Miércoles. Esa mañana Dangerfield recogió del vestíbulo sembrado de facturas una postal de los lagos de Killarney, con un poema.
Mi corazón anhela
la escena familiar
azules lagos que tanto quiero
de la patria verde y lejana.
Y al dorso:
Estoy kaput. En el local de Jury, el miércoles, a las siete.
Duque de SERUTAN (ret.)
Dangerfield viajó en el ruidoso tranvía, en dirección a Dublín. Al final de la calle Dawson bajó cautelosamente del chirriante artefacto. Movimientos rápidos, el rostro desviado a la izquierda para ver las vidrieras de los negocios y evitar las miradas. En Brown y Nolans veo que tienen algunos bellos libros, qué bueno no verme obligado a leerlos. Así debería ser, ahorra tiempo. Recibí correspondencia de esta excelente firma. Cortés. No como las otras. Dicen quizás estimado señor usted olvidó una suma tan pequeña o desearía le facturemos por año. Sí, por año les contesté. Caramba, cómo pasa el tiempo.
Un olor agradable en la puerta de este restaurante. Miren eso, gente adinerada y feliz. Algunos salen. Suben a ese deslumbrante automóvil. Esta elegancia me reconforta el corazón. Y sé que necesito otra cosa. Con una agilísima maniobra de pies entro en un local al lado del callejón. Una amable joven me entrega un vaso de cerveza porque no puedo afrontar a los derrotados de la batalla sin tomar algo que alivie mi nerviosa desesperación.
Cruza College Green. Mira el reloj de Trinity. Las siete y cinco. Un pequeño diariero se interpone en mi camino. Señor, dénos un penique. Mi corazón está contigo, hijito. ¿Y tu madre también es irlandesa? Hijito, por favor dame un Evening Mail. Y aquí tienes medio penique para ti. Señor, que Dios lo bendiga.
Sebastián entró en Jury por la puerta lateral. Sentado en un rincón al fondo, medio tapado por la rama de una palma, estaba el duque retirado. Ante sí, sobre la mesa, un vaso de brandy.
—Por Dios, Kenneth.
—Eres tú.
—Hola, Kenneth.
—Ves a un hombre totalmente acabado. Voy a beber hasta reventar.
—Las palabras más sabias que has dicho jamás.
—Reventado.
—Cuéntame qué pasó.
Dangerfield se instala cómodamente en esta silla de mimbre, plegando la mano para oír, como el padre confesor, el relato del hombre de la barba roja.
—Renuncié.
—¿Qué?
—Fui al consulado y les dije que me repatriaran.
—Kenneth, no hablarás en serio.
—El barco parte mañana por la noche. Ahora está en el dique Alexander. Un tipo enfermo, y yo ocupo su lugar. Lady Eclair fue un fracaso. Apenas llegué comprendí que no funcionaba. Lo sentí en los huesos. Demasiado bueno para ser cierto. Me echó una ojeada y por poco le da un ataque. Y yo casi pierdo la brújula. Le dije que me diera treinta chelines y me marchaba porque me estaba sacando de las casillas.
—Cálmate, Kenneth. ¿Cómo sucedió?
—Creía que yo era francés. No me dio una sola oportunidad, y mi acento extranjero naufragó. Parecía que acababa de llegar de Estados Unidos. ¿Qué podía hacer? En una situación así no tiene sentido prolongar el sufrimiento. Ninguno de los dos iba a ninguna parte de modo que le dije que me diese treinta chelines por mis gastos en Dublín y el viaje y me marchaba. Me fui, y eso es todo.
—Vamos, anímate. Una sonrisita. Ya sabes, no hay mal que dure…
—Estoy harto de la gente. Cuanto menos tenga que ver con ella por el resto de mi vida, mejor. Y no me importa si muero.
—Qué tontería. ¿Dónde estuviste?
—Eso también. Estuve parando en casa de Malarkey, y por Dios, qué deprimente. ¿Sabes qué pasó?
—¿Qué?
—Clocklan se suicidó.
—Dios.
