20

Llegaron a Geary. Allá abajo el mar, golpeando y lamiendo. Y hay que inclinarse para pasar bajo estas nubes. Oh, madame, inclínese, quiero decirle algo. Allí abajo es como pan blando y los seres del mar se encuevan y ocultan. Yo solía trepar por estos lados. Atrapaba a las minúsculas criaturas sorprendidas en estas cunas cristalinas de rocas. Como yo. Hasta que alejan el sol temible y me ofrecen un refugio profundo.

En el correo. De Geary. Dangerfield se acerca bruscamente al mostrador. Golpea los talones.

—Digo yo, buen hombre, ¿quiere informarme si hay una carta para Percivil Buttermere?

El empleado se vuelve hacia la hilera de casilleros. Dangerfield rota sobre sus tobillos. O’Keefe de pie, sombrío, a un costado. Un apóstata. El hombre murmurando y mirando. Una libra en el bolsillo vale más que veinte en el correo. Sonrisas culpables.

—Kenneth, ten fe. Dicen que con eso se hacen muchas cosas. Oh, deseo que el mundo muestre más fe.

—No siento simpatía por la angustia que eso te causa.

El empleado revisa, buscando a ese Butter. Separa una carta para mirarla mejor. La devuelve. Llega al final. Se oyen gruñidos y murmullos.

—Lo siento señor, nada para Buttermere.

—Digo yo, du ding dong, seguramente un error. Digo que un error. O dije.

O’Keefe encoge los hombros rodeando la cabeza. Y los baja lentamente. Un gesto para acomodar el bolso, y se inclina en dirección a la puerta. Lleva a la calle su cansado yo.

—Señor, volveré a mirar, por usted.

—De veras. Asunto muy urgente.

El empleado, miope y murmurante.

—Tenemos muchos Butcher, Buttimer… y Buttermede.

—Digo, ding dong, puede ser ésa.

Borroneada.

—Déjeme ver.

Sonido de papel desgarrado.

—Es ésta. Ding dong. Salgan, salgan del refugio, pandilla de bastardos, y cierren las escotillas, o algo por el estilo.

—¿Qué señor?

—Una expresión de sentimientos.

—Oh.

Un felino, los ojos encendidos. Había tres billetes de cinco libras y otros de menor valor. Y una carta. Y un momento de vacilación y un instante de animal. Leyendo estas dulces palabras en gaélico.

CINCO LIBRAS ESTERLINAS PAGADERAS AL TENEDOR DE

ESTA NOTA, CONTRA SU PRESENTACIÓN EN LONDRES.

Afuera, a la calle. Solo. ¿Dije que esta fe estaba en ascenso? O dije que era como tamal caliente. Revísenme, por favor. Oh sí, esta sustancia parda al bolsillo. Si puedo recorrer la calle y marcharme. O’Keefe se ha ido.

Sebastián caminó apresuradamente hacia una casa con un águila sobre la puerta, donde servían licor.

—Buenos días, señor.

—Buenos días. Ponga una botella de brandy sobre el mostrador.

—¿Entera, señor?

—Entera.

Aparece una figura. Al lado de Dangerfield. Y una mano extendida. Una palma hambrienta.

—Muy bien.

—Kenneth, ¿me acompañarás?

—Dame mi dinero. Me habrías dejado sin un centavo.

—Tenía que conseguir cambio.

—Eres un bastardo miserable, ¿y de dónde vino ese dinero?

—Hombre de poca fe. Será una noche maravillosa. ¿Trajiste tu molinillo de café?

—Dame el dinero.

—Muy bien, Kenneth, si así lo quieres. Pero puedo entregarte solamente cuatro.

—Maldito sea. Entonces, dame las cuatro.

—Te invito. Cenaremos con la señorita Frías. Sé bueno. Creo que ella vale la pena, Kenneth. Tal vez convenga examinar el asunto. ¿Te gustaría un poco de eso que la gente hace en la oscuridad?

—Eres un hijo de puta. Me hubieras dejado volver a Dublín sin un penique. Mañana veo a lady Eclair y no quiero que nada eche a perder el asunto. Tengo que tomar el ómnibus de las once y media a Roundwood. Me marcho.

—Kenneth, no me dejes, por el amor de Dios.

—Te conozco, no quiero ver la vida a través de una bruma. Te pasarás toda la noche hablando con algún fantasma.

