacarle unas libras. O’Keefe se marchó al fin. Qué vergüenza.
—En alta mar.
—Qué lástima.
—Bueno, Tone, ¿qué piensas hacer?
—No tengo la más putañera idea.
—¿Dónde duermes?
—Ven, te mostraré. Te reirás.
Sebastián lo siguió por el largo corredor, y sus voces resonaron con el eco de los cuartos oscuros y profundos. Sebastián se detuvo en la puerta. Malarkey se acercó a la pared y raspando un fósforo sobre la piedra rugosa encendió un pico de gas.
—Jesús retorcido. Caramba Tone, es un poco fantástico.
—Sabía que te reirías.
En esta habitación larga y rosada. En los dos extremos enormes pernos de riel hundidos en la pared, sosteniendo gruesas cuerdas de las cuales colgaba una hamaca gigantesca revestida con un abrigo negro.
—Tone, que el Bienaventurado Oliver ruegue por todos nosotros.
Con un brinco rápido y ágil Tony aterrizó en el centro del gigantesco lecho negro. Extendió la mano.
—Sebastián, pásame esa cuerda que está sobre la pared.
Sonriendo, Malarkey tiró de la cuerda de modo que se acercó a la pared, y luego dejó que se le deslizara entre los dedos. La hamaca se balanceó suavemente hacia adelante y hacia atrás. Desde la puerta débiles chillidos animales de Dangerfield.
—Tone, si no estuviéramos en las Catacumbas, si no estuviera aquí en este pozo, con un tipo honesto como tú, diría que son mentiras lo que veo, pero como lo veo y lo miro, tengo que creerlo.
—Sebastián, te diré una cosa. Habría perdido la chaveta si no fuera por esto. Es lo que me salva. No tenía dónde dormir y solamente este abrigo y basura. No podía descansar bien en el suelo con la comunidad suburbana de ratas. De modo que con el abrigo que me regaló un norteamericano rico y esta cuerda que encontré mientras buscaba algo que empeñar me puse al trabajo.
Tony levantó el abrigo.
—Trencé sogas con viejos pedazos de cuerda y trapos. Usando el calor del gas.
—Tony, tienes tanto seso que nunca llegarás a nada.
—Seguramente, Sebastián. Dime, ¿qué hay de nuevo?
—Me voy a Londres.
—¿De veras?
—Esta noche, en el vapor de la Carrera.
—¿Qué ocurrió?
—Es tan complicado que no lo sé.
—Parece razonable.
—Tone, nos están arrinconando.
—Hace un año que quieren sacarme de aquí y todavía no lo consiguieron. Es mi única satisfacción en la vida. Joder al dueño de casa. Pero te digo una cosa, Sebastián, mientras quede una papa en Irlanda, no me vencerán. Habrá un montón de caras rotas antes de que yo esté acabado.
—Así se habla, Tone.
—Pero los chicos. No sé qué haré. Necesitan un lugar donde vivir. Tengo que encontrar algo. Conseguir un poco de dinero. Bastarían unas libras para comprar una granjita en los Wicklows.
—Podrías ser pistolero.
—Sebastián, no puedo.
—Tone, el orgullo te domina.
—Me tiene bien agarrado de las pelotas.
—Tony, creo que un trago nos vendría muy bien.
—Creo que tienes razón por primera vez desde la última ocasión en que lo dijiste.
—Espera, usaré tu baño.
—No puedes.
—¿Qué pasa, Tone?
—Dios mío, arranqué esa porquería y la vendí en el puerto por treinta chelines.
—Por los dientes de Dios.
—Y también un buen pedazo de plomo, conseguí ocho chelines y tres peniques.
—Siempre lo mismo.
—Estoy desesperado.
—Vamos, Tone, dime una cosa. Interés profesional. ¿Cómo llevaste al puerto una cosa así?
—En el cochecito. Le até una cinta. Almohada y frazada.