—El lunes, cuando te dejé, fui a lo de Tony. No podía dormir, porque estaban golpeando en la ventana, y luego hubo una pelea en la escalera. No sé qué demonios pasaba. Quería dormir tranquilo, y llegar bien a la entrevista. En realidad, tanto me hubiera valido estar despierto toda la noche. Por Dios, fue realmente extraño. Y entonces, a eso de las diez menos cuarto vemos ese uniforme bajar la escalera. Abrimos la puerta, y el policía pregunta si un tal Tony Malarkey vivía ahí. Todos estábamos por decir que no, por razones de principio, cuando Tony grita desde el fondo pidiendo su té, y el policía pregunta si ése es el señor Malarkey. Tony se acerca a la puerta, y el policía le pregunta si conoce a un hombre llamado Percy Clocklan y Tony dice que remotamente. Entonces el policía dijo que traía un mensaje para él, a esta dirección, a un señor Tony Malarkey, y el mensaje lo recogió alguno en la playa de Portmarnock. Dijo que el mensaje estaba en una botella de whisky Power que la marea había dejado en la playa. Y entonces el policía mete la mano en el bolsillo de la chaqueta —todos seguíamos el procedimiento desde detrás de la puerta—, extrae un papel arrugado y se lo entrega a Tony. Creo que Tony palideció un poco. Y después el policía le pregunta si sabe algo del asunto y Tony contesta que no sabe palabra excepto que Clocklan salió para Inglaterra una semana antes y después no se supo nada. El policía le pregunta si estaba deprimido antes de partir y Tony dice que no podía saberlo porque estaba siempre borracho y entonces el policía dice que es una investigación de rutina y si saben algo más informarán a Tony. Tony miró la puerta y nos dice que se trata de ese bastardo Clocklan, saltó por la borda del buque de la carrera y si cree que voy a perder el tiempo reclamando su cuerpo está loco.
—Bienaventurado Oliver ruega por nosotros.
—Tony no parecía muy impresionado, pero yo quedé a la miseria. Continuó diciendo que si Clocklan quería suicidarse, por qué se ponía sentimental y le escribía notas. La nota decía que estaba harto y que no aguantaba más y que estaba hecho una piltrafa. Era la única solución y quería que Terry y los chicos lo recordasen. Dios mío, me sentí realmente mal. Tony de pie con una taza de té diciendo que si conocía a Clocklan, seguramente no había saltado del buque antes de llegar a Liverpool porque de lo contrario pensaría que había pagado más de lo que valía el viaje. Realmente, me sentí deprimido. Por eso todo el asunto de lady Eclair fue un fracaso total. Pensé que si un tipo tan despreocupado como Clocklan se eliminaba, ¿qué esperanza tenía yo?
—¿Qué es eso de hacerte reembarcar?
—Tomé el ómnibus a Roundwood. Esperé cerca de la taberna local, y allí me recogieron. Después vine a la entrevista. No sé qué me ocurrió. Hace pocos días estaba entusiasmado. Tenía sueños maravillosos, mostradores recubiertos de cinc, sartenes, fuentes, doncellas que llevaban los cubiertos. Y cuando llega el momento de actuar ¡puf! todo revienta, y sólo quería un poco de humo. Estaba nervioso como un cachorro. Pensaba en Clocklan flotando en el mar de Irlanda y comprendí que todo había terminado. Apenas bajé del ómnibus en el muelle, me fui derecho al consulado. Entré y dije depórtenme. El vicecónsul era un buen tipo. Telefoneó, encontró el barco y listo. Y ahora me voy de vuelta a Estados Unidos. Soy un tipo derrotado y acabado. Malarkey dijo que era maravilloso y para mí es peor que la muerte.
—Dios mío, pobre Percy. Me gustaba.
—Sí.
—Kenneth, con tanta mala noticia conviene tomar algo.
—Sí.
Dangerfield castañetea los dedos, O’Keefe imprime un incesante movimiento giratorio al vaso sobre la mesa.
—Kenneth, no te dejes abatir.
—En mi vida me sentí tan jodido. Y ahora estoy pasando las últimas veinticuatro horas en esta tierra. Cuando volví a las Catacumbas todos me felicitaban. ¿Te imaginas eso?
—Supongo que es posible.
—Parece que Tony no entiende.
—Quizá piensa en la comida que consumías en su casa.
—Tengo que reconocerlo. Es un tipo generoso. Cuando vas de visita a casa de Malarkey, te dan lo mejor que tienen. Pasas al sótano y no tienen un penique, pero todo está limpio y ordenado y si te invitan a comer algo, aunque sea pastel de papas, pesado como plomo, sientes que te dan un banquete. Es un país jodido y odio dejarlo, pero si no lo hago me muero.
