19

Fueron a desayunar al café Woolworth. Había salido el sol. Sentados, uno frente a otro ante la mesa blanca. Tocino y huevos, té, pan y manteca. Delicioso.

—Kenneth, háblame de tus viajes.

—Aburridos.

—¿Fuiste a una profesional en París?

—No. A último momento tuve miedo.

—Entonces, ¿supongo que…?

—Ni por asomo.

—Entiendo. Lástima, Kenneth. Habrá que hacer algo por ti. Algún arreglo. Hay que llevarte al Congo, o algo por el estilo. ¿Te gustaría una pigmea?

—¿Dónde están esas siete libras?

—Vamos, cálmate. No tienes que preocuparte. Está arreglado. Y dime, ¿qué más ocurrió?

—Nada. No conseguí nada. Exactamente nada. Luchaba en la oscuridad con ese alumno, y renuncié porque no me llevaba a ninguna parte y estaba enloqueciéndome. Lo único que me impidió perder totalmente la chaveta fue esta fantástica correspondencia con lady Eclair.

O’Keefe separa rápidamente la suave película blanca del huevo, distribuye manteca sobre un pedazo de pan. Desde esta ventana pueden ver los primeros movimientos de la mañana en Dublín.

—Fue realmente fantástico. Ya te dije que vi un anuncio pidiendo chef. Escribo y me llega una respuesta escrita en tercera persona, lady Eclair desearía saber si Kenneth O’Keefe es protestante o católico. Contesto que Kenneth O’Keefe no es ninguna de las dos cosas, y no tendrá que ser depositado en la iglesia los domingos. Me contesta, lady Eclair cree que Kenneth O’Keefe debería tener una religión porque todos necesitan una congregación para cuidar de su alma inmortal. Entonces le informo que el alma inmortal de Kenneth O’Keefe ya está bien cuidada y por lo tanto no considera útiles las iglesias. En la carta siguiente dice que lady Eclair desearía citar un pasaje de los Proverbios, «La pobreza y la vergüenza recaerán sobre quien rehusó instruirse, pero quien atendió a la reprensión será honrado». Contesté que Kenneth O’Keefe ya ha padecido mucha pobreza y vergüenza mientras fue miembro de la iglesia de Roma y que «El simple todo lo creía; pero el prudente cuidaba sus pasos».

—¿Y te contrató?

—Por ahora. Este asunto de la religión será un problema. No me gusta la gente interesada en salvar las almas ajenas. ¿Dónde está el dinero?

—Por favor. Aguantar. Te lo ruego. Paciencia, Kenneth.

—¿Cómo es la casa? ¿Tiene cuarto de baño?

—Todas las comodidades. Un lugar reservado al jabón. Cuatro hornallas de gas. Pisos de madera. Un poco húmeda y solitaria.

—¿Cocina?

—Kenneth, te digo que todo.

—¿Y estás solo?

—No.

—¿No estás solo?

—Exactamente.

—¿Quién vive contigo?

—No con, Kenneth. En la casa. Cierta señorita Frías. Una encantadora joven de Wexford. Te la presentaré.

—Marion. ¿Adónde?

—Lejos. Escocia. No se siente bien.

—¿Qué pasa? ¿Embarazada?

—Espero que no. Bueno, creo que estarás bien. Ven conmigo a Geary.

—¿A Marion no le importa que estés solo en la casa con la señorita Frías?

—No lo creo. La señorita Frías es muy buena católica. Una persona fuera de lo común. No temas, Kenneth, nada de escándalos. Una persona muy interesante.

—¿Tienes dinero?

—Ven.

—Maldito sea. ¿No tienes nada?

—Ando un poco escaso.

—Maldito sea. Me imaginaba que sería así. Está bien, pagaré la cuenta. Soy un infeliz, un bastardo infeliz y derrotado.

Dangerfield se recuesta en la silla. Se limpia la boca. Las empleadas lo miran. O’Keefe abre la marcha hacia la calle. Su llamativa barba roja. Mete las manos en los bolsillos. Dangerfield va detrás, caminando de un modo extraño.

—¿Qué te pasa?

—Esto, Kenneth, es el paso de la araña. Durante cierto tiempo he tratado de perfeccionarlo. Mira, cada dos pasos adelantas desde atrás el pie derecho y saltas. Te permite dar vuelta sin detenerte y caminar en dirección contraria.

—¿Para qué?

—Estos días me preocupa un poco la necesidad de virar en redondo. Kenneth, me gusta la movilidad.