—Vamos, Kenneth, eres un tipo que habla de corrido el griego y el latín, un hombre que posee mucho conocimiento inútil, un sujeto cultivado, que sabe lo que Platón decía a sus muchachos, mientras se los montaba entre los arbustos. ¿Adónde crees que llegarás con tanta dureza? Te denunciaré a la Legión de María.

—Me marcho.

—Por Dios, quédate. Te lo ruego, Kenneth. No me dejes en este momento de angustia. O de dinero. Bebamos. El lema. Bebamos. Vamos, Kenneth, reacciona. El mundo es grande.

—¿Dónde conseguiste el dinero?

—De ultramar.

—¿Sí?

—La pura verdad.

—Me parece sospechoso.

—El nombre de Dangerfield nunca ha sido y nunca será mancillado por tales sospechas.

—Estás en algo sucio.

—Kenneth, vivimos tiempos extraños. Muy extraños. Ahí tienes un mundo de gente con ojos y bocas. Los ojos ven estas cosas y las bocas quieren las cosas que los ojos ven. Oh, pero no pueden alcanzarlas. Así están las cosas. Hay que soportar la desigualdad. Pues de lo contrario nada ocurre. Hombres como tú que quieren tener conocimiento carnal de las nalgas y las tetas de las mujeres, y de la otra cosa que tienen entre las piernas, a la que no podemos llegar tan fácilmente sin arrancar primero las ligas y las ballenas. Está allí, pero no puedes llegar.

—Llegaré.

—Y así lo espero. Pero si tienes que arreglártelas sin eso, no te amargues, Kenneth. Esas cosas existen por cierta razón. Santos, y todo eso. Eres un hombre equipado para la ancianidad. No pierdas el tiempo con este apetito sexual. Creo que somos aristócratas naturales de la raza. Nos hemos anticipado a nuestra época. Nacimos para ser insultados por todos ésos, los que tienen los ojos y las bocas. Pero, Kenneth, los que son como yo, lo obtienen rectalmente de toda clase de hombres. Las clases profesionales no lo miran con buenos ojos, y precisamente en esta clase yo ocuparía mi lugar, pero quieren burlarse de mí y expulsarme, arrancarme las intimidades y exhibirlas en lo alto de un poste, con un anuncio. Dangerfield ha muerto. Eso es lo que quieren oír. Pero no siento amargura. Solamente amor. Quiero mostrarles el camino, y anticipo que sólo recibiré desprecios y burlas. Pero están los pocos que oyen. Valen la pena. Te lo digo, Kenneth. Vuelve. Vuelve a ésta tu iglesia. Abandona la idea de hacer dinero y vivir en una casa grande y cómoda con sillones agradables y bonitos y una criada irlandesa echando leños al fuego y trayendo té. Expulsa de tu mente esos trajes de tweed y los pantalones forrados de satén, y acalla los deseos de la carne, el sabor de nuez de los pezones, la necesidad de nalgas, la inquietud por las tetas. No desees un M.G. y un criado, vacío y engaño, o prados que llegan al lago y canteros de flores entre los cuales uno se sienta a pensar cómo conseguirá más dinero. Todo lo que quiero de esta vida, Kenneth, es el lugar que me corresponde, y que los demás conserven el suyo. La gente común que vuelva a su sitio. Y si no es mucho preguntar, Kenneth, ¿cómo apruebo estos exámenes?

—Estudia.

—Tengo la mente en blanco.

—¿Qué diablos te pasa?

—Kenneth, estoy vencido. Nunca aprobaré. Tengo que cenar con mi tutor, pero no puedo aparecer con estos harapos miserables, y la palabra hambre escrita alrededor de los ojos.

—Maldito sea, a pesar de todo, quiero a este país.

—Caramba, Kenneth, ¿has enloquecido del todo?

—Lo quiero.

El rostro de Dangerfield del color de oro, los ojos como fuegos vivos. O’Keefe encaramado en una banqueta, su bolso colgando entre las piernas. Sebastián vierte el brandy.

—Kenneth, es bueno tener a alguien con quien hablar. Últimamente estuve un poco solo.