—Lástima lo de Percy. Podría haberte encontrado algo en Iveagh House.
—Ahora todo ha concluido; ¿y qué piensas hacer?
—Kenneth, el buque de la carrera, viernes por la noche.
—No entiendo. Tus cosas están tan jodidas que no creo que sepas lo que haces. ¿Para qué vas a Londres?
—A descansar la vista. Alguna vez viste los ojos en la calle. ¿Los viste? Buscando algo. Y en esta bella y cultivada ciudad, a mí me buscan. Marion está en Escocia, con la nena. Oh, le va muy bien. Marion es una gran muchacha. Por supuesto, podré dedicarme a mis estudios, y quizá divertirme un poco por la noche.
—¿Con qué?
—Kenneth, sabes una cosa, creo que tienes el trasero de un sirviente.
—Lo tengo ahora. Como sabrás, en este asunto hay algo raro. Estuve hablando de ti con Malarkey, y según dice se rumorea que te marchas y que Marion te dejó, y que en Geary hay cierta irregularidad y algún conocimiento carnal. Y también que te enredaste con una mujer en Rathmines, una que trabaja en la lavandería de Blackrock, y otra en Cabra. Según dice Tony, pura murmuración, pero ¿verdad que a veces acierta?
—Advierto que tu fe en Malarkey es tan honda que no tiene sentido decir nada. Pero me gustaría destacar que mi vida es un libro abierto. Sí, un libro abierto.
—Dangerfield, no me engañas. Mañana me voy, de modo que me importa un cuerno cómo te jodes, pero te diré una cosa. Las mujeres, las copas y el caos general te arruinarán, y lo mismo digo de este absurdo bailoteo en la calle. Creo que terminarás en Gorman.
—Como gustes, Kenneth.
La sonriente empleada depositó dos vasos sobre la mesa.
—Su brandy, señor.
Dangerfield con un rictus.
—Ah.
O’Keefe con un suspiro.
—¿Cuánto, cuánto?
La empleada se inclinó solícita.
—Siete chelines, señor.
O’Keefe con tristeza.
—Y aquí un chelín de un hombre pobre, porque me marcho de Irlanda y ya no lo necesitaré.
Sonriendo sobre una flor de sonrojo.
—Gracias, señor, muchísimas gracias. Lamento que se marche de Irlanda.
O’Keefe la mira.
—¿Por qué lo lamenta? Ni siquiera me conoce.
La empleada con expresión de seriedad.
—Oh sí, lo conozco. Solía venir mucho el año pasado. Todas lo recordamos. Entonces no tenía barba. Creo que le sienta.
O’Keefe, sorprendido, se recuesta en la crujiente silla de mimbre. Sonríe.
—Me gusta mucho lo que dijo. Gracias.
La empleada se sonroja y se marcha.
—Maldito sea, Dangerfield. Soy un endurecido hijo de puta pero sabes que me arrodillaría y le besaría el culo a un jesuita si así pudiera quedarme.
—Yo recogería las limosnas si lo haces.
—Dios mío, aquí la gente se interesa en uno.
—Extranjeros.
—Aun así, en Estados Unidos se cagan en ellos. Esta mañana me levanté temprano y caminé por la calle Fitzwilliam. Aún estaba oscuro. Oí que se acercaba un clip clap y el lechero venía cantando. Era hermoso. Dios mío, no quiero volver.
—La tierra de los ricachos. Los que son monstruosamente ricos. Ahí están los dólares.
—Siento que cada minuto en Estados Unidos es tiempo perdido.
—Vamos, Kenneth, el país de la oportunidad para espíritus jóvenes como el tuyo. Quizá un poco de esa infelicidad, y la gente se tira por la ventana. Pero también hay momentos de alegría. Incluso puede resolverse tu problema.
—Si no puedo resolverlo aquí, nunca lo haré allí.
—Veremos cómo reaccionas cuando los tengas frente a los ojos. No creo exagerar cuando digo que los cuerpos que tienen allá son hermosos.
—Puedo esperar.
—¿Y cómo está Tony?
