23

Estaba soñando.

Eligiendo las medias azules y luego un par rojo. De ese material de nylon. Son eternas. Y se paran solas y como dicen, salen caminando. Voy por estas calles estrechas y entro en un negocio y salgo de otro. Aquí veo a una mujer de edad madura y regordeta. Regordeta, ciruela madura. De pie detrás del mostrador diciéndome que le encantan los extranjeros. Y yo lleno mi bolso con millones de medias. Y no puedo sacarlas del negocio. Y llaman a un camión de desperdicios para llevárselas. Oigo un ruido que me estremece. Pienso en una rata.

Tenía la espalda endurecida. Se incorporó. Los ojos pesados de sueño. A uno nunca lo dejan dormir lo suficiente. Y el cuerpo tan frío.

La señorita Frías se volvió. Se inclinó sobre ella y le besó la mejilla. Los ojos parpadearon.

—No me toque.

—¿Qué?

—No me bese.

—Por Dios, ¿qué pasa? ¿Estás borracha? Maldito sea.

—Oh no siga. Usted sé marcha de aquí y deja que caiga sobre mí el azote de la murmuración.

—Vamos, ¿qué pasa? Dime, Lilly.

—Está muy lejos.

—Maldito sea, ¿qué pasa?

—Nada le preocupa. En el barco. No puedo evitarlo. Lo saben.

—¿Quién sabe?

—Hablarán.

—Si comes. ¿Qué te importa lo que hablen?

—Es fácil decirlo.

—Vamos, vamos, te traeré algo. ¿Te preparo una salchicha? Un poco de carne, Lilly, olvida la murmuración de este país, y las lenguas de víbora.

—La señora Dangerfield me denunciará.

—No te hará nada. ¿Quieres una salchicha?

—Lo hará. Y me despedirán.

—Un momento, querida Lilly, el amor de esta tierra…

—Basta.

—Voy a cepillarme los dientes.

—Jesús, María y José.

—Olvida a Jesús, María y José. Ruega al B.O.P., el Bienaventurado Oliver Plunket. Mi protector. Charla con él.

—Usted se dio el gusto conmigo. Yo tengo que quedarme aquí.

—De ningún modo. Ven a Londres.

—Una idea absurda.

—Tengo que cepillarme los dientes. Perderé mis dientes…

—No.

Con su ropa interior harapienta Sebastián se deslizó hacia el suelo frío del cuarto de baño. Puso la mano sobre el jabón derretido. El jabón se le metió entre los dedos.

—Los dientes de Dios.

Es mejor el cepillo de cerda. El de nylon gasta el esmalte, y arruina los dientes. Sebastián dejó correr el agua y puso las manos juntas bajo el líquido horriblemente frío. Un poquito del perfume de la señorita Frías en las axilas. Con una de estas hojitas oxidadas me afeitaré la barba de la mandíbula entumecida. Y me pongo los pantalones de pana marrón para el difícil viaje que me espera y a causa de la bragueta imprevisible. Por Jesús y su compasión empapada de miel, impídelo. Que nunca vuelva a ocurrir porque no podría soportarlo. ¿Qué se le ha metido a la señorita Frías? Yo. Sí, claro. Se está volcando hacia la traición. No puede saberse. Es posible que embrolle el timón de la nave. No puedo confiar en ella si siente así. Es capaz de echar a perderlo todo. Tengo que andar con mucho cuidado.

Sebastián regresó al dormitorio de la señorita Frías. Se dirigió a la cómoda y tomó el minúsculo reloj pulsera, y miró la hora. Tal vez conseguiría tres libras con mi prestamista. No debo. No es la regla de juego. Aunque parece un poco difícil saber quién está del lado de quién.

—Lilly, voy a cocinar unas salchichas. ¿Quieres algunas? Prepararé una buena tetera para los dos. ¿No te gustaría? Anímate. ¿Sí?

—Odio la vida. Odio este país.

—No desesperes.

—No necesitas quedarte aquí y aguantarlos y ver cómo mueven la lengua, y que se enteran en mi casa.