Se acercaban al final de la calle Grafton.

—Kenneth, tengo sed.

—Sí.

—Un sorbo de agua.

—Entra en un negocio. Te darán agua.

—Es muy complicado.

O’Keefe suspicaz. La mandíbula apretada. Acelera el paso.

—Vamos, Kenneth, qué tiene de malo querer un poco de agua.

O’Keefe se detiene. Alza los brazos. Los ojos desorbitados. Gritando.

—Maldito borracho. Maldito el maldito país. El alcohol es la maldición de este país. Maldito sea.

La turba retrocede, dejando espacio al que vocifera. Dangerfield abandona su paso de la araña y enfila velozmente en dirección a la taberna O’Donogue. Yerra la puerta. Fuerte choque del cuerpo con la pared. Se detiene, aturdido. Rasca los ladrillos. O’Keefe lo mira, y estalla en una risa incontrolable. La gente retrocede aún más. Cuando los que vociferan ríen, hay violencia.

O’Keefe habla a la gente.

—¿No ven que estoy loco? El alcohol es la maldición de este condenado país.

Sigue a Dangerfield que está de pie, un poco crispado, en la taberna, al lado de la puerta.

—Por Dios, Kenneth, ¿qué te pasa? ¿Quieres que me descubran?

—Bastardo, conseguiste meterme en una taberna. Caray, qué estúpido parecías chocando con la pared.

—Bueno, yo pienso que tú te estás chiflando.

—Volví aquí después de medio año de soledad, poco de comer, nada de sexo, absolutamente nada, y encuentro esto. No hay dinero y no pienso pagarte una copa. Ya no lo soporto. No quiero seguir esta vida.

—Kenneth, estás nervioso. Vamos, cálmate. Sé que lo pasaste mal, y quiero que seas feliz aquí.

—Cállate. Bebe. Aquí tienes. Tómalo. Bebe, pero cállate. Bebe, bebe… adelante.

Con expresión dolorida, Dangerfield tomó la media corona. Murmuró algo al hombre detrás del mostrador. Volvió a O’Keefe con un jarro de sidra y un jarro de cerveza para sí mismo. En el ojo de O’Keefe un poco de bruma. Dangerfield depositó los peniques del cambio. O’Keefe los apartó. Sebastián los metió en el bolsillo.

—Mira, Dangerfield. En mi casa, cuando alguien se tiraba un pedo podías olerlo en todos los cuartos. A la hora de la comida había siete pares de manos extendidas hacia una pila de spaghetti. Pelear y tragar. Yap, yap, yap. Estoy aquí porque quiero salir definitivamente de eso, y lo que me sacará es el dinero. Me importa un cuerno lo que hagas. Mátate bebiendo, asesina a Marion, pero yo tengo suficiente. ¿Qué puedo mostrar por los dos años que estoy aquí? Este saco contiene todo lo que poseo en el mundo.

—Kenneth, solamente quiero ayudarte.

—Pues bien, no lo estás haciendo. Me hundes. No quiero cargar contigo.

—No hablas en serio, Kenneth.

—En serio. No me importa si no vuelvo a verte jamás en la vida. Puedes morirte en la calle, no me importa. Lo único que quiero es mi dinero y después emborráchate y muere.

—Kenneth, qué palabras tan duras.

—¿Qué diablos he conseguido en todo el tiempo que estuve aquí? Nada. Y por culpa de gente como tú. Los irlandeses son iguales en todas partes. Caras comprimidas en máscaras de sufrimiento. Quejas y excusas. Y gemidos, charlas y rezongos irlandeses. ¿Me oyes? Estoy harto. Odio todo esto. Pensé que se podía progresar si aprendía electricidad. Un buen empleo. Buen sueldo. Tener hijos. No quiero hijos. No quiero que me arrastren al fondo del pozo. Y escuchar a un comepapas con sotana diciendo éste es el segundo domingo después de Pentecostés, el domingo próximo haremos una comida de comunión, y quiero verlos a todos depositando un dólar en el plato. Y cuando tengo una oportunidad de salvarme, alguien me jode.

—Oh, Kenneth, estás irritado. Cálmate. Y recuerda que la pobreza es sagrada. Pero no te esfuerces por escapar. Todo lo demás llegará. Te cantaré una cancioncilla.

Todo el camino

desde la tierra

de Kerry

hay un hombre

feliz entre los muertos.

Y este hombre

estaba en la calle

y golpeaba con los pies

pero nadie lo oía.