—Este país puede ser muy irritante, pero nada más que estar en Dublín me produce una extraña excitación. Lo siento en los huesos. Y cuando no tenía más que cuatro peniques para una taza de café en Bewley’s, solía pasarme la noche despierto memorizando palabras francesas y soñando en volver. Si pudiese abrir un restaurante con el dinero ahorrado en este empleo, resolvería mi situación.

—Solamente necesitarías algunas sillas, mesas, tenedores y mucha grasa rancia.

—Sí.

—Muy a la moda.

Dangerfield apunta hacia el Este con un dedo nervioso.

—Kenneth, me voy para allí. Cruzaré el mar de Irlanda y gozaré de la buena vida. Tengo planes. Si uno se queda demasiado tiempo en la tierra de la leche agria, se le endurecen un poco las diferentes glándulas. Sol y baile. Y quizá una canción.

—Bueno, que seas feliz con tu canto y tu baile, tengo que irme. Adiós.

—No.

—Adiós.

O’Keefe se volvió y pasó la puerta. Dangerfield contando el movimiento de los goznes.

Soy el amigo de todos. Y de los animales si no se ponen demasiado bravos. A algunos hay que meterlos en jaulas, pero de todos modos lo merecen. En fin, todo es siempre justo y equitativo. Parte de las reglas. Mary la de los pechos grandes y el padre jodido. Te persigue por la casa, tú en tu camisón, él con una escoba. Uno no sabe lo que ocurre en muchas casas suburbanas. Atención a estos incestuosos. Tengo una amiga en la señorita Frías, y Mary tiene fe. Necesito leer la notita.

Querido Sebastián:

Espero que te encuentres bien. Por favor escríbeme y cuéntame. Por favor trata de arreglar para verme porque me siento muy sola, y preocupada porque mi padre sospecha y amenaza escribir al banco. Dime cuándo debo partir para Londres y dónde te encontraré. Los chicos fueron a Cavan a vivir en la granja de mi tío.

Por favor piensa en mí y escríbeme. Tengo muchos deseos de verte, y quiero estar en la cama contigo. Escribe, por favor.

Cariños,

MARY

Salió con la botella. Bajo el águila. Al aire libre y puro. La noche e Irlanda. Como lamer la humedad de las hojas. Comerse el verde. Avanzando por la calle Geary. No confío en esta alegría aguda. El sufrimiento es mi fuerte. O’Keefe será atrapado por lady Eclair. Irá con una doncella. Y Eclair le pegará en el trasero con una Biblia. Pobre chef. Yo diría que faltan apenas unos días antes del fin.

Empujó la puerta del frente. Un poco ladeada. Una luz en la ventana del garaje, desde la cocina. Hay que estar atento. Fingiré que soy Egbert y veré qué pasa. Es necesario prestar atención a unas pocas ventanas. La puerta del fondo con llave. Excelente, señorita Frías. Así me gusta, todo el mundo en su puesto.

Sebastián golpeó. La sombra de la señorita Frías girando la llave. Sonrió. Alrededor de los ojos una ligera expresión de timidez, alrededor de los dientes cierto embarazo, el rostro encendido.

—Buenas tardes, señorita Frías. Un poco de ternura.

—Buenas tardes, señor Dangerfield, ¿se mojó mucho?

—No. Afuera está agradable. Excelente aroma.

—Una amiga me consiguió salchichas de Bray.

—Realmente magnífico. Cómo está, señorita Frías… dígame, ¿cómo está?

—Oh, muy bien. Un poco cansada. Estuve en el negocio.

—¿De pie?

—Sí.

—Señorita Frías, déme un beso.

—Oh, señor Dangerfield.

Sebastián se aproxima en la cruda luz de la cocina. Deposita el brandy sobre la mesa y extiende la mano hacia la muñeca de la señorita Frías. Cierra los dedos alrededor del hueso, y ella suelta la sartén que cae al suelo. La señorita Frías con su sweater gris y su boca un poco incontrolada. Este hombre perverso venido de Marte, la mano descansando sobre su cintura. Presionando con dignidad. Y no importa lo que ocurra, si tenemos eso, estamos bien. Murmurando al oído de la señorita Frías.

—Señorita Frías, usted tiene un hermoso cuello. Le mastico las orejas. ¿Nunca masticó orejas? Oh señorita Frías, masticar orejas es una delicia, en los lóbulos. Especialmente los lóbulos. Esa carne tan blandita.

—Oh, señor Dangerfield, me los arrancará.

