18

A las seis de la mañana del lunes Sebastián trepó sobre el cuerpo de la señorita Frías y en la oscuridad avanzó a tientas hacia el cuarto de baño. Usó el jabón perfumado de la señorita Frías para lavarse la cara y alrededor de las orejas y el cuello. Luego se mojó generosamente la cabeza con agua helada para estimularse. Buen hábito matutino. Y la pasta dentífrica, cepillarse ahí atrás, alrededor de los molares.

En puntas de pie de regreso al cuarto y el cajón de la señorita Frías. Abre lentamente el cajón. La señorita Frías duerme profundamente. Lleva el cajón al vestíbulo y retira una de esas blusas. Pum. El cajón se desequilibró. En la oscuridad lo perdió. Calamitoso estrépito.

La señorita Frías despertó con un miedo terrible en la voz.

—¿Quién anda ahí?

—Yo.

—Oh Jesús, María y José. ¿Qué ocurrió?

—Un pequeño accidente.

—Oh.

Creo que es la primera conversación matutina que mantengo con la señorita Frías.

Hablamos en la oscuridad.

—Señorita Frías, ¿podría molestarla pidiéndole una de sus blusas?

Silencio. Dangerfield de pie, desnudo en la oscuridad. Espera. La voz un poco aguda, con un toque de incertidumbre.

—Por supuesto.

—Dios la bendiga y conserve.

Sebastián tantea en el suelo, buscando el cajón, lo arrastra con una silla fuera del cuarto. Si la luz se hubiese encendido me habría mortificado. Los desnudos están indefensos. Creo que la noche es mi mejor amigo. Y la muerte un obstáculo que hay que superar hasta que llegan los años buenos y gozosos de lascivia, glotonería y pereza. Me refugié en mi cubil con mantas cubriendo las ventanas estratégicas. La señorita Frías fue buena conmigo. Me dejó el desayuno. Pero me he visto reducido a tortas de avena. Mi último e insípido recurso. Reducido a mi acento.

Ella está muy inquieta. Y presa de remordimiento. La comunión cloacal no es tan divertida como otrora. La conforté con pasajes de este Tomás de Aquino, donde dice que a uno le hace bien. Y le expliqué, tiernamente próximo a su oído, las cabezas sobre la almohada, que del estiércol crecen las lilas. Para conocer el verdadero bien uno necesitaba caer en el mal y el pecado. Qué bien le hace a Dios, querida señorita Frías, que un niño nazca puro, y viva y muera en estado de pureza. ¿Qué gracia podía existir en esa esterilidad vacía y blanca? Seguramente usted no quiere eso. No. Hay que hundirse en la cosa, más abajo. La blancura más inmaculada es la que tiene un toque de negro. De todos modos, los virtuosos eran una pandilla hipócrita. Y ella aceptó este pequeño confortamiento. Desnuda y a mi lado, diciendo, si mi madre llega a enterarse, la matará. Señor Dangerfield, aunque me confiese en los muelles, el obispo vendrá a este cuarto y me internarán en el convento. Mi querida señorita Frías, si el obispo viniese aquí, creo que yo mismo tomaría las órdenes.

Encontró una camisa amarilla. Para abrigar el espíritu. Y la señorita Frías nunca notaría la falta de una de sus blusas. Es necesario que haya un poco de calidez. Todo está tan frío como las pelotas de un eunuco en los muelles.

Se vistió, pasó al saloncito y metió algunas tortitas de avena en su impermeable, se apoderó de un riel de la cortina y salió a la mañana fría y oscura. Dejó atrás el portoncito del frente que colgaba de los goznes, descendió de un brinco a la calle y aspiró ávidamente la atmósfera.

Repiqueteó con el riel en los barrotes de las verjas. Todo está húmedo y silencioso. Nubes blancas y bajas. Algunas luces parpadean en las casas. Ahí viene un lechero silbando. Y oigo el estrépito del tranvía. La mañana es grande.

Pasa frente al edificio de la aduana, en el muelle, la calle empedrada se llena con el retumbo de carros y caballos enormes y pesados. Se detiene, y los mira pasar. Los taxis y carruajes recogen pasajeros a la salida del desembarcadero.

Dangerfield se apoya en la pared del depósito, frente a la puerta de la tercera clase. Una última inspección a su atuendo, un tironcito a la corbata y al largo cuello, bastante a la moda, de la blusa de la señorita Frías. Qué bueno volver a ver a O’Keefe.

Salen los pasajeros. Sebastián repiquetea con el riel sobre la pared del edificio. Extrae una tortita de avena, la mastica y come. Grasa rancia. Seca y pegajosa.

De pronto en el marco de la puerta, medio hombre y medio bestia, el mentón con la barba roja, la misma camisa verde con que se fue, los mismos pantalones. El saco con sus cosas atravesado sobre el pecho, el mismo rostro triste sin sonrisa. Se detuvo, miró suspicaz a un diariero y compró un periódico. Lo abrió rápidamente, lo cerró rápidamente, y lo metió bajo el brazo. Acomodó la cuerda que sostenía el bolsón con un movimiento torpe, e inclinándose un poco hacia adelante, bajando la cabeza, comenzó a caminar por el muelle y de pronto se detuvo. Volvió lentamente la cabeza. Sus ojos encontraron los ojos del espectro silente y austero de Sebastián Dangerfield, cuyos labios cadavéricos, entreabriéndose, mostraron los dientes recién cepillados, mientras se inclinaba cuidadosamente contra los ladrillos.

Dangerfield cruzó la calle sembrada de estiércol. Metió una mano en el bolsillo y extendió otra a O’Keefe, que esperaba.

—Kenneth, ¿quieres una tortita de avena?

—Me lo imaginaba.

—¿Qué cosa, Kenneth?

—Tortitas de avena.

Una risa perversa.

—Kenneth, ¿no te alegras de verme? ¿Que te dé la bienvenida cuando vuelves a este verde jardín en medio del mar?

—Depende.

—Vamos, mi querido Kenneth, afloja esa cautela animal. Mira. El comercio, barriles y más barriles, vigas de acero y esas magníficas bestias, listas para que las despedacen. Un magnífico y próspero país.

—Veremos.

Caminaron costeando las enormes cajas y se detuvieron para dar paso a un rebaño de bueyes que atravesaba la calle en la media luz que empezaba a acentuarse. Los ojos salvajes y miedosos de los animales. Una larga y enmarcada línea de bicicletas, deslizándose por el borde de la calle, y los taxis y los carruajes que partían del barco. Eran frías figuras internándose en la antigua ciudad danesa.