Sebastián salió del dormitorio. Puso la sartén negra sobre el gas. Cortó un pedazo de grasa y lo derritió en el borde. Se desliza y desintegra. Aplica el cuchillo sobre el pellejo de unión y la salchicha cae exactamente, chisporroteando en la grasa. No sabe qué decir a esta Lilly. Podría explicarle que la vida es cuestión de resistencia. Estuve diciendo lo mismo a demasiada gente. Tengo una estética. Diré a la señorita Frías que se consiga una. Que la use para juzgar estas pequeñas dificultades. Caramba, cómo se hincha esta salchicha. De allí sale un brote de sabor que nos ahogará a todos, incluida la estética.

Sebastián se apartó de la sartén y fue al dormitorio. La señorita Frías de pie, desnuda frente al espejo, y dijo oh cuando él entró. Cruza los brazos sobre los pechos.

—Lilly, ya nos conocemos demasiado bien.

—Oh.

—Toma tu cepillo de dientes y te llevo a Londres.

—No puedo ir. Todos lo sabrían.

Sebastián regresó a la cocina. Sacudió la sartén. La salchicha se encoge y se abre, y del costado brota el jugo. De ahora en adelante comida para uno. Debo beber más té para calmar los nervios.

La señorita Frías entró en el saloncito cuando él estaba terminando el último trozo de salchicha. Tenía puesta la pollera negra y el sweater gris y de sus orejas colgaban unos pequeños corazones rojos. El corazón de Jesús.

—¿Pan, Lilly?

—Sí.

—¿Manteca?

—Gracias.

—¿Té?

—Por favor.

—¿Cuántos terrones de azúcar, Lilly?

—Cree que todo es muy fácil.

—Casi.

—No conoce a Irlanda.

—Lilly, conozco a Irlanda.

—Oh Dios mío. ¿Qué haré?

—Lilly, en el vestíbulo encontrarás la más fantástica colección de correspondencia del mundo. La gente gasta muchas libras escribiéndome. Contratando detectives para que me sigan los pasos en la ciudad de Dublín y los alrededores. Apostando a niños en las esquinas para que me vigilen. Lilly, ya ves que lo que hablen importa poco.

—Pero usted no quiere trabajar. La señora Dangerfield me dijo que faltaba a todas sus clases.

—Ese no es el asunto. ¿Sabes, Lilly, que llegué a este país con el más amplio guardarropa que se haya visto nunca en estas costas? Ahora está en poder del señor Gleason, mi prestamista. Un hombre excelente, pero ahora de hecho tiene todas las cosas materiales que yo no he poseído jamás, e incluso unas pocas que no eran mías. Para mí la propiedad nada significa. Lo único que ahora deseo es paz. Solamente paz. No quiero que me vigilen ni me sigan. No te preocupes de lo que digan. Debo este embrollo a dos cosas. En primer lugar a mi suegro. Un simpático y anciano caballero, almirante de la flota de Su Majestad. Y yo también soy hombre de mar. Bien, me puso al mando del buque imaginario más fantástico. Doscientas cincuenta libras. Las libras, Lilly. Las libras. Lilly, atención siempre a las libras. No digo que sea todo, pero no las pierdas de vista. Y luego los médicos. Me atraparon. Uno tras otro. Se acercan con la chaqueta blanca y esa cosa para oír los corazones y la ponen exactamente sobre mi cartera. Tomaré otro sorbo de té.

La señorita Frías le pasó el té. Los ojos aureolados de rojo. En marcha al trabajo. Cómo angostamos nuestros mandos. Los recogemos, los reducimos a pequeños castillos de miedo. Tengo que salir a los prados. La señorita Frías debería ir a la Costa de Oro. Meterse en ese plan de producción de maní que los buenos británicos están realizando. En esa costa seguro consigue lo que quiere.

—Lilly, escríbeme, al American Express, Haymarket. ¿De acuerdo?

—No creo que debamos escribirnos.

—Anímate.

La señorita Frías mastica cuidadosamente su salchicha. Sebastián extiende las manos y abre las pequeñas persianas floreadas. Allí está el jardín que ocupó un lugar tan destacado en mis sueños. Todo mojado. El destartalado galpón de herramientas. Creo que nunca lo he mirado siquiera. El prestamista se desmayaría si llegase con rastrillos y palas. Le explicaría que la horticultura me aburre. Afuera. Poner una mano sobre la fría tierra en una mañana como ésta sería un sufrimiento. Ya es demasiado tarde para semillas o sembrados. El viento golpea sobre los arbustos. Los laureles son excelentes cercos. Pasando el jardín veo el extremo superior de las ventanas y la luz eléctrica. Qué frío. Me pregunto si alguien intentó jamás empeñar una planta.