—Qué tierno.

—¿Le gusta así?

—Mezclado con ojos.

—Ji, ji.

—Ojos.

—Más.

—Señorita Frías, ¿pondremos las salchichas en esa linda sartén? Con un poco de manteca. Chirría. Oh, creo que nos gustará, con un trago. Veamos, señorita Frías, ¿le parece que viene bien un trago?

—Ji, ji. Oh por favor. Oh Dios mío.

—Le pasaré un poco la boca por los hombros. Señorita Frías, se lo quitará después, como una buena chica. ¿Después? ¿Sí? Huélalas. Cómo chirrían. Oh, qué tonto chirriar, señorita Frías. Y sabe una cosa, señorita Frías, usted es una excelente persona.

—Ha bebido un poco.

—Cinco para el camino. Que nunca le digan que yo salí al camino, o siquiera a la calle sin combustible para mi corazoncito. Óigalo aquí. Adelante, tóquelo. Aquí. Ahora suena un poco débil, hasta que clave los colmillos en esta carne. Carne.

—Oh, Dios mío.

Sebastián soltó a la señorita Frías. Tu sweater gris que los moldea. Y tus caderas tienen un lindo meneo. Deseo oprimir la punta de la nariz tibia en tu oreja blanca y fría. Y oler este pan fresco. Que los jugos me bañen los dientes. Dios, creo que somos dos pequeños comedores de pan. Quiero una gran hogaza. Tan grande que pueda meterme adentro. Seguridad. Señorita Frías, quíteme las ropas y métame en una gran hogaza de pan. Un toque de oro en la corteza. Mis ojos y mis orejas flotan. Hágalo, métame ahí y sálveme. Cuerpecito desnudo, encogido de miedo del mundo y el pene con el cual me abriré paso hacia la pobreza y mis minúsculas nalgas, pliégueme como a esos nómades silenciosos y métame en el pan. No me queme las pelotas, sólo tostadas y calientes, engordadas con la fina corteza. Y sáqueme por la mañana horneado a punto y póngalo sobre la mesa. Y yo estaré adentro. Mi pequeño yo con mis lindos y extraños ojos mejores que nunca. Entonces, señorita Frías. Cómame.

Dangerfield cortando el pan. Ahora hay una hermosa pila. Siento que soy simplemente una nave loca en aguas británicas gritando eh bastardos a babor, a estribor y por doquier. ¿Está loco? ¿Quiere que naufraguemos? ¿O que yo caiga al mar? O que me enrede en el cordaje. Disparen todos los cañones. Estamos en el mar, atajo de cerdos vulgares y cuando les digo que disparen, disparen. Bajen todas las pelotas, y por Jesús, a cualquier erección la guillotina.

—Señorita Frías, debo decirle algo. La amo.

—Cuidado, señor Dangerfield, se cortará.

—Pero el amor.

—Habla por hablar.

—Se lo repito. La amo.

—No lo creo.

—Hablo en serio, señorita Frías, y no lo digo a muchas, tal vez a nadie. Sencillamente creo que es mejor estar en este mundo con unas pocas posesiones amables que con nada. Ponga la carne ahí. Vea, hay un modo de prepararla, lo dice O’Keefe, péguele un golpe aquí a la sartén, y se desliza perfectamente. Me gusta el aceite de la oliva. Ahora, bebamos un trago. ¿Vio jamás un color semejante? ¿Quiere oler un poco? ¿No le parece, señorita Frías, que ahora todo es más amable, no lo cree?

—Está muy bien.

La señorita Frías recostada contra el fregadero, observando atentamente a Sebastián con ojos húmedos. Él estaba sentado en esa silla blanca de cocina, esperando la fritura. Y hunde el dedo en la carne de la salchicha y sorbe ruidosamente el jugo.

—Está muy bien, señorita Frías. Pero hay otro negocio en la calle Pembroke y vende una carne que es una gloria. Necesita un poco de ajo.

—Oh no, señor Dangerfield. ¿Ajo?

—Pero sí, señorita Frías, ajo, claro que ajo.

—Pero huele.

—Eso es lo que queremos, señorita Frías. Deseamos ese olor. Oh, todavía he de vivir algunas cosas. Estoy pensando seriamente en comprar una taza grande para el desayuno. Me encanta el desayuno. Haré unos pocos cambios. Muchos cambios. Algunos importantes, otros pequeños. Señorita Frías, ¿puedo confiar en que no dirá una palabra, con absoluta reserva? ¿Puedo? ¿Aunque le claven ganchos y también otros instrumentos irlandeses?