—Se pasa el día fabricando juguetes para sus chicos. Se levanta por la mañana y pide a gritos el té. Luego sale, se encuentra con un apostador y apuesta un chelín. Después está nervioso hasta que el caballo pierde. Y luego, como él mismo dice, cuando el caballo pierde me voy a casa y me peleo con Clocklan. Cuando estuve ahí traté de que Tony se interesara en tomar el Norte por la fuerza. Y Tony me contó de la vez que pasaron la frontera. Todos querían liquidar policías, era imposible contenerlos, estaban dispuestos a clavar la tricolor en el Norte. De modo que pasaron la frontera, los bolsillos llenos de bombas caseras, granadas de mano y gelinita. Se encuentran con un policía. Son cuarenta, y viene un policía y dice vamos, vamos, este es el país del Rey, de modo que compórtense o tendré que encerrarlos a todos. Tienen la cara larga, pliegan la tricolor, dejan las bombas y se meten en la primera taberna y se emborrachan, y el policía con ellos. Estuvo bueno. Sabes, no creo que jamás quieran apoderarse del Norte. Barney dice que son la mejor gente de la tierra. Mira, quizá el Norte podría apoderarse del Sur.
—Kenneth, por lo menos conseguiríamos anticonceptivos.
—¿Y qué harás con tus mujeres cuando vuelvas a Londres?
—Kenneth, ¿crees que tengo un harén? Llevo una vida de espartano sacrificio. La señorita Frías es una de las mejores personas que conozco, es buena católica y desde todo punto de vista hace una vida respetable y provechosa.
—Malarkey dice que el vecindario está deshonrado por este asunto.
—La señorita Frías y yo jamás nos rebajaríamos. O nos fijaríamos el uno en el otro lascivamente. Todo dentro de los límites del buen gusto y la dignidad. Además, desearía destacar que la señorita Frías piensa unirse a las monjas.
—Perverso bastardo.
—¿No te has visto complicado alguna vez en algo indigno, o no suficientemente digno, o algo así? Vamos, O’Keefe, déjate de historias. Geek. Kenneth, estás tan dominado por el deseo que te imaginas cosas. Tú piensas que yo peco. No yo.
—Encajas tan bien ahí como una banana en su cáscara. Tony dice que le das tanto que ella apenas puede ir a trabajar por la mañana.
—Absolutamente ofensivo. La señorita Frías camina en puntas de pie entre los tulipanes.
—Crees que puedes hacer todo eso, sin pagar las consecuencias. Las copas te hacen pensar así.
—Y sin duda la sociabilidad es lo que me hace beber.
—¿Sabes qué deseo hacer cuando tenga dinero? Mudarme al hotel Shelbourne. Entrar por la puerta principal y decir al portero por favor lleve mi Daimler al garaje.
—No, Kenneth. Lleve mi auto al garaje.
—Dios, tienes razón. Eso mismo. Mi auto. Por favor, lleve mi auto al garaje. Y luego subo a las habitaciones del Shelbourne. Dicen que tiene el bar más hermoso del mundo. Llamo a Malarkey y lo invito a venir ¿Cómo te va, Tony, cómo están las cosas en las Catacumbas?
—Sí, Kenneth, tienes el trasero de un sirviente.
—Quieres decir para cabalgar. Justo para un caballo. Sabes que si no fuera por los británicos este lugar estaría habitado por salvajes.
—Me alegro de que hayas llegado a entenderlo así.
—Los irlandeses creen que los hijos son fruto de la ira de Dios, por encamarse. Todo lo que oyes es que si no fuera por ustedes, chicos, la vida sería color de rosa, y lo pasaríamos bien. Pero trabajamos y nos reventamos para darles un poco más de lo que tuvimos, y ahora mira lo que hacen, no traen a casa ni un penique. Haraganes inútiles, pierden el tiempo con los libros y en el ferrocarril hay buenos empleos.
—Geek.
En el olor y el ruido de los ocho del salón de Jury, estaban sentados con las piernas estiradas y los dedos de los pies retorciéndose en los zapatos, deshelando los huesos húmedos en el aire de la calefacción central. Curas dispersos en todo el salón, los rostros rojizos, los ojos acuosos y ardientes. Los cuellos inmaculados sofocando la carne escarlata, clérigos doloridos. Con empleadas, jóvenes, oscuras y redondas. Macetas con palmas. No era lo que había adentro sino lo que había afuera lo que hacía que lo de adentro fuese grato y deseable. Porque afuera está la humedad grisácea que lo cubre todo. Y penetraba por los zapatos, humedecía las medias, y se deslizaba entre los dedos de los pies. Aquí cerca está el Banco de Irlanda. Tan grande y redondo y granítico. Afuera hay una prostituta y un mendigo.