—Tone, podría decirse que hemos llevado algo más que bebés en los cochecitos.
—Terry tuvo un ataque.
—¿Cómo está?
—Muy bien.
—¿Y los chicos?
—No tienen idea de lo que pasa. Todo es magnífico. Una belleza de chicos. Solamente necesitan amor y comida.
—Y mientras quede una papa, ¿eh Tone?
—Eso mismo.
—Creo que ahora viene el trago. Es el momento de beber.
Se detuvieron en la puerta del frente. Tony manipulando sus complicadas defensas.
—Sebastián, mira esto.
Tony ajustó la gruesa tabla sosteniéndola perpendicularmente a un costado de la puerta. Sebastián salió, observando con interés. Tony cerró fuertemente la puerta. Adentro, el sonido de la tabla que ocupaba su lugar.
—Por el amor del B.O.P.
—¿No te parece bien?
—Tone, no me gustaría tenerte de enemigo. ¿Cómo entras?
—Ahora, mira.
Tony abrió la puerta del depósito de carbón. Metió la mano y exploró cuidadosamente la pared, sonriendo. Sacó una cuerda.
—Esta cuerda atraviesa la pared, y uno tira hasta que la tabla descansa sobre el marco de la puerta, y entonces adentro. Me costó mucho trabajo.
—Tone, alguien me dijo que puedes aguantar sesenta mil voltios en un oído y sacarlos por el otro mientras cantas Adelante soldados de Cristo.
—Maldito sea, ¿quién te dijo eso? No quiero que ande circulando ese rumor.
—Eh, venceremos. A vencer y vencer y vencer. ¿Me oyen? Venceremos.
Partieron en dirección a la calle Baggot Inferior. Entraron en el edificio de la esquina. Malarkey usando una bufanda púrpura con minúsculas rayas amarillas y verdes dispuesta cuidadosamente para ocultar prendas que habían visto mejores tiempos en la espalda de un rico norteamericano. Dangerfield sosteniendo su impermeable de mujer cerrado con un gran imperdible para bebé.
—Sebastián, he oído decir en fuentes dignas de crédito que has estado aprovechándote un poco de tu pensionista.
—Tone, no te entiendo.
—Astuto putañero.
—La señorita Frías piensa ingresar en las carmelitas.
—Quieres decir en la camita.
—Tone, en beneficio de tu paz mental te aseguro que ningún comercio, carnal o de otra clase, ha existido entre nosotros. Por lo contrario, la señorita Frías y yo con frecuencia hemos asistido juntos a la bendición. Hemos recibido el agua bendita en los cachetes. Los de la cara. Sabes que tiene una voz muy bella. Un poco tirando a barítono, pero con sentimiento. Sí, sentimiento. Pone todo su corazón en el canto. Canta desde lo más hondo.
—Si tú no estuviste montándote a la señorita Frías día y noche y sobre todo de noche, estoy dispuesto a renunciar de por vida a las copas y las apuestas.
—Eeeeeeh.
Después de recoger los peniques del vuelto, se trasladaron a una taberna de la calle Baggot. Sebastián, que afirmó sentir la amenaza de un ligero escalofrío, bebió varios brandies dobles.
—Sebastián, sabes, tengo que conseguir una granja apenas consiga un poco de dinero. El único modo de vivir. Se gana mucho.
—Tone, creo que confías demasiado en la granja. Cuando la tengas estarás en pie al alba alimentando los cerdos y a algún toro ansioso de encontrar un buen trasero.
—Es cierto.
—Tone, lamento marcharme.
—¿Qué importa?
—Cierta tristeza. La nave general. Pero necesito el cambio. Sobre el agua, y muy lejos. Adiós a los campos verdes. Es extraño, Tone, que tú, descendiente directo del monarca original, te aferres tanto a tu país. Sin tierra ni papas.
—Si no fuera que mi vieja sangre es azul hace mucho que la habría vendido en el hospital.