—Sí.

—Señorita Frías, este es un secreto absoluto, un asunto de estado, un asunto que arruinaría a Irlanda si se conociera, y también a mí. El viernes voy a Londres.

—No es cierto.

—Sí lo es.

—¿Qué hará?

—Unas cuantas cositas. Arreglos generales. Necesito descansar un poco de la tensión. Tengo que resolver algunos problemas, minúsculos granos de arena en la vaselina. Señorita Frías, usted me gusta mucho. ¿Lo sabe?

—Oh señor Dangerfield. Pero no sé qué decirle de todo lo que ocurrió. Usted me gusta.

—¿Qué no sabe, señorita Frías?

—De lo ocurrido entre nosotros, y las cosas.

—Dígame.

—No sé. A veces siento que estoy bien y luego no sé qué será de mí. En mi religión es pecado mortal. Dios me perdone, quisiera que no fuera cierto, y que todo fuese un montón de mentiras. Y en el negocio me miran. Creo que si llega a descubrirse me moriré, y con este pecado iré al infierno eterno.

—Beba un poco más, señorita Frías.

Le llena de brandy el vaso.

—Suficiente, por favor.

—Ahora, explíquese.

—Y un país como éste no es bueno para una chica como yo. Cuando pueda casarme ya seré demasiado vieja, y quieren tanto dinero y una granja, y todo lo que pueda servirles. Lo único que reclaman siempre es dinero. Usted es una de las primeras personas que he conocido que no cree que el dinero es todo.

—Bueno, en realidad no sé, señorita Frías, yo no diría que eso es totalmente cierto.

—Este no es un país para las mujeres.

—Yo diría que eso es muy cierto.

—Y tuve sueños horribles. Me atemorizan. Creo que no deberíamos volver a hacerlo. Quisiera marcharme. Sé que en el trabajo murmuran de mí.

—Ahora, señorita Frías, no permita que esos detalles la preocupen. No les dé ese gusto.

—Pero no es sólo eso.

—Pensándolo bien, no hay más que eso.

—Si alguien se entera de que vivo sola con usted en esta casa, y de que la señora Dangerfield no está, sería mi fin. Y lo descubrirán, no se les escapa nada. Irán a hablar con el cura, y en un minuto estará aquí.

—Mientras haya bebida, podemos afrontarlo, señorita Frías. Se lo aseguro.

—He visto gente que estaba mirando la casa.

—¿Cuándo?

—Largo rato, desde la vereda de enfrente.

—Serían paseantes.

—Oh, espías, señor Dangerfield. Lo sé.

—Vamos, vamos, sírvase un poco de salchicha. Señorita Frías, todo se arreglará. No hay por qué preocuparse, nos esperan tiempos felices. Bip bip. Tiempos de abundancia.

Sebastián se recostó en la silla y miró los ojos de la señorita Frías. Los cabellos cortos que crecían en los costados de la cabeza. Y alrededor de su nariz la carne se levanta. Algo que nunca había visto antes. Señorita Frías, creo que usted es una niñita. Eso es. Necesita que la cuiden, y eso es todo. Venga, la guardaré en mi propio bosquecillo, donde los cuervos graznan en las copas de los árboles. La guardaré tras los grandes portales de mi casa. Oh, son gruesos y no los dejarán pasar. Porque usted no desea a la gente, no confía en ella. Creo que me gustan de bronce, por el peso y la apariencia, con buenos goznes de bronce. Véalo. Dangerfield. Grandes letras S. D. sobre ella. Mantiene alejada a la gente como Skully. Digo yo, Skully, le importaría muchísimo salir del camino mientras mi hombre cierra esta excelente puerta. Clang. Qué alivio. Nadie sabrá jamás cómo me alivia dejar afuera a toda esa gente. O un jardín cercado. Muros de diez metros de alto, y creo que un metro de espesor para que sean más sólidos. Un centenar de acres. Laberintos de boj donde pueda perderme. Y baobabs. Magnolias y extraños tejos. Mi corazón se compone y flores bajo el árbol de tejo. Y luego, montones de campanas. Y sus badajos son bolas. Todas las bolas son badajos. Grandes y pequeñas, colgando por doquier. Las agito. Las agito como loco. Yo el místico maníaco. Lleno de sonido mi hermoso jardincito y el niño que hay en mí. Gatea en el suelo del jardín con las campanas repicando y las aves cantando y toda la agitación en mi danza y se aquieta, saturada por todos los silencios, y me siento a pensar en esa extraña luz y en esta parte de mí que puedo colgar de los árboles.