—Lilly, ¿puedes darme un cigarrillo?

Lilly extrae uno de su cajita de Woodbine y se lo pasa.

—Vamos, vamos Lilly, anímate.

Las lágrimas bajan por sus mejillas.

—Oh Lilly, no llores.

Un sollozo. Sebastián enciende el cigarrillo. La señorita Frías se estremece, y la respiración entrecortada brota de su garganta. Se pone de pie. Sebastián se pone de pie. Ella se aparta bruscamente.

—¿Qué pasa, Lilly?

La señorita Frías sale corriendo del cuarto. Golpea la puerta de su dormitorio. Él espera, los ojos fijos en el borde de la chimenea. Mapas y una estatua de madera con una cruz en el vientre. Se acerca al escritorio y levanta la tapa. Cuelga de los goznes. Enfurecido arruiné este mueble y lo golpeé con el atizador. Todo está arruinado. La puerta del frente golpea al cerrarse. Dios nos ampare. Sebastián entra rápidamente en el vestíbulo y se acerca a la puerta. El portón del frente chirría bajo la lluvia. Abre la puerta. La señorita Frías se aleja corriendo. Querida Lilly. Bajo los escalones y miro desde el portón. En todo esto hay algo histórico. Una hermosa pierna de la señorita Frías. Qué pensarán los vecinos. Oigo las cortinas retorciéndose. Corre por la calle con las lágrimas brotándole y la suave lluvia humedeciendo sus cabellos. Luego da vuelta la esquina. Es una mujer ágil. Y yo estoy aquí de pie usando su blusa.

Sebastián retornó lentamente a la casa silenciosa. Se detiene en la puerta para mirar las cartas desparramadas en el suelo. Las recoge. Veintitrés. Quién lo creería. Escritura mezquina, de usurero. Todos y cada uno podridos. No pueden evitarlo. En absoluto. Tienen que ganarse la vida. Los clisés son lo único que importa en estos tiempos. No quiero heredar la tierra. Lo único que deseo es mi pequeño establo lleno de paja. Quizá Lilly se trastornó porque me comí la salchicha más grande. No puedo evitarlo. El té no me importa, siempre se puede preparar más. Y es casi todo agua y por eso me parece barato. Pero la carne. Dios. La sangre saca a flote lo peor de mí. En estos sobres hay estampillas por unos cinco chelines. Empresas venid a mí. Y a cada una le daré un sello en el trasero. Incluso en la angustia de la indiscreción, la locura, la lascivia y la lasitud siempre sentí que los negocios eran para mí y yo para ellos. Incluso he practicado juegos de manos y me he mirado los dientes en el espejo para divertirme en la oficina cuando estaba solo. También tengo algunos malos hábitos. Oh, yo diría que tengo preparados mis trucos. Por favor, asciéndanme.

De pie en el vestíbulo, las cartas al costado. Sebastián rígido, en posición de atención. Una media vuelta. Y otra. Estoy de guardia. Las imágenes sobre las paredes se estremecen. Y él marcha hacia el saloncito. Se acerca al escritorio y arranca la tapa destruida. Será el último gemido de esos goznes. Recoge las tarjetas de visita. Sebastián Balfe Dangerfield. Me hicieron pasar por muchas puertas. Quizá para salir discretamente por el fondo. Y en esta larga hoja que veo aquí hay una lista. Deudas. Debo a todo el mundo. Incluso a los esquimales. Pero. Y eso es lo principal. He mantenido la dignidad. Dignidad en la deuda. Un manual para los que empiezan. Deudor en muerte.

Sebastián recogió una bolsa de cartón del garaje. Caminó por la cocina llenándola. Loza fina. Diré al señor Gleason que estos cubiertos pertenecen a la familia. Y una tetera y un bol. La bolsa se está rompiendo a los costados. La codicia me lleva por mal camino. Tengo que contarme el cuento de los hombres del Oeste en la barca, la llenaron con tanto botín que se hundieron todos. Miserables comepapas.