—Pero, Tone, nunca la mezcles. No lo hagas jamás. Llegará nuestro día. Tenemos que prevenirnos del hambre y unas pocas cosas más, y llegará nuestro día.
La sagrada hora de las dos y media en que las tabernas aseguran las puertas con grandes defensas de hierro para evitar la entrada de los sedientos. Fueron al cine Green, se sentaron frente a una mesa blanca y engulleron fuentes de tocino, huevos y papas fritas. Cuando salieron se había atascado el tráfico. Las cabezas asomaban por las ventanillas de los automóviles y sonaban las bocinas. En el extremo de la calle un hombre enorme y grueso estaba tendido en el suelo, y se dormía. Algunos afirmaban que estaba bebido. Otros que intentaba oír el pulso de la ciudad. Sebastián bailoteó y aulló. Los diarieros mezclados con la gente le preguntaron qué hacía. Hijito, la danza del perro.
Descendieron por la calle Grafton con el tropel del viernes y pasaron al lado de los clientes que esperaban entrar en el cine. Sobre la ciudad un cielo encapotado. Oscuro, muy oscuro. Resplandece de lámparas en el café del cine Grafton. Mi refugio. Las bicicletas incorporándose al tráfico atascado, y la situación generalizándose sobre la ciudad. Las tabernas se llenaban con una turba de hombres que se pasaban la manga por la nariz y tenían sabañones en los nudillos. Los barmen, trabajando a presión. Sirviendo a las voces tocadas por la audacia del día de pago, y las bocas calladas el lunes. Y ahora bajamos por la calle Wicklow porque aquí hay una taberna que siempre me pareció muy especial. Sus caobas o sus barriles son insuperables. Cuando entro el encargado se muestra amable conmigo e incluso me ha preguntado si yo iba al teatro. Por una vez no mentí derechamente y dije que no. ¿Qué digo cuando miento? Les explicaré. Digo que mi nombre es Patosky y que vengo del Oesky cada año Bisiesky.
Dangerfield extendió la mano hacia el hombre para recibir dos espumosos vasos de cerveza. Se retiraron a un rincón. Depositan los vasos en un estante. Tony extrae una caja de colillas.
—Santo Dios. Tone.
—Las saqué de la chimenea de un norteamericano en Trinity. Las tiran grandes.
—Déjalas. Déjalas. Tone. Y permíteme invitarte en un momento de largueza.
Inclinados sobre los cigarrillos y la cerveza. Hay un momento en la ciudad de Dublín en que el vidrio tintinea. La desesperación matutina y la agonía pasiva de la tarde florecen en una jalea de alegría. Y después, cuando se derrite, lo baña todo. Contemplé el rostro de Tone, es decir a Irlanda.
—Tone, qué harías si consiguieses dinero. Mucho dinero.
—¿Quieres la verdad?
—Quiero la verdad.
—Primero, hacerme un traje. Luego voy a las Siete T y pongo un billete de cien libras sobre el mostrador. Me lo bebo todo. Envío cien libras a O’Keefe y le digo que vuelva. Incluso, si me emborracho lo suficiente, pongo una placa en la vereda, la esquina de Harry y Grafton. Percy Clocklan, conservador de camas, que aquí se tiró un pedo. R.I.P. Luego, Sebastián, arranco de College Green y camino metro por metro de allí a Kerry, emborrachándome en cada taberna. Me llevará cosa de un año. Luego llego a la Península Dingle y salgo al extremo de Slea Head, liquidado, mojado y sin dinero. Me siento ahí y lloro en el mar.
—Tone, agarra esto.
Dangerfield depositó un billete plegado de una libra en la mano de Malarkey.
—Carajo. Gracias Sebastián.
—Adiós, Tone.
—Buena suerte.