—Bien, Kenneth, es propio y justo que dispongamos de la comodidad de esta hermosa sala el último día.
—¿Viste los dientes de la empleada? Blancos.
—También tiene hermosos ojos.
—¿Por qué no puedo sentir que tal vez un día me case con una de estas chicas?
—Kenneth, en los tiempos que corren está muy de moda casarse con un miembro de las clases inferiores.
—El problema es que me casaré con un miembro de mi propia clase.
—Querida, me gusta tu sangre.
—Sí. Toda mi vida sexual depende de los matices de la riqueza. Vuelvo de una buena cabalgata en los límites de la propiedad, buscando intrusos.
O’Keefe se recuesta sumergiéndose en esta súbita gloria, y continúa con maduro aplomo.
—Atravieso el lavadero y llamo, y digo, Tessie, qué hay para cenar, y Tessie acude apresuradamente al cocinero. Lady O’Keefe ya me dijo qué hay para la cena, pero con mi ágil estilo democrático bromeo con las chicas del lavadero. Lady O’Keefe en un extremo de la mesa y yo en el otro, y conversamos de la propiedad y los caballos. Le pregunto qué hizo en la exposición floral y si alguna de nuestras plantas obtuvo un premio. Después de la cena, a la biblioteca para beber café con una gota de limón y una botella de Hennessy. Me lee una obra hasta las diez. Sube a su cuarto. Estoy en la biblioteca unos diez minutos y subo a mi dormitorio. Advierto que la puerta de comunicación está entreabierta. Espero unos discretos diez minutos, me acerco en puntas de pie, golpeo delicadamente, ¿puedo entrar, querida? Sí, querido, entra. Ja.
—Eh, Kenneth, si llegas a ser rico resultará un anticlímax.
—Dios mío.
Sobre la cabeza de O’Keefe una sucia gorra parda de tweed. Las mujeres del salón miran a estos dos completamente despatarrados. Y aguzan el oído para escuchar qué cosas fantásticas dice el hombre de la barba, con ese acento terrible, y el hombre de la actitud altiva y la voz refinada, que agita exquisitamente los dedos y echa la cabeza hacia atrás para eructar su risa. Tan seguros de sí mismos.
Y entre los curas y las matronas que hacían mohines había comerciantes de Manchester que fabricaban muebles para venderlos a los funcionarios del gobierno, para la sala de estar. Y eran tipos de rostro ligeramente rojizo, con un matiz de orgullo en las voces. Usaban camisas azules rayadas con cuellos duros blancos y garbosos trajes de caballero rural con espigados blancos y chaquetas cortas y debajo tirantes, rojos, azules, verdes y solapas de lana y botones detrás y por todas partes. Y hombres de Bradford y Leeds que miraban cautelosamente por el rabillo del ojo. Sé que ustedes son ricos, tienen ropa interior de seda y han acabado un magnífico pedazo de carne con una montañita de hongos, zanahorias, arvejas y otras cosas.
Kenneth O’Keefe dijo a la empleada que quería café. Examinó el salón para ver quién observaba o escuchaba. Con la cabeza inclinada hacia adelante, se quitó el gorro y se rascó la parte posterior de su cabeza pardo claro. Dangerfield semisupino, el mentón descansando sobre el pecho, examinando cavilosamente a O’Keefe.
—Kenneth, nuestra última audiencia nocturna.
—Ajá.
—Después, baja el telón.
Los hombres de negocios de Bradford y Leeds que viven entre edificios de piedra arenisca en calles humosas y oscuras, palpando y juzgando el precio del lienzo con mirada aguda, que pasan largas tardes sobre el té y probándose trajes, con nieblas invernales alrededor de sus mansiones de piedra oscura. Estos hombres se recuestan en sus sillas, extraen de los bolsillos airosos pañuelos de seda, y se quitan los lentes, y con el lienzo fino frotan sensualmente, atrás y adelante, en redondo, tocando con fuerza y luego muy suavemente el vidrio exquisito, y lo ponen contra la luz y con dedos extraños y largos los devuelven a los ojos. En la angustia de los precios y los arruinados que salen del mercado sonríen, levemente pero sonríen, los hombres más ricos del mundo.