—Señor Dangerfield, ¿por qué no cree en el infierno y en todas esas cosas?

—El infierno es para los pobres.

—Jii.

—Señorita Frías, creo que soy un hombre que tiene futuro. ¿Qué le parece? ¿Cree que tengo futuro?

—Por supuesto, creo que tiene futuro. Será abogado.

—Y las jigas, y las cárceles, y el incógnito. Todo eso.

—Creo que usted haría bien casi cualquier cosa, señor Dangerfield. Y me parece que sería especialmente bueno en los negocios.

—Sigamos con la carne, señorita Frías. Tengo un hambre que me viene del vientre y quiere estrangularme.

—Oh señor Dangerfield.

—Señorita Frías, gracias sean dadas a Dios por los códigos. Ahora arrodíllese y agradezca y también por la carne. Todos de rodillas. Pero nunca pegue a un hombre caído. Espere a ver si trata de levantarse, y entonces, por Dios, déle fuerte. La maza entre los ojos. Creo que mi fe ilimitada me está matando, señorita Frías. Quiero demoler esta casa.

—No creo una palabra de lo que dice.

—Y me contengo. Todas las formas de la brutalidad me sientan.

La señorita Frías mueve la sartén, describe círculos sobre el fuego. El sonido del gas exhalado. En las horas de mayor consumo. La desesperación de la presión que decae. Esos malditos operarios de la compañía de gas. Ya nadie quiere trabajar decentemente.

—Señor Dangerfield, es extraño estar con usted.

—No hablará en serio, señorita Frías.

—Usted es distinto del resto de la gente.

—Bueno, geek, geek, y todo eso. Quizá haya algo de cierto en lo que dice.

—Señor Dangerfield, por favor páseme su plato. ¿Por qué riega esa plantita del frente con un cuentagotas?

—Señorita Frías, estuvo espiándome. En mis momentos íntimos.

—Oh, nada de eso. Pero, ¿por qué hace una cosa tan rara?

—Estoy envenenando la planta.

—Dios nos asista.

—Ahora, mire esa planta que está allí, señorita Frías. ¿Le parece que le queda mucho tiempo en este mundo?

—Oh, señor Dangerfield, no sé qué decir. Esa pobre planta.

—Es algo que llevo adentro, señorita Frías. Me pregunté por qué no le doy a esa planta algo que la mate.

—No habla en serio.

—Soy un asesino.

En el aire el olor de la carne condimentada y el brandy. El silbido lento y suave del viento bajo las puertas. Y en mi corazón la tristeza. La primera tristeza del fin. De esta extraña semana de cosas. De planes y movimientos. De ver a la bestia salvaje de O’Keefe. De estos extraños y enloquecidos momentos en las calles. Todo fructificando en una fría semana de invierno. Meses de estar en la cama con la ropa de cama retorcida por mi ansiedad. Las cosas absurdas que me pasaban por la mente como tormentas, me despertaba agitando las piernas en el aire helado. Necesito conmigo otros cuerpos. He probado la toalla caliente en los ojos y me calmé un poco, pero con estos medicamentos tramposos hay que tener cuidado. Intenté las cataplasmas de mostaza en todo el cuerpo, y no olvidaré mi equivocación, no la olvidaré muy pronto o quizá nunca. Pero no estoy tan mal. En realidad no me quejo. Pero no me opondría a realizar un cambio total.

La señorita Frías y Sebastián Dangerfield estaban sentados en el comedor frío comiendo salchicha de Bray y bebiendo té. Uno frente al otro, mirando los platos y luego uno el rostro del otro. Sonrisas.