Apretón de manos. Sebastián vació su vaso. La mano al frente buscando espacios entre los abrigos, y una salida a la calle. De pie en la esquina. Levanta los ojos hacia el cielo sombrío y encapotado. Se abrocha el impermeable alrededor de la garganta. Para contener las corrientes de aire que se filtran. Y las manos en los bolsillos húmedos y fríos. Mientras trato de producir calor frotando los peniques. Tengo un pasaporte. Me quedan dos horas. He visto putas caminando por esa calle. Ahí adentro venden vajilla. Y la gran ventana oscura del herrero. Piensen cuántas palanganas, miles de caños de cobre, bañeras y cortadoras de césped. El lugar me encanta. Quiero morir en un distrito rural, con el cementerio no muy lejos. Para mí el campo. El último viaje campestre. Un ataúd sin manijas. Lo único que pido no lo claven demasiado fuerte.
Sebastián entró por la puerta lateral del Caballo Herido. Bajó un Power’s Gold Label. Se acercó un hombre de atuendo británico y hablando francés. Le dije que mi bilis era verde. Dijo usted habla francés. Guu guu comepapas.
Afuera. Calle arriba. Bajo los escalones. Espío por la ventana. Golpes en la puerta. Sus chinelas arrastrándose. Un gesto de vacilación. Ahí adentro hay carne que apreté contra la mía. La lamí, pellizqué, apreté, le hice cosquillas. Oh sí, su ronroneo. Y cuando he sentido un trasero como el suyo no lo olvido muy pronto o nunca. Te pido corazón que dejes de latir como los martillos del infierno. Aquí aparece su cabello por la puerta.
—Yo.
—Oh.
—¿Puedo pasar? Por favor. Sé que soy el hombre grande y malo. La gran bestia. Todo eso. Lo sé. Pero.
—Hiedes a alcohol.
—Chris, que Dios me bendiga, como a cualquier buen papista romano.
—Entra. Siéntate. No necesitas quedarte de pie. Siéntate. No quiero que me usen. Como un zapato que te pones en el pie. ¿Por qué no viniste antes?
—Salgo para Londres en el vapor de la carrera dentro de una hora. Alégrate.
—No quiero animarme. Con tu alma de piedra.
—Ujú. Espera un minuto. Vamos, no quiero que te sientas así. Por favor. Y no es de piedra. Quizá de yeso o de jade.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? Tu vida era un embrollo, y hubo algunos malentendidos.
—En efecto. Ahora te lo ruego. Ven, bebamos una copa.
—No.
—Vamos, por favor.
—¿Qué crees que soy? Aquí un día tras otro. Sola. Esperando que llegases. Ni una palabra. ¿Te parece bonito? ¿Qué sabes de los sentimientos de una mujer? No sabes nada de la vida.
—Conozco la vida. También yo estoy en este baile.
Ella se volvió y alisó una bombacha. Pasó la plancha sobre el encaje. Plegó la prenda y la depositó sobre la pila de ropa limpia. Sebastián se sentó, el rostro preparado para escuchar. Con los codos descansando sobre las rodillas. Las piernas dobladas para mayor comodidad, una actitud de relativa desesperación, y el mentón descansando en la palma de la mano.
—¿No podías haber escrito?
—Pensé hacerlo.
—Y ahora vienes a decirme que te marchas. Así no más. ¿Nunca sufriste? ¿Nunca te sentiste miserable?
—He cometido errores. Y nunca sé cuándo los pagaré. No soy insensible. Si pudiese ponerme al día. Repararía todo lo que te hice. No olvido cuando la gente es buena conmigo. Pero cuando corro peligro de que me claven una lanza en el trasero, me atrapen y me castiguen, tengo que hacer lo que puedo. Empezaré de nuevo en Londres. Me llegará algún dinero, del otro lado del mar. No soy mala persona.
—No seas tan tonto.
—Irlanda ha sido demasiado para mí. Me acosan e insultan. Puedes venir a Londres.
—Escríbeme.