—Kenneth, te acompañaré hasta el muelle.
—No tengo inconveniente.
Kenneth O’Keefe dirigió una última sonrisa a la encantadora empleada. Terminaron el café y se pusieron de pie. Las luces del salón se acentuaron. Todos dejaron de hablar. En el silencio los dos atravesaron el salón. Las empleadas con su uniforme negro estaban contra la pared, junto a la ventanilla del servicio. Una de ellas metió diestramente la cabeza en el agujero y dijo que se marchaban. Aparecieron otras tres caras de ojos brillantes. Cuando se aproximaban a la puerta todos los miraban. Todos de pie aplaudiendo. Gritando bravo con sus bocas. Las luces más brillantes y los aplausos de sus manos más ruidosos. Los caballeros de Bradford y Leeds enjugando las lágrimas de sus ojos con las puntas de los pañuelos de seda, retorciendo el lienzo con un índice, parpadeando y mirando. Finalmente, también los curas. Sé que nos creen gloriosos. Y tumultuosos. Nuestras espaldas pasan por las puertas de vaivén, salen a la calle, cercada por depósitos y casas de cambio y durante el día colmada por el afán del dinero y una vía desierta durante la noche.
—Kenneth, cuando vuelvas, vendré a recibirte caminando desnudo con un sombrero hongo verde. Con un carro adornado de gallardetes verdes y banderines importados de Checoslovaquia y una banda de gaiteras soplando enloquecidas. ¿Sabías que llevaron a Estados Unidos el gorrión inglés para que se comiera el estiércol de caballo de las calles?
—No.
—Estudia el asunto. Tienes que luchar, Kenneth. Hay que resistir o te vas a la mierda. Y quizá uno de nosotros pronto se enriquezca un poco. Y cuando estés en alta mar, quiero que te acuerdes de rezar. Porque yo estaré en esa ciudad de Londres y Londres desborda lascivia. ¿Qué opinas?
—Nada. La odio. Una mirada a la estación Victoria me bastó. Qué diablos, quizá tenga suerte.
—Hay que luchar. Kenneth, hay libros que así lo dicen. Y también de los animales que desaparecieron. No presentaron combate. Agregan una palabrita al final de la página para decirte algo. Extinguidos. Hay que evitarlo.
—Aquí te dejo.
—Bueno, Kenneth, es una situación irónica. Me separo de ti al norte de Dublín. Nunca creí que sería así.
—Mis saludos a Tony y los demás. Aunque lo creo improbable, espero verte sentado de culo en el Old Bailey.
—Puedes estar seguro, Kenneth.
—Buena suerte.
O’Keefe se alejó tristemente y desapareció en esa calle oscura y grisácea llamada Seville Place. Dangerfield retornó atravesando el puente Butt, bajo una lluvia fina. Mi cuerpo tiene coyunturas azules. Irlanda irá al cielo con ese tiempo tan malo. Me froto los nudillos porque este clima es sólo para los sesos. Grúas y mástiles a lo largo del río. En el muelle Aston los últimos ómnibus salen para el campo. Y grupos de hombres enfundados en abrigos negros chupando cigarrillos, escupiendo, mezquinos. Con las lengüetas de los zapatos colgando como bocas hambrientas de perros. Ahora daría cualquier cosa por una copa. Vistiendo este harapo de desesperación y tristeza. Lleno de agujeros y sucio. Sobre mis hombros, húmedo y frío. Dicen que nada dura. Todo gris. ¿Gris de qué? Gris de lluvia. Y rosado por charcos. Hay colores para todo. Dicen que verde de trabajo. ¿Y ahora qué? ¿Y la Ociosidad? Creo que negro. Ustedes, los de cubierta, arriba mi pequeña enseña negra. ¿Y bien? Por la lascivia. ¿Qué dirán? ¿Rojo? No. No rojo. Creo que pardo. Pardo de la lascivia. Rojo del dinero y azul de los muertos.
Llévense
los muertos.
Hagan música
por favor.