¿Esto ya no es mi hogar? Siento que todos mis hogares están detrás. Aquí no hay más que una casa, porque creo que debo haber empeñado casi todo lo que hay, excepto a la señorita Frías. Desapareció el Promontorio. Balscaddoon. El Promontorio. Doon y Trinity. Y ese primer día en que me acerqué a la puerta del fondo, después de bajar del tranvía con el tapizado verde. Y la universidad a través de mis ojos aprensivos. Soplaba un viento helado. Mi nuevo traje, camisa blanca y corbata negra. Me sentí perfectamente ataviado para el fracaso, pero importante porque me miraban. Está la vivienda del portero y una playa de estacionamiento y en este edificio veo las contorsiones del vidrio, las retortas burbujeantes y las claraboyas emergiendo del techo. Tengo tanto deseo de aprender. Saber lo que se hace con los ácidos y los ésteres y conseguir que mis experimentos culminen en el momento apropiado, como el resto de ustedes. Recordaré todo lo que me digan desde la primera palabra. Voy en camino a reunirme con mi tutor. Atravesando estos campos de juego, lisos, verde y terciopelo. Qué bellos, con bancos donde puedo sentarme a mirar, leer o lo que sea. Creo que el verano tardío todavía se extiende en el cielo. Y al lado de estos canteros, en esta linda plaza donde los miembros opulentos de la universidad viven detrás de granito y amplias ventanas. Eso es para mí. Veo a un hombre llenando un cubo de agua de una bomba verde. Me saluda con un gesto. Cómo puedo hacer buena impresión; me ajusto la corbata, quizás sonreír. Confío en que advertirán que tengo entusiasmo, ardo en deseos de aprender, estoy dispuesto a tomar notas los cuatro años. Ese edificio debe ser la biblioteca, porque desde aquí veo estantes y más estantes. Pediré libros y leeré. Lo prometo. Qué afortunado soy, porque todo es tan bello. Me dicen que los estudiantes pueden jugar a las bolitas en los escalones del comedor y cazar pájaros en el parque del colegio. Hay algunas reglas fundamentales. Quizás llegue el día en que pueda tirar junto a los mejores. Hay pequeños grupos de alumnos y al pasar oigo sus voces melodiosas. Y no puedo dejar de examinar las caras procurando adivinar a los que también fracasarán. El resto de mi vida natural sin diploma. Ahora casi deseo que unos angelitos blancos desciendan aleteando y me lleven, o me quiten el miedo. Al fondo de la plaza empedrada repica una campana y entro en este edificio número ocho. Al final de unos escalones labrados veo una puerta abierta. Golpeo discretamente para no parecer grosero. Las manos fuera de los bolsillos. Hay que hacer lo que es propio. Siempre esperar hasta que le pregunten a uno. Pase. Desde adentro él me dice que pase. Cómo puedo pasar sin hacer ruido con los talones. Dije lo mejor que pude que era Dangerfield y él dijo ah encantado, por favor pase. Por todas partes pilas de papeles y libros. Seguramente es así desde la creación. Anchas ondas de cabellos sobre la bella cabeza de este hombre, seguramente erudito en griego y latín. Ah Dangerfield, me alegro mucho de que haya llegado, y espero que su viaje a través del Atlántico haya sido agradable. Dios mío, este caballero me dice que le alegra que yo haya venido y qué puedo contestarle. No se me ocurre nada, no sé qué decir porque estoy temblando. Confío en que esto no significará que está por ocurrir algo terrible. Simplemente se muestra amable y dice, bueno Dangerfield, me gustaría que conociera a Hartington, dijo Hartington, ¿verdad? Y esa persona alta que estaba de pie protegida por la sombra avanzó, dijo sí y me extendió la mano. Asistirán juntos a las mismas clases. Quise decir espléndido, no pude y menos riesgosamente dije cómo le va. Nuestro tutor revisó los papeles. Extrajo folletos y dijo confío en que se sentirá muy cómodo aquí con nosotros señor Dangerfield. Y ahora qué podía decir, atrapado por esta casual manifestación de amistad. Deseaba tanto que supieran que yo sabía que me sentiría cómodo, pero era demasiado tarde, no quedó espacio para explicarle que la alegría me había enmudecido. Esa fría mañana de octubre salí del viejo cuarto lleno de libros y papeles con esa persona extraña y alta que caminaba a mi lado y preguntó suave y lentamente no quiere venir a tomar un café. Apenas pude decir gracias me gustaría pero sonreía porque estaba complacientemente dispuesto a complacer.