En el cuarto de baño. Envolvió el jabón de la señorita Frías en el tipo de papel encerado que es la especialidad de los norteamericanos. Nadie nos gana cuando se trata de envolver algo. Lo ató con una hermosa cinta. Aquí están las medias de nylon de la señorita Frías. Dios mío, soy casi un ladrón. Pobre Lilly, pero hay que comprender que este terrible aprieto me obliga a llevarlas. Treinta chelines con un buen prestamista londinense. No quiero cargarme demasiado, quizá tenga que andar rápido. La velocidad es esencial cuando a uno lo sorprenden en la calle.

Te lo devolveré con amor e intereses, Lilly. Y ahora a tu dormitorio. Bastante desordenado. Si tuviese más tiempo. Podría usar estas cortinas para envolver todo. Mejor miro debajo de los muebles. Los levanto. Y esta carpetita de la cómoda no vendrá mal para hacer futuros pañuelos.

Sebastián vuelve al saloncito. Revisa las cartas. Una de las dueñas de la casa.

Estimado señor Dangerfield:

Esperamos que todo sea satisfactorio, pero nos gustaría recordarle que está considerablemente atrasado…

Lo arreglo con una notita.

Estimadas señoritas Burton:

Afronto la obligación de realizar un largo viaje de negocios a Tánger. He adoptado todas las precauciones posibles al cerrar la casa, hice venir un hombre de Cavandish para que lustrase y tapase todos los muebles excepto la mesa del vestíbulo, y un operario de un conocido herrero para que verificase las cerraduras de las puertas y las ventanas.

Sé que deben estar un poco inquietas por el jardín y seguramente les alegrará saber que me he puesto en contacto con el Departamento de Agricultura para que tomen muestras del suelo de modo que yo pueda prepararlo bien en vista de la siembra de primavera. Tan pronto me llegue el informe adoptaré medidas con el fin de corregir los defectos del jardín.

Comprendo que deben estar un tanto preocupadas acerca del alquiler pendiente, pero tan pronto regrese de Marruecos les enviaré un giro por intermedio de mi banco para poner el alquiler al día.

Últimamente el tiempo ha sido bastante lamentable, pero quizá por eso mismo la primavera sea aún más grata. Tanto la señora Dangerfield, que ahora está descansando en Escocia, como yo les enviamos nuestros mejores saludos y deseamos vivamente que llegue el momento de invitarlas a tomar el té.

Suyo sinceramente,

SEBASTIÁN BALFE DANGERFIELD

Pasó la lengua sobre la goma rancia y cerró el sobre. Les daré satisfacción, aunque sea ilusoria. Creo que podría decirse que he realizado cierto trabajo de pulimento. Fuera de los muebles.

Recoge el resto de las cartas y forma una pila. Sebastián las desgarra por el medio y las deposita con aire reverente sobre un diario apelotonado, en la chimenea. Los fósforos son una de las cosas que aún poseo, además de mi vida. Adiós a las cartas.

Una última recorrida por la casa. El dormitorio de Marion. Inspecciona las cortinas, escarba en los rincones, apaga todas las luces. Hay tres libros de la biblioteca. Vencidos por toda la eternidad. Dios, qué solitario está. Y el dormitorio de la nena. Papi, mami dice que eres un grosero. Vamos, nena, no hables así a papi. Papi es un buen papi. Un hombre grande y bueno. Mami dice que empeñaste todos los platos y el cochecito. Tonterías, nena, papi es un hombre grande y bueno. Oh, podría ser peor. Peor que eso.

Cerró las puertas a medida que pasaba. Permaneció en el vestíbulo para mirar la imagen de un hombre barbado. Sin duda un buen mozo, pero debo dejarlo. Ahora ha llegado el momento, cerrar con llave la puerta principal.

Al volverse oyó el ruido del portoncito. Se deslizó ágilmente en el dormitorio de la señorita Frías. Por el atisbadero, usando un sombrero negro, cuello blanco almidonado, camisa de rayas azules y corbata marrón, Egbert Skully. El sombrero parece un poco húmedo. La lluvia le cae a popa y a proa. Un hombre de sombrero negro y zapatos negros. Negro por los medios privados y yo no tengo ninguno. Muy bien. Todos en acción. Abandonen el barco.