—¿Vendrás? Por Dios, ven.
—Escríbeme. Ese abrigo es ridículo.
—Mi manto mágico. Un besito.
Un beso en el sótano solitario. Pasos en el vestíbulo. Retiene una de sus manos, que ahora se ha ablandado. Concerté la paz. Arriba y afuera. Una última mirada. Adiós.
Un golpe de viento y lluvia me azota la espalda. Ahora cruzo la calle para subir al ómnibus tibio e iluminado, y sumergirme en su interior. Veo a Chris cerrando la puerta. La campanilla del guarda y el aire cálido y húmedo. Limpio parte del vapor que cubre la ventanilla, porque allá afuera hay vidrieras llenas de juguetes, lonjas de carne y las vidrieras manchadas y secretas de las tabernas.
En los muelles con figuras cargadas de valijas que avanzan presurosas sobre los adoquines de piedra, dejan atrás las luces de las planchadas de los barcos amarrados. Las gaviotas agitan las alas blancas en la sombra. Bajo la luz de la entrada, los pasajeros dispersan adioses entre los taxis y los diarieros. Compro mi último Evening Mail. Viajo hacia el Este. En busca de civilizaciones mejor cimentadas.
—¿Equipaje, señor?
—No.
—¿Tiene algo que declarar?
—Nada.
Entre las barandas estrechas y empinadas. La mortecina luz amarilla del barco. A lo largo de este puente, las ventanillas que protegen del mar. Casi las ocho. Casi me he ido. Camino hacia el lado del barco que mira en dirección a Liffey. Allí están las aguas que vienen de Blessington. Un hombre llevando el cable al otro lado. Muchachos, quiero ver un poco de arte marinero. Diestramente. Están haciendo demasiado ruido con las horquillas de los remos. Hacia el Sur está el Trinity College, el puente Balls, Donnybrook, Milltown, el puerto de los Vientos y más lejos. Los conozco a todos. Un viento de fría muerte entre mis rodillas. Las agujas negras e inclinadas de las montañas bajas. Dentro de esa alfombra luminosa. Todas mis desesperaciones minúsculas y tristes. Como oteando desde mi torre. Recojo mis naves de los bordes del mar. Las convoco desde donde estaban muriendo. No quiero irme. ¿Pero si no lo hago? Ya no hay nada que pueda considerar mío. ¿Qué puedo decir? Háblenme. ¿Qué puedo decir? Tanto que me gustaría guardar para siempre. Hilos de agua barridos de las hojas aceitosas de laurel o mis pasos durante los silencios de la mañana o tarde en la noche. Y los rebuznos de los burros. O cuando estoy acostado sobre la espalda en Irlanda mirando arriba fuera del mundo. Cierto día de verano subí a la montaña y estuve en Kilmurry. Desde el fondo de los empinados campos verdes y hasta el banco de Moulditch, un azul y tembloroso reborde de mar, ligeramente blanco. Este día había un tren que venía de Wicklow y se dirigía a Dublín. Arrastrándose sobre mi mano. Desplegado sobre las tierras bajas de prados. El sol brillaba sobre ese tren. Llevando lejos mi corazón. Hicieron sonar el silbato y yo casi pego un brinco. Y retorna de las casas derruídas a lo largo del muelle de John Rogerson. Oigo el cabrestante. Criquetea y gruñe. Espumarajos blancos dispersándose en el agua. Suavemente hacia el medio de la corriente. Frente a otras naves y la media isla de Ringsend. ¿Hay un nido de fuego y hogar protegido por esas ventanas? El barco deslizándose entre los faros de Bayley y Muglins. Un hombre en bicicleta sobre el camino del Palomar. Howth y Dalkey. Siento el mar bajo mis pies.
Desplegaré la vela
en este viernes de la crucifixión
con cielos tormentosos
que se desploman sobre el mar
y mi corazón
estremecido
por la muerte.