Si hubiera música todo el tiempo. Puedo oír la canilla en el cuarto de baño. La señorita Frías lavándose el cabello. Estoy terminando el brandy. Creo que me balanceo en el borde de esta silla. Londres es una gran ciudad. Me arreglaré. La cuestión es llegar, después ya veremos. Llevaré únicamente pasta dentífrica. La envolveré bien en una bolsita. En la esquina de la avenida Newton y la calle Temple se ha erigido una cruz para indicar el fin del Pale. Y ahora yo estoy fuera, en más de un sentido. Me limito a inclinar hacia adelante la cabeza, me mojo los labios con la lengua porque están tan secos y compruebo que el borde de esta alfombra ha sido destruido por los pies. Me llevo la mano al ceño, sobre los ojos. He olvidado tanto. Ocurren demasiadas cosas, demasiada confusión. Me siento entumecido de haber fertilizado. En el nacimiento hay un momento de paternidad. Malarkey me lo explicó bien. Creo que le gustaría verme fertilizar más a menudo, me dijo que era una gran alegría tener hijos. Ahora lo sé. Qué alegría.

El lavabo del baño traga gorgoteando el agua. Seguramente baja hasta Geary por debajo de la calle, y se vierte en la bahía del Escocés. La señorita Frías estará retorciendo su cabello para secarlo. Sé que usa vinagre para enjuagarse. Desde el cuarto de baño, el roce de sus pies en pantuflas sobre el suelo del vestíbulo. Su puerta golpeando contra la silla verde. Muebles oscuros en su cuarto húmedo y oscuro. Solía entrar ahí nada más que para mirar. Tan apartado y oculto. Un cuarto aislado. Toco la trama. Esta casa al extremo de la calle. Apenas adivinan ustedes, paseantes y quizás espías, cuánta desesperación y cuánto anhelo de amor hay en esta casa amortajada.

La señorita Frías de pie en la puerta con su gruesa bata de lana, su piyama verde, sus pantuflas rojas. Sebastián levantó lentamente los ojos.

—Está tan cansado, señor Dangerfield. Parece tan fatigado.

Sebastián sonrió.

—Sí. Lo estoy.

—Le traeré un poco de chocolate antes de acostarme.

—Señorita Frías.

—¿Sí?

—Señorita Frías, usted es buena.

—No.

—Señorita Frías, estoy cansado. ¿Qué hará cuando me marche? Estoy preocupado por usted.

—No lo sé.

—¿Se mudará?

—Supongo que sí.

—¿Se irá de Irlanda?

—No sé.

—Váyase.

—No es fácil decidirse.

—Venga conmigo, señorita Frías.

—Usted no lo desea.

—Vamos, no diga eso.

Sebastián cayó hacia adelante, sobre el rostro. La señorita Frías lo aferró bajo los brazos y medio puso sobre los pies el cuerpo liviano. Lo llevó lenta y cuidadosamente a su dormitorio. Lo bajó hasta el borde de la cama. Allí quedó, los codos sobre los muslos, las manos colgando de las muñecas.

Soñando esta puesta de sol. Clavado a una cruz y mirando hacia abajo. Un refugio de tristeza pasiva, mistificadora. Inundado de lágrimas. Nunca te creas tan sabio que no puedas llorar. O aceptar estas cosas. Acéptalas. Guárdalas en sitio seguro. Son la fuente del amor.

La señorita Frías se apartó tímidamente de la puerta. La cabeza ligeramente inclinada y el rubor extendiéndose bajo la piel de las sienes. Había un puntito en mitad de su nariz. Las pestañas oscuras y temblorosas, la piel errabunda alrededor de los ojos. Algunas líneas del cabello y su edad de treinta y cuatro. La vulnerable y empinada base del cráneo. Nunca volverse y mirar a la espalda, o cuando nos alejamos. Pero sus pies avanzan con dedos rojos. La parte de ella que eran los arcos vencidos, los tobillos doblados y balanceantes que conferían una expresión tierna a sus ojos. Pues las mujeres son seres solitarios, más solitarios con las mujeres y con los hombres, cercados por niños oscuros y las cosas pequeñas y evanescentes que se esfuman durante los años de espera. Y los corazones. Y cómo el amor era tan redondo.

Si

hay una campana

en Dingle

y tú quieres decir

cuánto lo sientes

me voy

tócala

y que haga

ding dong.