Por el agujero Sebastián vio que Skully volvía a descender los escalones en actitud suspicaz, levantaba la vista hacia el techo de tejas verdes y volvía a subir silenciosamente. Inclinándose, el señor Skully frotó la ventana escarchada con la manga para mirar adentro, pero la escarcha se mantuvo. Volvió a bajar los escalones, deteniéndose para acercar la cara al cuarto de Sebastián y Marion. Gracias a Dios que las ventanas están cerradas. Skully se dirigirá a la puerta del fondo y querrá mirar en la cocina. Es terrible. Skully, a pesar de su predilección por el oro creo que usted debe venir del fondo de la categoría más baja. Si salgo disparado por la puerta del frente me verá antes de que llegue al final de la calle. Sin duda me echará encima a la policía. Debo pensar rápidamente, con furia. Me pongo el impermeable y me ato un pañuelo alrededor de la garganta. Me preparo para estar preparado. Este no es un piano preparado. Recuerdo la carta y debo salir a toda costa con este paquete. Eh, Skully golpea en la ventana del saloncito. Maldito, seguramente viste grasa caliente en los platos. Quiere sorprenderme en la cama. Gran Dios. El humo de las cartas quemadas. Levanta los ojos hacia el techo. El astuto usurero olió uno de sus propios sobres baratos quemándose. Queda una esperanza. Una vía de escape.

Sebastián se ajustó los cordones de los zapatos. Realizó una última inspección del sobre dirigido a él mismo donde estaba su dinero. Esperó. Nuevos golpes en la ventana del saloncito. Esperó otra vez. Skully prueba la puerta del fondo. Las medidas de seguridad estaban dando sus frutos. Ahora era el momento. Todos en acción. Bajen los botes.

Sebastián abrió la puerta del frente, esperó un instante y luego la cerró de golpe con un fuerte empujón. Toda la casa tembló. Se mantuvo absolutamente inmóvil en el vestíbulo. Oyó los pies de Skully corriendo alrededor de la casa. Se detuvieron. Luego el crujido del portoncito. Eso era.

Sebastián volvió sobre sus pasos y entró en el saloncito, recogió la bolsa y cerró las cortinas. Skully regresará desde el final de la manzana y creerá que ya lo tiene a Sebastián, la bestia más astuta, Dangerfield, atrapado. Nada de eso, Egbert. Ciertamente no. Abre silenciosamente la puerta, la cierra con llave. Tranquilo, corazón, guarda tus latidos para después y deja de brincar en mi pecho. Atraviesa el jardín y sube al techo del gallinero. Arriba, balanceándose, el ruido de algo que se quiebra. La madera podrida cede bajo sus pies. Se aferra con las dos manos al reborde de la pared. La bolsa de papel se deshace. Los dientes compasivos de Dios, he perdido un botín. Control. Avance a toda máquina. Por encima de esa pared. Estrépito de vidrios cuando sus pies atraviesan un panel del armazón. Por Dios, Jesús retorcido. Mira el fondo de la casa en busca de ojos. Uf, una mujer mirándome desde la ventana. ¿Qué hacer? Sonreír, por Dios, sonreír a toda costa. Hay que salir del aprieto sonriendo. Ella está mortalmente aterrorizada. Bien puede ocurrir que venga y vuelque mi botecito salvavidas o se me venga con escobas o me tire ladrillos. Le grito.

—Disculpe, esta noche hay luna llena. Quiero decir que estoy loco, mi esposa sufrió un accidente.

Corrió entre las casas y atravesó el maloliente jardín del frente y el cantero y con un salto ligeramente mal calculado salvó la verja de lanzas de hierro. Me dominó el temor de Dios; las verjas de lanzas y las pelotas no combinan bien. Cayó de rodillas e inició una veloz carrera calle abajo. Por favor Skully no estés esperando detrás de uno de estos arbustos o muros porque mi corazón no lo soportará y los viejos pulmones están saliéndome por la boca. Lástima que perdí mi bien ganada rapiña. Egbert nunca sospechará que lo arreglé así. Esperará semanas fuera de la casa, aguardando el momento en que yo agite la bandera blanca entre las cortinas.

Y yo

no lo haré.